domingo, 2 de septiembre de 2012

A continuación voy a reproducir un ensayo que escribí el año pasado, cuyo contenido se basaba en intentar entender la ceguera de las clases medias para aceptar de forma voluntaria un retroceso importante en su nivel de vida. El título del ensayo es El retorno de la historia circular y recibe este nombre porque, frente a la creencia en una historia lineal, en la que las sociedades evolucionan hacia un mayor progreso, los españoles estamos viviendo en una época en que la mayoría de ellos vivirán peor que lo que vivieron sus padres. El ensayo se reproduce a continuación:



EL RETORNO DE LA HISTORIA CIRCULAR



INTRODUCCIÓN

            Empiezo a escribir este libro en la segunda semana de agosto de 2011, en un momento en que la crisis económica que afecta al mundo está intensificándose. Esta crisis, cuya duración ya alcanza tres años, y que no tiene un final a la vista,  parece que va a traer consecuencias muy negativas a numerosas personas, cuyo nivel de vida descenderá de un modo muy significativo.
            Volviendo la vista unos años atrás, en las semanas inmediatamente posteriores al estallido de la crisis, se habló por parte de numerosos expertos de la necesidad de reformar el modelo económico existente. Estas opiniones eran debidas a que parecía que la propia magnitud de la crisis demostraba que el neoliberalismo tenía defectos muy importantes que había que corregir.
            Este estado de ánimo no duró mucho tiempo o, por lo menos, no llegó a los gobiernos europeos que, para salir de la crisis están aplicando soluciones neoliberales, como es fácilmente comprobable por la gran cantidad de medidas que recortan el estado del bienestar que están adoptando actualmente muchos estados europeos. Incluso conquistas sociales tan relevantes como que la sanidad y la educación sean gratuitas y públicas, se encuentran seriamente amenazadas por estos ajustes gubernativos.
            No pretendo entrar en un debate sobre si son justas o no estas estrictas medidas gubernamentales, porque tal polémica entra en el campo de la política y de la decisión que adopta cada persona cuando emite su voto para optar por un gobierno u otro. Sin embargo, sí tengo claro que, en un contexto de crisis económica tan grave como el que tenemos en Europa en la actualidad, cuando un gobierno adopta una decisión económica es porque está convencido de que es la mejor posible. En una situación tan catastrófica como la que se está viviendo no concibo que pueda haber decisiones frívolas o poco pensadas por parte de unos gobernantes bien asesorados.
            Esta reflexión lleva a una consecuencia, que los gobernantes europeos, en la situación actual, están intentando ser lo más racionales posibles, de ahí que sigan aplicando las recetas neoliberales, ya que este modelo establece que las fuerzas que operan en el mercado siguen una lógica racional. No soy un experto economista, pero sé que si el sistema económico neoliberal se ha aplicado durante los últimos años en los países más desarrollados es, en gran medida, por su carácter aparentemente científico. Como expresa el autor de un libro de economía:

            Las matemáticas, no sólo el álgebra sino el complicado cálculo infinitesimal, es decir, la de los ejes cartesianos y las derivadas, entró a lo grande en la economía a mediados del siglo XIX. En Lausana, un grupo de economistas llamados marginalistas o neoclásicos, cuyo mayor exponente fue Léon Walras (1834-1910), se planteó el problema de responder de alguna forma al socialismo de         Marx y Proudhon, que predicaban la aniquilación del sistema capitalista y la revolución. ¿Qué se podía hacer? Había que demostrar «científicamente» que el sistema de libre mercado y de la competencia era el mejor posible y podía estar en perfecto equilibrio[1].
           
            Pese a que, como se desprende del texto anterior, es un sistema de pensamiento conformado para tener en todo momento una lógica aplastante, la crisis actual hace ver que las recetas económicas neoliberales se pueden someter a críticas veraces. Un modelo económico funciona si la sociedad se enriquece, y, en un estado democrático, la sociedad son sus ciudadanos que también, se deben, en buena lógica, enriquecer.
Pero esta situación no es la que se está dando en el momento actual, sino más bien la contraria. Por tanto, al neoliberalismo se le puede cuestionar con críticas tan racionales como sus mismos presupuestos, ya que estas últimos, al contrario de lo que afirman, han conducido a la pobreza, o están camino de ello, a numerosas personas que hasta hace poco vivían desahogadamente.
            Si el neoliberalismo es un modelo económico racional, pero, al mismo tiempo, se le puede someter a una crítica de corte racional, no se comprende muy bien cuál de las dos razones es la correcta. Lo lógico seria pensar que la razón neoliberal no sea completamente la verdadera, por sus contradicciones entre teoría y práctica. Sin embargo, con demasiada frecuencia el ser humano necesita que haya una sola razón y que ésta se identifique con la verdad, de ahí que la confianza en el neoliberalismo se mantenga.
            No me voy a alargar más sobre esta cuestión, que roza la filosofía. Sólo la he abordado porque una de mis mayores preocupaciones es entender cómo opera la imbricación contemporánea que existe en el género humano entre racionalidad y verdad. Me sorprende el modo en que el ser humano pretende forjar racionalmente una definición absoluta de verdad, propósito que, en el mundo real, tan cambiante y diverso, es inviable. Que el ser humano, pese a la locura de este empeño, persevere en él, creo que demuestra cómo las verdades racionales responden también a motivaciones irracionales.
            Los argumentos anteriores resultan importantes a la hora de entender el objeto de este libro. En él se intentará probar el modo en cómo los miembros de la clase media, influidos más por conceptos irracionales que racionales, han dejado que sus derechos sean progresivamente recortados. Como no dudo de la formación y la preparación actual de las personas de clase media para comprender sus derechos, creo que las causas de su pasividad social actual tienen que ser más profundas que la mera ignorancia. Este libro se dedicará a desentrañar algunas de ellas. Espero que sea entretenido, aunque pido algo de paciencia al lector para soportar las primeras páginas, algo más abstrusas, pero necesarias para entender el conjunto de su contenido.


LA RACIONALIDAD LIMITADA DEL SER HUMANO

a) La subjetividad humana
            En torno a la cuestión tratada en el penúltimo párrafo de la introducción, la mayor crítica y la más veraz que se puede hacer a la pretensión humana de alcanzar una verdad racional absoluta, es la escasa capacidad que tiene el ser humano para ser objetivo. Si el destinado a ser el creador de la verdad no puede escapar de su propia subjetividad, su credibilidad resulta muy dañada.
            No es materia de este libro tratar las razones por las que el ser humano es tan subjetivo, ya que es una cuestión concerniente a la psicología. Dentro de esta profesión, de la que no soy nada experto, hay grandes especialistas dedicados a esta cuestión y, aquí sólo voy a citar uno de los más famosos, Daniel Goleman, que en uno de sus libros, El punto ciego, trata de modo extenso esta capacidad humana de autoengañarse y falsear la verdad.
            Cito este libro de Daniel Goleman porque desarrolla un aspecto que es esencial: el ser humano, aunque deforme la verdad, lo hace automáticamente, sin ser consciente de ello. Esta circunstancia, sin duda, agrava el problema, porque, sin reconocerlo, es más difícil corregirlo. Por poner un ejemplo corriente de una de estas situaciones y, ya que en la introducción me he referido a las decisiones económicas que están tomando los gobiernos en estos días de crisis, una práctica habitual de los políticos es no respetar sus promesas electorales sin que por ello perciban este incumplimiento como un engaño o fraude al electorado que los ha aupado al poder[2]. Esta falta de sinceridad de los políticos cuando se encuentran en campaña está ahora de candente actualidad en mi país, España, porque se está abriendo un periodo preelectoral y todos los candidatos están prometiendo, con dudosa veracidad, que no van a realizar nuevos recortes sociales.
            Acerca de esta cuestión, hace un tiempo, leyendo un viejo libro de historia, encontré expresado de forma impecable en uno de sus párrafos, a través de las palabras de un expresidente francés, esta doblez inconsciente de los políticos:

            Porque para De Gaulle sólo cuenta la voluntad de la masa, sin la mediación de sus representantes elegidos por sufragio, quienes, a su modo de ver, no representan la voluntad popular; o más bien, dejan de representarla inmediatamente después de elegidos, arrastrados como se ven por unos afanes  personales y partidistas que los separan del pueblo[3].

            Esta deformación inconsciente de la verdad no se restringe a los políticos sino que es común a todos los hombres,  ya que detrás de ella están una serie de miedos que atenazan al ser humano. No es fácil la vida cuando se es a la vez inteligente y endeble, como ocurre con la especie humana. A este respecto, no hay en la naturaleza un ser tan vulnerable como el hombre y que, a la vez, le cueste tanto reconocer la evidente fragilidad de su condición. Ésta, su debilidad intrínseca, es la verdad más obvia que se cierne sobre el ser humano y que, paradójicamente, peor percibe, de ahí que esta negación de sí mismo sea la fuente principal de todos los problemas a la hora de una percepción objetiva de la realidad por parte del hombre.
            Es difícil probar este tipo de negación, ya que pone en cuestión la propia inteligencia del ser humano. Para hacerlo voy a seguir una vía indirecta: la necesidad humana de evasión de la realidad. Como dice un autor de un estudio sobre la cocaína: si viviéramos en un mundo ideal, nadie tomaría ningún tipo de droga, pero parece parte de la condición humana nuestro deseo de dar con modos de alterar la conciencia, ya sea reduciendo el grado en que participa en nuestra mente o bien paralizando por completo su funcionamiento normal[4].
            Es paradójico el modo en que, por un lado, la ingesta de drogas generalmente está sancionada moral, e incluso legalmente, mientras que, por otro, es uno de los elementos de la vida que mayor fascinación ejerce sobre el individuo. Como se afirma en un libro de novela histórica, que recrea una sociedad musulmana, “todos los hombres han ido siempre a las tabernas; a todos los hombres les ha gustado siempre el vino. Si no, ¿por qué hubiera tenido que prohibirlo Dios?[5]
            Incluso en el raro caso de no se traspasen los límites de la moral, la mayoría de los individuos están a la búsqueda de encontrar sensaciones catárticas, que les hagan olvidar sus angustias diarias[6]. Para un científico que ha estudiado los efectos de las drogas, “volar, esquiar, hacer paracaidismo y escalar son, a causa de sus sensaciones internas y de sus peligros externos, actividades en cierto modo análogas a las experiencias con LSD[7]
            Parece evidente la necesidad de evasión humana, ocasionada por la conciencia de su naturaleza tan débil. En este sentido, bastaría con que el lector repasara algunos de los miedos que conlleva el hecho de existir, y reflexionara brevemente sobre ellos, para que viera hasta qué punto su subconsciente trata de alejarlos de sí. Ni pasar hambre, ni frío, ni dolor, ni enfermedad, ni la perspectiva de la muerte o el envejecimiento, son situaciones agradables al ser humano y, para alejar todo protagonismo en ellas, cada individuo se engaña de una u otra manera.
            Precisamente, una de mis rutinas laborales es estrellarme a diario contra esta resistencia mental a admitir el lado malo de la vida. Mi profesión es la de maestro. En concreto, la de profesor de historia. En el ejercicio de mis tareas escolares, una de mis mayores dificultades es hacer entender a mis alumnos las brutalidades que acompañan a las guerras. Aunque intentes ponerles ejemplos explícitos, hablándoles de violaciones a niñas o ancianas, estos salvajes comportamientos les resultan tan increíbles que piensan que estoy exagerando o mintiendo.
            Entre los miedos humanos, quizá destaque uno, que es el miedo a la muerte, ya que el morirse es un proceso que, tenga una causa biológica o provocada, es inevitable. En la literatura hay muchos ejemplos de este temor a la muerte; uno de ellos es el siguiente, de un escritor español:

            Uno cree que nunca podrá aceptar sin miedo la idea de la muerte. Cuando aún somos jóvenes, la vemos tan lejana, tan remota en el tiempo, que su misma distancia la hace inaceptable. Luego ya, a medida que los años van pasando, es  justamente lo contrario- su mayor cercanía- lo que nos llena de temor y nos impide en todo instante mirarla cara a cara. Pero, en cualquiera de los casos, el miedo es siempre el mismo: miedo a la iniquidad, miedo a la destrucción, miedo al frío infinito que el olvido comporta[8].

            Un texto análogo es el siguiente, de otro escritor español:

            No somos capaces de pensar en la muerte, ni siquiera en un ámbito limitado. En nuestro ánimo existe una fe en la pervivencia, una confianza ilimitada en lo que una vez pasó puede ocurrir de nuevo. Y luego no es así, la realidad no lo confirma. Sin duda existe en nuestro cuerpo una cierta válvula defensiva gracias  a la cual la razón se niega a aceptar lo irremediable, lo caducable; porque debe ser muy difícil existir si se pierde la convicción de que mientras dure la vida sus            posibilidades son inagotables y casi infinitas[9].

            O, tomado de un libro de psicología y, por tanto, con un carácter más científico:

            La noción de la muerte es demasiado terrorífica para encararla de frente, de modo que se nos aparece disfrazada: aviones estrellados, suelos movedizos, balcones poco firmes, disputas de amantes, misteriosas disfunciones de nuestro organismo. La eludimos fingiendo que todo sigue su curso normalmente. Algunas personas aprietan más a fondo el acelerador. Otras juegan más al tenis,   pasan más tiempo corriendo, organizan fiestas más fastuosas, encuentran carne joven para llevar a la cama[10].
           
            Insisto en estas referencias al miedo a la muerte porque me sirve para demostrar hasta qué punto el hombre intenta esquivar la verdad cuando ésta le abruma con su carácter terrible. El modo en que muchas religiones, a través de conceptos como la resurrección o la reencarnación han tenido como su principal objetivo consolar al ser humano de este destino irreversible, proveyéndole de ilusiones trascendentes, no deja lugar a dudas de la inmensa capacidad humana para falsear las verdades más incontrovertibles.
            Si sigo por este camino corro el peligro de alejarme demasiado del propósito inicial de explicar la necesidad humana contemporánea de apoyarse en una verdad racional, ya que resulta obvio que esta clase de verdades trascendentes que plantea la religión y que se oponen a las verdades naturales no son racionales. Pertenecen a las llamadas verdades de fe o dogmas. Pero, desde el instante en que existe este concepto, el de fe, que es capaz de alterar de un modo sustancial la percepción objetiva que de la realidad tiene el ser humano, queda abierta una brecha más que notable para poner en entredicho la voluntad humana de permanecer siempre fiel a la verdad.
            De la fuerza con que operan las verdades de fe en la mente de los seres humanos, a mí me gusta recordar las tesis creacionistas que, incluso, en la actualidad, tras siglos de progreso científico, siguen negando la teoría de la evolución. Este tipo de creencias no son ni mucho menos anecdóticas porque tienen tanto peso en las sociedades que muchas veces dificultan la puesta en marcha de leyes o investigaciones que mejorarían la salud o el nivel de vida de muchísimas personas.
            Esta negativa a aceptar un progreso social si éste choca con una creencia arraigada se ve en el mundo actual, por poner dos ejemplos, con la controversia existente sobre las células madre o con la dificultad de algunos gobiernos para aplicar políticas antinatalistas en países donde el peso de la religión musulmana o católica es muy importante. Por tanto, aunque no se esté de acuerdo con algunas de ellas, no hay que subestimar el peso que tienen las verdades aceptadas por el hombre como elementos deformadores de la realidad.
 
b) La verdad como expresión de poder
            Que las personas prefieren tener un perjuicio real en sus vidas a renunciar a una creencia religiosa, demuestra hasta qué punto el concepto de verdad en el hombre va más allá de un preciso conocimiento de la realidad que le rodea. Y esta conclusión se aplica también a las verdades racionales que, como utilizan métodos más rigurosos para alcanzar el conocimiento, las acompaña la pretensión de que sus afirmaciones no sean objeto de ninguna duda ni objeción.
            Hoy día, gracias al progreso científico, las ciencias naturales tienen un enorme crédito entre la sociedad. En ellas parece cumplirse el sueño racional de hallar verdades plenamente demostrables por la experiencia. Esta confianza en la ciencia se mantiene a pesar de que, debido a su enorme complejidad, para alcanzar leyes científicas hay que proceder a reducir la realidad a condiciones artificiales[11]. Pero, como tales simplificaciones acaban resultando muy útiles, permitiendo ampliar al máximo el dominio humano sobre el medio natural, los postulados científicos tienen un gran prestigio como conocimientos indudablemente verdaderos.
            No obstante estos éxitos indiscutibles de la ciencia, los propios excesos a que han conducido los descubrimientos científicos, conduce a reflexionar hasta qué punto estos deben ser aceptados sin discusión solamente porque esconden en su interior una verdad racional. El uso militar de la energía atómica prueba, por ejemplo, que la ciencia no contiene sólo elementos racionales, al menos, si se otorga a la razón un componente positivo para la humanidad, como normalmente hace el hombre. Como afirmó Einstein antes de morir: muero sin saber si he abierto al mundo las puertas del paraíso o del infierno atómico[12].
            ¿Por qué ni este uso militar de la energía atómica, que ha demostrado como la verdad científica puede destruir el planeta, es capaz de minar el prestigio de la ciencia? Porque, desgraciadamente, el ser humano necesita que hasta sus verdades más racionales tengan un componente de fe. El hombre no busca alcanzar con la verdad un mayor o un menor conocimiento de la realidad, sino busca hallar en ella un elemento que le proteja de sus propios miedos y que le permita confiar en que es capaz de vencerlos, de ahí que en la verdad el hombre busque ante todo seguridad.
            Y esta seguridad, como el ser humano es frágil, va a tener que venir acompañada necesariamente de una vertiente irracional. O, dicho de otro modo, a los individuos no les interesa de la verdad sólo su parte relativa al conocimiento sino también, y mucho, su parte concerniente con la adquisición de un poder sobre la realidad. Y, regresando a un cuestionamiento del uso militar de la energía atómica, sus terribles efectos no dejan lugar a dudas de que esta clase de energía es una manifestación máxima de poder.
            Es casi seguro que si la ciencia no hubiera mostrado su enorme capacidad para modificar el mundo, hasta el punto de hacer posible su destrucción, los seres humanos no se identificarían tanto con el pensamiento científico. En la ciencia los hombres buscan protección, igual que anteriormente buscaban este refugio en la religión, cuando aún se mantenía la creencia en dioses todopoderosos.
            Un salmo bíblico refleja a la perfección este anhelo humano de sentirse protegido por un poder superior:

            No temerás terrores por la noche, ni flecha voladora por el día,
ni en la tiniebla peste invasora, ni azote que devasta a mediodía,
Caigan mil a tu lado, y diez mil a tu diestra; a ti no ha de alcanzarte (...)
Pues Yahveh constituye tu refugio, has hecho del Altísimo tu asilo.
A ti no ha de alcanzarte la desgracia, ni a tu tienda acercarse plaga alguna (...)
Andarás sobre el áspid y la víbora, hollarás al león y al dragón.
“Pues a mí se adhirió, he de librarle; le ampararé, pues veneró mi nombre.
Me invocará y le responderé; en la desgracia yo estaré a su lado;
le rescataré y le daré honra.
            Le saciaré de dilatados días y le haré contemplar mi salvación[13]

            Este poder supremo en el que buscan cobijo los seres humanos no tiene porque tener siempre un componente tan evidente como es una explosión nuclear. En la mayoría de los casos, se manifiesta de una manera más mental, bastándole al hombre creer que tiene un control sobre las circunstancias que afectan a la propia vida, aunque sea recurriendo a algo tan cuestionable como la magia, cuya presencia sigue siendo muy importante en las sociedades actuales más desarrolladas, como se ve en la proliferación de horóscopos o de echadoras de cartas.
De ahí que, normalmente, la verdad no se ofrezca al ser humano de una forma pura, sino como un mecanismo de dominio del entorno. El hombre, que preferiría, al igual que los dioses o superhéroes, tener poderes extraordinarios, para protegerse a sí mismo se tiene que contentar en la mayoría de las ocasiones con tener claves para comprender la realidad circundante a su persona.
            Las referencias anteriores al uso militar de la energía nuclear o el recurso a la magia por parte de muchas personas demuestran que la verdad que, tan a menudo se la enfatiza como el valor moral por excelencia, muchas veces no se merece este galardón. El ser humano desea encontrar la verdad, pero sólo para sentirse protegido, no con el fin de hacer el bien. No tiene porque ser hermoso vivir en un mundo refulgente de verdades puras y cristalinas, como demuestra la historia con siniestros ejemplos de sociedades montadas sobre ideologías repletas de certezas.
            Precisamente, el último siglo, el de mayor desarrollo científico y presumiblemente el que tendría que haber sido más racional, ha visto los perversos efectos de dos grandes ideologías, el fascismo y el marxismo. De la primera, como su irracionalismo es evidente, creo que no merece la pena hacer ningún análisis. Pero, sí resulta interesante hacerlo de la segunda, ya que el marxismo, también llamado socialismo científico, era una teoría fundamentada en el objetivo de establecer una sociedad más justa, que sí contaba con una estructura racional.
            Pese a este carácter aparentemente racional del marxismo, su aplicación práctica en los países comunistas llevó a los gobiernos a cometer grandes excesos criminales. No es el momento de analizar donde está el fallo de la teoría marxista, pero sí de hacer observar el modo en como muchos intelectuales occidentales, personas muy estudiadas y preparadas, por tanto, para discernir correctamente la verdad, mantuvieron su fe en ella durante varias décadas, pese a que sus crímenes eran bien conocidos.
            Para estos intelectuales, por ejemplo los que en los años treinta valoraban como una sociedad ejemplar a la Rusia de Stalin[14], o en los años sesenta hacían lo propio con la China de Mao, los hechos reales no tenían ninguna importancia. Por ejemplo, un conocido episodio histórico de esta segunda época, la Revolución Cultural China, tiene la lectura siguiente por parte de un observador:
           
            Provocado por el propio Mao, aquello fue un desastre de proporciones incalculables que se saldaría con unos dos millones de muertos, la deportación de unos veinte millones de intelectuales y el estancamiento económico, político  y cultural de China durante casi diez años.
            Fue una época de caos y crueldad indiscriminada. Bandas de centenares de miles  de guardias rojos adolescentes invadieron Pekin y tomaron la calle imponiendo  la ley de su ideario. Era entonces espectáculo habitual ver personas mayores con letreros colgados al pecho y a la espalda exponiendo sus “crímenes” o tocados con gorros cónicos de zopencos; adultos a los que se escupía, se insultaba y se    pegaba[15].

            En cambio, para un intelectual marxista, la visión de los años sesenta en China era muy diferente:

            Con la toma del poder por los revolucionarios chinos se introduce una nueva   estrategia en la manera de enfocar los problemas de la ciudad, e incluso de concebir el papel que en la nueva sociedad debía desempeñar la ciudad, para corregir los defectos y el significado que ha tenido la ciudad china en el transcurso de su historia (…)
            Parece que todas estas medidas han tenido, en conjunto, un éxito notable. Unos veinte   millones de emigrantes rurales ingresaron al campo en los últimos años. Solamente en 1958 y 1959, al inicio de esta campaña, fueron liberados en Pekín 360.000 metros cuadrados de oficinas, que fueron transformadas en viviendas, y que se sumaron a los 3.660.000 metros cuadrados de viviendas construidas en esa misma capital durante los primeros años de la revolución.
            En materia de higiene, sanidad, servicios públicos (que son gratuitos) y acercamiento a la cultura, se han hecho grandes progresos. En las ciudades ha disminuido la delincuencia, y la prostitución y los fumadores de opio han desaparecido[16].

            Es difícil explicar la ceguera de los intelectuales fieles al marxismo durante los años sesenta. Muchos eran personas muy formadas que, sin embargo, no les importaba en lo más mínimo que sus percepciones de la situación china entraran en contradicción con los datos que provenían de la misma China. Dichos intelectuales sólo valoraban que el marxismo era una teoría que daba respuesta a sus propias inquietudes -habían convertido a esta corriente de pensamiento laica en una forma de religión- y que, además, tenía un componente de fuerza muy importante ya que se había hecho con el gobierno de varios de los países más poderosos del mundo.
            Que un sistema de pensamiento tan racional como era el marxismo se haya convertido en una cuestión de fe para muchas personas muy preparadas intelectualmente y que, por tanto, deberían haber tenido una fuerte capacidad crítica para ver sus contradicciones, demuestra bien a las claras hasta qué punto el hombre, en su búsqueda de la verdad, es capaz de  transformar la realidad hasta llegar al punto de la negación de hechos objetivos.
            En este sentido, que la verdad no tenga porque tener un fundamento real suena contradictorio, pero es el procedimiento habitual con el que opera la psique de los seres humanos. Es fácil percibir este modo de funcionar de nuestra mente si se aplica a uno de los problemas más candentes de la realidad actual, la contaminación planetaria. Sus causas son, básicamente, el desarrollo industrial y la superpoblación mundial. En principio, y por encima de otra clase de valoraciones, el sentido común dicta que sus efectos tienen que ser cada vez más graves debido a la magnitud que progresivamente están alcanzado sus agentes causantes.
            En estos momentos, el mayor debate sobre las consecuencias de la contaminación a nivel mundial gira sobre el llamado efecto invernadero. Éste, en cambio, es negado por algunos gobiernos e instituciones, cuyas opiniones se basan en informes científicos encargados al efecto.
            Ya se ha hecho repetidas veces mención al prestigio de la ciencia en el mundo actual. Los citados informes científicos, aunque previsiblemente inexactos e interesados, introducen la incertidumbre en una gran cantidad de individuos que, presos entre la verdad que se le ofrece y la realidad tan distinta que perciben, quedan desconcertados y, en todo caso, ante la duda, prefieren optar por la versión oficial.
            Un ejemplo de este tipo de informes a los que estoy haciendo referencia, es el llamado Informe Cheney, llamado así por ser un encargo del vicepresidente norteamericano del mismo nombre. Este político, que tuvo una gran influencia en la primera década de este siglo, promovió en el citado informe la explotación petrolífera de una zona de gran valor ecológico de Alaska, el llamado Refugio Nacional del Ártico para la Vida Silvestre.  Si no hubiera sido por el cambio de gobierno en Estados Unidos, hecho que le descabalgó del poder, Cheney posiblemente hubiera alcanzado éxito en su propósito de hacer creer a la opinión pública que la acción de la industria petrolífera en este lugar no tendría efectos negativos sobre la naturaleza.
             A este respecto, el de la manipulación a que pueden ser sometidas las personas por parte de sus gobiernos, el ser humano sólo sabe actuar si tiene clara la verdad, porque, de otra manera, es muy inseguro. La verdad le provee de esa seguridad que normalmente le falta. Esta verdad no tiene porque estar basada en la realidad porque, entre otras cosas, el ser humano huye de conocer sus propias realidades negativas. De ahí que, paradójicamente, prefiera aquellas verdades que le engañen y que, además, le permitan generar la sensación de que tiene un mayor control o poder sobre su entorno del que en realidad tiene.
            En la actualidad, la ciencia cumple esta función tranquilizante, pero no por su carácter racional, ya que básicamente es el mismo cometido que tuvo la religión en el pasado. Es paradójico comprobar como la propia ciencia admite a menudo sus límites -en mi caso, por ejemplo, me gusta ver documentales sobre el espacio en que los científicos admiten sus grandes limitaciones para conocer el tamaño y la composición del universo[17]- y, en cambio, en el imaginario colectivo parece no tenerlos.
            Para el individuo contemporáneo se ha convertido en una necesidad asociarse al   aparente control que sobre la realidad parece tener la ciencia. Como afirma un librito dedicado al análisis de la sociedad actual en la sociedad postindustrial los nuevos hombres dominantes van a ser los científicos, los matemáticos, los economistas y los ingenieros de la nueva tecnología intelectual[18].
            La fascinación moderna por la ciencia queda probada por el éxito que tienen entre el gran público algunas revistas de divulgación científica. La más conocida de ellas, al menos en mi país, se llama Muy Interesante. Sus contenidos pecan de poco rigor, pero son muy atractivos porque consiguen dar una sensación efectista del poder de la ciencia.
            Esta revista, el Muy Interesante, aparecida en los años ochenta, ha sido coleccionada en mi familia, en concreto por mi padre, desde el primer número. Aprovechando esta circunstancia, voy a tomar como ejemplo sus dos primeros ejemplares y reproducir los títulos de algunos de sus artículos para mostrar este carácter pretencioso que otorga a la ciencia, la cual parece que puede dar respuestas incontrovertibles al ser humano sobre todo asunto que le interese:

            Energía: ¿Quién dijo crisis? Tenemos toda la energía que necesitamos.
            Autocontrol: Los yoguis pueden regular hasta los latidos de su corazón.
            Deporte: Para chutar con efecto hay que saber algo de aerodinámica.
            Carrera de armamentos: la guerra y la paz dependen de los nuevos misiles de          crucero.
            Azar y probabilidades: Tenemos las mismas probabilidades de que nos toque el       Gordo que de sufrir un accidente de tráfico.
            Vida animal: Los tigres dan saltos de seis metros de longitud y atacan a las    personas agachadas.

            Con esta clase de ejemplos, no sé si he conseguido demostrar la fuerza que el pensamiento científico tiene en el público actual. Espero que sea así porque, de este carácter casi mágico o religioso que tiene en el mundo contemporáneo el conocimiento científico, se aprovechan a menudo los gobiernos para justificar actuaciones impopulares.
            En este capítulo he hecho mención al modo en que algunos gobiernos disfrazan oficialmente los efectos del cambio climático. Pero más relevante aún que esta cuestión ecológica es, si se repasa la introducción de este libro, la importancia adquirida por neoliberalismo como el incuestionable modelo económico actual. Estoy casi seguro de que la mayoría de los ciudadanos no tienen la menor noción de economía. Debido a ello, no se enteran porque en sus países se toman decisiones que perjudican su nivel de vida, pero, en cambio, las avalan al aceptar las explicaciones ofrecidas.
Para los gobiernos es posible tomar estas odiosas decisiones económicas, porque el neoliberalismo tiene un barniz científico que las hace más aceptables. Ante la profusión de cifras y datos que se le ofrecen, el ciudadano se siente perdido y abrumado, del tal modo que la opinión pública queda inerme para mostrar la menor oposición a decisiones contrarias a sus intereses.
            Es más, muchas veces los ciudadanos hacen suyas tales propuestas económicas, simplemente por el hecho de que les parecen verdaderas. El afán del ser humano de tener un control  de la realidad para que ésta no le parezca tan amenazante, hace que las personas sean fácilmente manipulables y los gobiernos sólo se tengan que preocupar de otorgar a sus ciudadanos verdades bien construidas.
            Una de las frases más conocidas del siglo XX es la atribuida a un ministro alemán de propaganda, Goebbels, de que “una mentira dicha mil veces se transforma en una verdad”. En la sociedad de la información actual, quizá los estados no puedan ser tan burdos, porque los ciudadanos pueden contrastar diversas fuentes de conocimiento u opinión. Pero, si estas verdades, por inciertas que sean, se construyen con una apariencia científica, es muy fácil que la opinión pública las acepte por la simple razón de que son verdades y el ser humano necesita de ellas.


LA IRRACIONALIDAD TRIUNFANTE

            Puesta en duda la capacidad humana para establecer una verdad rigurosa, hay que intentar extraer las consecuencias de esta involuntaria ceguera. El ser humano no domina sus miedos y éstos le llevan a la negación de determinadas parcelas de la realidad y a que busque seguridad en la posesión de conocimientos con los que se sienta más protegido.
            Estos conocimientos no tienen porque ser exactamente verídicos, ya que su función es servir de protección al ser humano. Es este último el que aporta el componente de fe necesario para que tales conocimientos se conviertan en verdaderos. La capacidad crítica humana queda relegada ante el afán del individuo de conseguir una mayor tranquilidad psicológica a través de saberes que le permitan poner una mordaza a sus miedos.
            Este deseo de sentirse a salvo de amenazas también está imbricado con la diferente posición social y económica de la que disfrutan o padecen, según los casos, los individuos. Aunque hay determinados miedos que son comunes, como el temor a sufrir un accidente o el pavor a morirse, otros miedos dependen en gran medida de la condición social a la que se puede adscribir la persona individual. Al estudio de esta clase de miedos, dependientes de la posición que ocupa la persona en la sociedad, se dedicará este capítulo ya que su comprensión la considero importante para entender el contenido de posteriores capítulos.

            a) El miedo al rechazo
            Una persona pudiente no tiene la misma preocupación por la posibilidad de pasar hambre que una persona pobre. En esta segunda, por su carestía de recursos, este temor será mucho más acentuado. Por otra parte, además de esta lectura obvia, a los miedos físicos generalmente se añaden miedos psicológicos. En este sentido, en el caso de las personas provenientes de clase baja, su temor principal será, a causa de su pobreza, el rechazo que pueden ocasionar en los demás miembros de la sociedad.
            En la literatura de mi país, España, hubo una época, la Edad Moderna, en la que el concepto de honra impregnó a todos los géneros, especialmente al teatro. Gracias a este concepto, los más pobres intentaban que la dignidad humana no estuviera tanto ligada a la riqueza como al mantenimiento de unas buenas y rectas costumbres, muy difíciles, por otra parte, en épocas de extrema penuria. Precisamente la literatura picaresca, que tanto abundó en esta contradicción entre la búsqueda de honra y las tretas usadas para la supervivencia diaria, en un conocido pasaje de uno sus libros más destacados, el Lazarillo de Tormes, refleja un caso extremo de este sentido de honra.
            Uno de los personajes principales, el tercer amo del protagonista del libro, que no tiene ni para comer, disimula su miseria sin solicitar ninguna ayuda ni limosna, porque su único afán es que nadie descubra su triste situación económica:

Y no tenía tanta lástima de mí como del lastimado de mi amo, que en ocho días maldito el bocado que comió. A lo menos en casa, bien lo estuvimos sin comer. No sé yo cómo o dónde andaba y qué comía. ¡Y velle venir a mediodía la calle abajo, con estirado cuerpo, más largo que galgo de buena casta!
Y por lo que toca a su negra, que dicen, honra, tomaba una paja, de las que aún asaz no había en casa y salía a la puerta escarbando los dientes, que nada entre sí tenían…[19]

Otro ejemplo literario de este anhelo de dignidad de los pobres, es el siguiente, donde un médico de buena familia, cuando visita una chabola, tiene que ocultar su desagrado, para no ofender al dueño de la vivienda:

No osaba fijar la vista en ninguno de los detalles del interior de la chabola, aunque la curiosidad le impulsaba a hacerlo, temiendo ofender a los disfrutadores de tan míseras riquezas, pero al mismo tiempo comprendía que el honor del propietario exige que el visitante diga algo en su elogio, por inverosímil y absurdo que pueda ser.
            - Está fresca esta limonada –eligió al fin[20].

            Otras veces, por desgracia, la preocupación por la honra tiene un carácter menos anecdótico y lleva a cometer crímenes:
           
Las mujeres kurdas de Turquía solían suicidarse colgándose de una cuerda o saltando desde un lugar alto; rara vez se pegaban un tiro. Este último tipo de muerte despertaba otras sospechas, ya que podía tratarse de crímenes de honor, un hecho muy extendido en el sureste (…). Algunos expertos estiman que, cada año, al menos doscientas mujeres y niñas eran asesinadas por miembros de sus familias en Turquía (…). Los asesinatos eran cometidos a veces por menores, obligados por sus padres a matar a sus hermanas o primas, ya que ellos recibían condenas menores[21].

Los tres textos anteriores señalan como en las personas más pobres hay un gran miedo a ser considerados poco más que animales. Sus condiciones de vida, casi infrahumanas, son las que determinan que su mayor anhelo sea el reconocimiento de su condición humana por parte de las demás personas y, para conseguirlo, están dispuestos a hacer los mayores sacrificios y renuncias a favor del grupo social en el que se integran.
            Son personas, por tanto, muy sensibles a verdades en que se trata el grupo humano como un conjunto, sin hacer distinciones de riqueza entre sus componentes. Ésta es una de las razones más importantes para explicar la extraordinaria fuerza del mensaje de las religiones más extendidas por el mundo en la actualidad, el cristianismo y el islamismo.
            Ambas religiones, en sus orígenes, orientaron su predicación hacia los más pobres, en sociedades donde éstos eran muy abundantes a causa del menor desarrollo tecnológico y la enorme desigualdad social. La primera de ellas, el cristianismo, surge en el contexto histórico del Imperio Romano, época en que la sociedad aceptaba como algo natural que existiera una gran miseria social, hasta el punto de que gran parte de sus miembros eran esclavos.
            El profeta del cristianismo, Jesús, en vez de presumir de un linaje principesco, va a postularse a sí mismo como hijo de un carpintero, una profesión humilde. Es una forma de identificación con la gente sencilla y de baja extracción social que va a impregnar el espíritu cristiano. Jesús va a proponer un tipo de enseñanza moral que, aunque sin tener ningún propósito de reforma social, va a hacer una constante llamada a la dignidad de los más pobres.
            Algunas de las Bienaventuranzas reflejan a la perfección este carácter popular del mensaje cristiano:
           
            Dichosos los pobres en el espíritu,
            porque de ellos es el Reino de los Cielos.

            Dichosos los sufridos,
            porque ellos heredarán la tierra.

            Dichosos los que lloran,
            porque ellos serán consolados.

            Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia,
            porque ellos quedarán saciados[22].

            En el islamismo también hay un claro propósito igualitario, aunque, como en el cristianismo, se quede más en una intención moral que en una reforma social o legal. La Umma, o comunidad de los creyentes musulmana, se basa en el igualitarismo formal de todos sus miembros. Como explica Amin Maalouf:

El Islam afirma que la relación entre Dios y todos los humanos –no sólo los musulmanes- es una y la misma. Rechaza en consecuencia todas las pretensiones de favoritismo de algunos humanos. Interpretado según la ley, este igualitarismo prescribe que no pueden ser excluidos de los imperativos de la charia, que es la ley santa o jurisprudencia islámica, sobre la base de la identidad. Tampoco la raza ni la etnia, sexo, posición social o riqueza pueden alterar la igualdad de los hombres ante la ley[23].

A este respecto, una de las enseñanzas recibidas cuando estudié en la universidad las características de la arquitectura musulmana, fue que los palacios construidos por integrantes de esta religión deben evitar tener una apariencia lujosa al exterior para no ofender a sus correligionarios más pobres. En la misma línea, uno de los preceptos básicos islámicos, la limosna, tiene un espíritu claro de nivelación social, ya que adquiere un carácter obligatorio para todos los fieles.
            Por tanto, ambas religiones han sabido tocar una tecla, la de la dignidad, a la que son muy sensibles los estratos más humildes de la sociedad, y de ahí, deriva gran parte de su éxito. La mayor preocupación de los pobres es conseguir ser aceptados, sin por ello tener que sufrir ninguna clase de desprecios o humillaciones, como miembros de pleno derecho en grupos humanos más amplios.
            Esta integración en el grupo religioso permite a los miembros de las clases bajas soterrar algunos de los miedos reales a los que se enfrentan diariamente, como hambre, frío u otras necesidades básicas, ya que no se sienten tan despreciados por los demás por soportar estas penurias. Aunque pobres, como seres humanos que son, el concepto de dignidad o el de honra son muy valorados por estas personas.
            Por otra parte, el ser partícipes de un grupo humano les permite asociarse con los éxitos del colectivo, de ahí que se puedan identificar muchas veces con los más pudientes del grupo y soñar con participar de su riqueza. A este respecto, el boato característico de las celebraciones de la Iglesia Católica, tan contrario en principio a su espíritu evangélico, se puede considerar un gesto hacia los más humildes. Como se afirma en un libro que analiza la sociedad medieval europea, tan cristiana en todas sus manifestaciones, “las comilonas de los grandes niegan la miseria de los siervos[24]”.
            Conseguido este anhelo de ser aceptados en algún grupo humano que les otorgue algo de dignidad humana, los más pobres no suelen ser mucho más reivindicativos y aceptan su inferioridad. Esta resignación ante su estado social se expresa en el siguiente texto, también recogido de un libro sobre la historia medieval, una época en que la mayor parte de las clases bajas estaban compuestas por campesinos que llevaban una vida miserable:

            El campesino es el productor principal del mundo cristiano, esto no se pone en  duda, pero el trabajo no le pertenece y su condición tiene que ser la de servir con  sus manos. Es así como piensan hasta el siglo XIII los dueños del suelo e incluso los de las ideas: para los goliardos, pese a estar enfrentados al orden social, el campesino es un ladrón, un animal; para los obispos y abades son unos         descarados cuando reclaman un bien; para Rutebeuf unos apestosos que el diablo no querría tener en el infierno; en las novelas y los poemas cantados ante los nobles se les llama feos, repelentes y codiciosos y feroces.

            En ocasiones excepcionales las extremas condiciones de vida llevan a que se produzca alguna revuelta social, pero no es lo habitual. Ya que he hecho referencia a la desgraciada condición del campesino medieval, sus sublevaciones durante todo este largo periodo de casi diez siglos son más bien escasas. Como precisa un historiador, “hasta la crisis Bajomedieval, hubo escasas revueltas en el campo europeo a lo largo de la Edad Media[25]”. La más conocida de estas rebeliones se dio a mediados del siglo XIV en Francia, la llamada Jacquerie, y ni siquiera queda clara en ella que fuera protagonizada por los campesinos más pobres.
La gente humilde suele tener una capacidad inagotable de resignación ante su estado. En este sentido, “las revoluciones son mucho menos frecuentes de lo que algunos podrían esperar[26]”. La inmensa pobreza que, por ejemplo, existe en el Tercer Mundo tendría que hacer pensar en una inminente revolución global, pero no parece que se vayan a cumplir a corto plazo las predicciones contenidas en el siguiente diálogo, producto de la reacción de dos personas ante la contemplación de la miseria existente en la India:

-        ¿De verdad le pone la pobreza tan nervioso como dice?
-        Estoy seguro que va a haber una revolución. Dentro de una o dos generaciones. Esto no puede continuar, la desigualdad de ingresos. Me da escalofríos pensarlo[27].

            Aunque los dos últimos siglos se hayan caracterizado por un gran número de revoluciones, éstas generalmente no han estado protagonizadas por los más pobres, sino por personas más reflexivas acerca de la injusta composición de la sociedad. Y esta clase de personas más conscientes de sus derechos han aparecido sólo a partir de que han conseguido cierta mejora en su nivel de vida que, porque no decirlo, también suele ir acompañada de una mayor instrucción.
 
            b) El miedo a ser menos
            El punto de vista de que la persona sólo es capaz de sentir indignación por una injusta conformación social cuando empieza a salir de la pobreza, está en la base de algunas de las teorías más importantes para explicar la Revolución Francesa, como las de los estudiosos franceses Jaurés y Tocqueville. No es fácil probar esta perspectiva porque lo más lógico sería que los más pobres fueran los más revolucionarios y no aquellos que gozan de una mejor situación social.
            Sin embargo, para los más pobres el sobrevivir al día a día absorbe todas sus energías. Como dice un historiador italiano,"con el estómago lleno se empieza a pensar en algo que no sea sólo el estómago"[28] , o, como expresa de modo similar un estudioso de la sociedad, “la libertad comienza más allá de la necesidad[29].  Aparte, como se ha visto al analizar el enorme éxito que han tenido el cristianismo y el islamismo entre los más pobres, las personas que pertenecen a los estratos más bajos de la sociedad valoran más la pertenencia a ésta que cualquier aspiración personal. En otras palabras, temen de una manera exagerada el rechazo social del resto del grupo humano al que pertenecen, de ahí que estén dispuestos a toda clase de sacrificios para no pasar por esta situación de repudio.
            Pero las personas, no dejan nunca de ser esto mismo, personas. Y si llega un momento que alcanzan un nivel de vida suficiente para no sentirse tan atemorizados ante los peligros de la subsistencia diaria, ya sea a causa de sus propios méritos o debido a los beneficios del trabajo en común resultante de la organización social, sus expectativas personales crecerán.
            Aunque de manera novelada, un texto extraído de un libro de Rómulo Gallegos puede que ayude a explicar este aumento de las ambiciones humanas en cuanto hay la esperanza de una mejora en el nivel de vida. Trata de la reacción de una chica que siempre ha vivido en la miseria, tras recibir el anuncio de que próximamente cambiará su infeliz vida por otra mucho mejor:

             Por primera vez, Marisela no se duerme al tenderse sobre la estera. Extraña el           inmundo camastro de ásperas hojas, cual si se hubiese acostado en él con un cuerpo nuevo, no acostumbrado a las incomodidades; se resiente del contacto de aquellos pringosos harapos que no se quitaba ni para dormir, como si fuese ahora cuando empezaba a llevarlos encima; sus sentidos todos repudiaban las habituales sensaciones, como si acabase de nacerle una sensibilidad más fina[30].

            La habitual actitud pasiva de las personas cuando los miedos más primarios predominan en ellas y su única preocupación es la supervivencia, cambia cuando tienen la suficiente confianza para exigir una mayor atención hacia sus necesidades por parte de las sociedades en que se integran. El hombre que mejora su estado social toma mayor conciencia de sí y quiere redefinir un nuevo marco de relaciones con sus semejantes, en el cual no se tenga que sentir inferior a ninguno de ellos.
            En consecuencia, se establece un nuevo equilibrio de fuerzas, ya que, si bien el ser humano no renuncia a sus vínculos con su grupo ya que en éste encuentra protección y recursos, al mismo tiempo no querrá percibirse a sí mismo como un ser inferior a otros seres humanos, porque el sentimiento de valer menos que su prójimo recuerda al hombre su vulnerabilidad. Para cualquier ser humano que aprende a reconocer su peculiar identidad, se convierte en vital para conservar su equilibrio psicológico no sentirse como un ser por naturaleza peor que sus semejantes.
            En consecuencia, junto al ya citado miedo de las clases bajas de no ser animalizados, ahora aparece un miedo que se puede considerar más propio de las clases medias, el miedo a ser menos. De este miedo deriva que una de las características de los seres humanos, en cuanto consiguen una mejora en su nivel de vida, es una mayor preocupación por sus derechos. En especial, hay dos de ellos, los de igualdad y libertad, que se convierten en los motores que impulsan al cambio social a los seres humanos que adquieren este temor a ser menos.
            En las primeras fases de la adquisición de la conciencia de sí, este proceso viene acompañado a menudo por una gran violencia, del que es un buen exponente los excesos criminales ocurridos en las revoluciones habidas en Europa durante los tres últimos siglos. Dentro de estas terribles conmociones históricas, las más famosas han sido  la Revolución Francesa de 1789 y la Revolución Comunista o Bolchevique de 1917. En la primera de ellas, dirigida por la burguesía, se puso mayor énfasis en la idea de libertad y en la segunda, protagonizada por la clase obrera, en la de igualdad.
            Esta enorme violencia que acompaña a las revoluciones llega a veces a extremos despiadados. La figura de Robespierre en la Revolución Francesa o el llamado Comunismo de Guerra en la Revolución Bolchevique han pasado a la historia como paradigma del terror. Este abundante empleo de la violencia por parte de los revolucionarios se debe a que, disponiendo de una mayor conciencia de sí, aún tienen muy presente el miedo a caer en la pobreza. 
            Hay que recordar que a lo largo de la historia, quitando en las últimas décadas del siglo XX, el límite que separaba a la “gente menuda” del tenebroso mundo de los menesterosos era muy etéreo, por lo que fácilmente podía ser rebasado[31]. En un libro que acaba de leer, sobre la vida de los artistas españoles de los siglos XVI y XVII, las referencias a esta dramática caída en el nivel de vida son constantes. Es el caso, incluso, de famosos pintores como Luis de Morales “el Divino”, que habiendo tenido un gran éxito durante la mayor parte de su vida terminó sus días en la miseria, llegó, pues, Morales a experimentar la saña de la fortuna en la vejez, porque en ella vino a faltarle el pulso firme, y la vista perspicaz[32].
            No pretendo justificar la violencia, pero, para quienes participan en ellas, las revoluciones, al ser creadoras de nuevas sociedades, normalmente son portadoras de la esperanza de una vida más feliz. Por tanto, estas personas, absorbidas por la ilusión de un mundo mejor, llegan a ver aceptable que toda resistencia al cambio sea suprimida por la fuerza. Posiblemente resulte muy humillante para una persona con conciencia de sí caer en un estado de pobreza, de ahí que tenga cierta propensión a la violencia para remediar esta situación.
            Del carácter violento de las revoluciones, favorecido por el proceso de hundimiento del orden social que se da en estos casos, voy a reproducir el siguiente texto, ya que pienso que se ha convertido en uno de sus mejores exponentes. Es la proclama de Guerra a muerte contra los españoles realizada por Simón Bolívar en la lucha por independencia hispanoamericana y que dice así:

Españoles y canarios contad con la muerte aún siendo indiferentes, si no obráis activamente en obsequio de la libertad de América. Americanos, contad con la vida, aun cuando seáis culpables[33].

            Otro ejemplo de este furor revolucionario, correspondiente en este caso a la recreación literaria de un linchamiento ocurrido en París durante la Revolución Francesa, es el que se narra en el texto siguiente:

            Lo tiraron, lo levantaron y se le vio de píe en lo alto de las escaleras del edificio, luego, de rodillas; enseguida, de píe; luego, de espaldas. Lo arrastraron, lo golpearon y sofocaron con puñados de hierba y de paja que cientos de manos le arrojaban a la cara. Fue arañado y herido mientras jadeaba y sangraba, sin dejar por un momento de rogar y pedir clemencia. Unas veces podía moverse él solo, impulsado por una agonía vehemente, cuando la gente le hacía sitio empujándose unos a otros para que todos pudieran verlo; otras, fue como un tronco de madera muerta que rodaba a través de un bosque de piernas. Por fin, llegó a la esquina más próxima donde colgaba uno de los fatales faroles....[34]

            Superado este estado de violencia inicial, las revoluciones, cuando triunfan, tratan de desarrollar jurídicamente los derechos más básicos del hombre. Y, pongan mayor o menor énfasis en uno u otro de estos derechos, en todos los procesos revolucionarios se persigue garantizar a las personas plebeyas que no van a ocupar una posición subordinada en la sociedad por una simple cuestión de nacimiento. Responden por tanto a las inquietudes del ser humano con conciencia de sí, el cual trata de conseguir que el lugar que cada individuo ocupa en la sociedad venga determinado del modo más racional posible.
            Esta pretensión es la que explica que el pensamiento racional, como se ha analizado en el capítulo primero, tenga tanta importancia en la sociedad actual. Ante todo, es dominante en los países más desarrollados, debido a que en ellos existe un predominio de las clases medias. Sus miembros, que han perdido ya el miedo a recaer en la pobreza debido a la mayor prosperidad de las sociedades actuales, si mantienen en cambio la aspiración de no ser menos que sus semejantes.
            El ser humano, por tanto, desde que adquiere conciencia de sí entra en un terreno nuevo de preocupaciones, que en cierta forma se pueden llamar racionales. Ya no le basta, como a las clases bajas, integrarse en un grupo social, sino que quiere que exista una reciprocidad y una proporcionalidad entre su trabajo a favor del grupo y las recompensas proporcionadas por éste a cambio de sus servicios.
            Si realmente el ser humano pudiera llevar a cabo estos propósitos de una mayor justicia social realmente de una manera racional resultaría fácil, llegando a un punto de madurez, encontrar un equilibrio legal para que todas las personas quedaran contentas. Pero, esta situación de equilibrio en la práctica resulta irrealizable, porque toda sociedad choca con un escollo muy importante: la inseguridad en sí mismos de los individuos, reforzada por la toma de conciencia de sí.
            Parece un poco recurrente en estas líneas recurrir una y otra vez a la misma explicación irracional, la inseguridad o la vulnerabilidad del hombre, cuando los razonamientos emprendidos llevan a una encrucijada de difícil solución o salida. Sin embargo, es un factor tan importante que, involuntariamente, determina todas las conductas humanas.
            Acerca de esta inseguridad propia de la especie humana, uno de los mejores exponentes es la necesidad de muchos niños de aferrarse a cualquier objeto que les transmita seguridad, como se describe literariamente en el siguiente caso:

Para ella, únicamente existía su gran muñeca, acostada a su lado. Se la habían dado una noche para distraerla de sus intolerables sufrimientos y se negaba a devolverla, defendiéndola con un gesto huraño cuando intentaban quitársela. La muñeca, con su cabeza de cartón puesta sobre la almohada, estaba tendida como una persona enferma y cubierta hasta los hombros. Sin duda la niña la cuidaba, puesto que de vez en cuando, con sus manos ardientes, palpaba aquellos miembros de piel rosada, desprendidos y vacíos de serrín. Durante sus ojos no perdían de vista aquellos dientes blancos que no cesaban de sonreír. Después, en un acceso de ternura, sentían la necesidad de estrecharla contra el pecho, de apoyar la mejilla en su pequeña peluca, cuya caricia parecía tranquilizarla. Se refugiaba así en el amor de su gran       muñeca... [35]

            Otro ejemplo de esta profunda inseguridad del individuo en sí mismo, en este caso referido a las relaciones de pareja, lo he tomado de un diálogo de un libro renacentista:

            Tullia: sin duda sabéis mejor que yo que innumerables hombres se han  enamorado tanto en tiempos antiguos como modernos. Entonces, dominados por el miedo o algún otro sentimiento, han reprimido su amor y abandonado a la mujer que amaban[36].

            Regresando al tema que nos ocupa, es relativamente sencillo comprobar cómo nunca ha habido una sociedad en que todas las personas que la componen estuvieran contentas. La inseguridad en sí mismos de los individuos hace que desconfíen profundamente unos de otros. La creencia en una sociedad en que la vida transcurra en completa armonía entre sus componentes, aunque sana resulta un poco ridícula, a no ser para idealistas que viven fuera de la realidad. Otro caso, que se tratará en el capítulo siguiente, es cuando esta posibilidad de una sociedad perfecta es defendida por personas privilegiadas cuyos intereses egoístas se disimulan mejor dentro de concepciones armónicas de la sociedad.
            No puede ser que todas las personas que viven dentro de una sociedad estén contentas, aunque las leyes sean lo más equitativas y justas posibles porque el ser humano, cuando adquiere conciencia de sí, en su pretensión de no ser menos que sus semejantes, sólo se siente seguro si recibe más de la sociedad que ellos. O, escrito con palabras más entendibles, los seres humanos, debido a su inseguridad en sí mismos, no pueden renunciar a recibir un poder a través del cual puedan certificar que son bien tratados por su sociedad.
            Es paradójico el modo en que el ser humano es capaz de la mayor resignación si no reflexiona sobre su condición, por miserable que sea, pero, si empieza a hacerlo y adquiere una mayor conciencia de sí, de repente le entran unas urgencias enormes por transformar por completo su estado. Como dice un escritor español en uno de sus libros, “la estrategia contra el statu quo no puede ser de violencia porque la provoca; pero la otra, la del asedio lento, tropieza con la impaciencia, con la urgencia[37]
            En el siguiente texto, entresacado de un libro ruso, se ve el modo en cómo unos campesinos pobres, cuya condición social el propietario de sus tierras trata de mejorar renunciando a la mayor parte de sus rentas, no se sienten satisfechos por este cambio, tan ventajoso aparentemente para ellos. El texto es un extracto de las reflexiones del terrateniente tras su buena obra:

            Al parecer, todo había resultado bien y, sin embargo, experimentaba constantemente una especie de vergüenza. A pesar de que algunos campesinos demostraron agradecimiento, veía que no estaban satisfechos. Después de haberse privado de mucho, no había conseguido darles lo que esperaban.[38]

            Este último texto trae a colación un nuevo derecho que, tras los de igualdad y libertad, se manifiesta con fuerza en el ser humano en cuanto éste toma conciencia de sí. Éste es el derecho de propiedad. Los campesinos del texto anterior no estaban contentos por la simple razón de que, a pesar de su mejora material, seguían sin ser propietarios de sus tierras.
            La explicación de la fuerza con la que irrumpe en la conciencia humana el derecho de propiedad es bastante sencilla: nacido el deseo reivindicativo en el ser humano, se produce en su interior una creciente desconfianza hacia el prójimo. Este   incremento de la susceptibilidad, juntado al deseo de asegurarse de recibir los máximos beneficios materiales de su sociedad, hacen que el ser humano se vuelva extraordinariamente celoso de lo suyo.
            El aumento de los recelos entre los seres humanos se debe a que una de las consecuencias de la mayor conciencia de sí, es que también aparece la percepción del otro como alguien distinto y, por tanto, con intereses diferentes. Producto de esta nueva percepción del prójimo, el entendimiento humano genera una  necesidad muy fuerte de rivalizar o competir con él. Este nuevo factor conductual se convierte en un elemento básico de la mentalidad del hombre que ya no lucha sólo por sobrevivir.
            Asumida la existencia del otro,  el ser humano también repara en una obviedad, que es imposible aprehender los pensamientos ajenos. Esta circunstancia aumenta aún más su inseguridad, por no poder leer las intenciones ajenas. Como consecuencia, al no fiarse de la promesa o palabra ajena, el ser humano refuerza su postura de, ante todo, tratar de conseguir ventajas materiales concretas de su pertenencia a la sociedad.
            Por una u otra de estas razones, el sentimiento de propiedad se convierte en un elemento básico para entender el comportamiento humano a partir de cierto nivel de prosperidad. Se genera así un progresivo individualismo que incluso llega a ahogar el carácter colectivo que muchas veces tiene la reivindicación de los derechos de libertad e igualdad.
            Repasando brevemente aspectos ya vistos anteriormente al referirse a los procesos revolucionarios contemporáneos, ambos son derechos que persiguen la transformación social y suelen ser asumidos como bandera por grupos, como los burgueses en el siglo XVIII o los obreros en el siglo XIX, que buscan, frente a otros grupos sociales con privilegios, una conformación más justa de la sociedad.
            Sin embargo, alcanzadas por estos grupos unas reivindicaciones que les permitan mejorar su posición social, su lucha pasa de colectiva a individual. Sólo la comunión de intereses permite que se mantenga alguna unión entre sus miembros, aunque ya sin ningún propósito de reforma social. Los abusos cometidos en su época por las burguesías europeas decimonónicas sobre sus conciudadanos proletarios son de sobra conocidas, así como su falta de escrúpulos para negar los derechos de libertad e igualdad a los pueblos africanos o asiáticos colonizados.
            Un ejemplo cualquiera de la explotación laboral existente en el siglo XIX, entre los muchos testimonios que existen de las infames condiciones de vida de los obreros de este periodo, es el siguiente, que relata la degradación física de un niño, obligado a trabajar desde una edad muy temprana:

            A la edad de ocho o nueve años, sus miembros empezaron a dar síntomas de flaqueza, bajo   la excesiva fatiga a la que estaban sometidos.... Se tomaron todas las preocupaciones que su madre viuda se podía permitir, para impedir que su único muchacho se convirtiese en un tullido; pero todo fue en vano. Aceites, vendajes de franela, emplastes y mezclas reforzantes se le aplicaron       incesantemente; se probaron todas las soluciones una por una, excepto la correcta (es decir, sacarle del trabajo), y fueron descartadas y abandonadas. A pesar de todos estos remedios, se convirtió por culpa del trabajo excesivo, en un inveterado tullido de por vida. Sus rodillas no resistieron y gradualmente se hundieron hacia adentro hasta que los huesos se tocaron unos con otros[39]

            Un libro de Sinclair Lewis refleja bastante bien en unos de sus pasajes la mentalidad egoísta y cerrada de los empresarios de estos primeros tiempos de la industrialización:

            - ¿Le parecen a usted bien las asociaciones obreras?- preguntó Carol al señor Elder.
            - ¿A mí? ¡Ni mucho menos! Ocurre lo siguiente; a mí no me importa tratar con mis obreros sobre cualquier queja que crean tener, aunque Dios sabe adónde van  a ir a parar estos obreros el día que no tengan una buena colocación. Sin embargo si vienen a mí lealmente de hombre a hombre, no tengo inconveniente en escucharlos. Yo, lo que no puedo tolerar es a ningún forastero, a ninguno de esos delegados, o como los llamen, que no son más que obreros ignorantes. ¡No voy a consentir que ninguno de estos individuos venga a decirme a mí cómo tengo que dirigir mi negocio![40]

            Parecida acusación de total falta de sensibilidad, aunque con menos responsabilidad directa, se puede hacer a los obreros de los países desarrollados del siglo XX que, según fueron mejorando en su bienestar, fueron perdiendo la percepción de la miserable existencia de los obreros del Tercer Mundo. El internacionalismo de los primeros tiempos del movimiento obrero poco a poco fue derivando en cierto autismo donde el marco de las reivindicaciones pasó a ser el estado nacional. Pero ni siquiera dentro de las fronteras de éste se puede considerar que la lucha obrera haya sido un proceso de cambio perfecto, ya que devino en importantes desigualdades entre los mismos obreros.
            A este respecto, en aquellos estados donde la clase obrera llegó al poder, como la Unión Soviética, pronto se generó una élite obrera a la que poco le importaban las condiciones de vida del resto de sus compañeros. Y este hecho sucedió incluso en los primeros tiempos de la revolución, cuando aún debería haberse perpetuado un espíritu solidario más puro. En un libro de los años treinta, que refleja la situación social de la Unión Soviética en ese momento, se dan el siguiente dato: desde el estajanovismo, la relación de los salarios entre el obrero ordinario y el obrero privilegiado varía de uno a diez, y hasta veinte[41].
            El libro anterior, para explicar la desigual distribución salarial existente entre los obreros rusos, emplea de modo recurrente la expresión aristocracia obrera, que es de por sí muy significativa. Si incluso en un estado comunista, que tendría que haber mantenido a rajatabla el principio de igualdad, ya que había sido el fundamento teórico de la revolución que lo había creado, se había alterado tan fuertemente este ideal, ¿cómo se puede pretender que en el resto de los estados, cuya filosofía económica bebe del liberalismo y, por tanto, se persigue el enriquecimiento individual, no se produzcan fuertes desigualdades?
            Este incremento del egoísmo en el ser humano, este fortalecimiento de su sentimiento de propiedad según mejora social y económicamente, es un factor que se ha extendido contemporáneamente a numerosas capas sociales en los países más desarrollados. En las últimas décadas, las clases medias, estimuladas por un consumo fácil que ha dejado a un lado a otros valores, han perdido mucho de su recelo original hacia las clases altas como potenciales contrincantes por los recursos. Éstos se han vuelto tan abundantes que las sociedades de los países industrializados actuales han recibido el nombre de sociedades de la abundancia por la gran cantidad de bienes que son capaces de producir y distribuir.
            Gracias al progreso tecnológico y económico, y a la consiguiente creación paralela de las también llamadas sociedades de consumo, muchas personas viven con tal grado de bienestar que nunca hubieran podido imaginar sus abuelos. Esta mayor riqueza y su extensión por una gran cantidad de miembros de la sociedad ha hecho que, hoy día, aparte de fortalecer el sentimiento de propiedad, sea bastante corriente entre las clases medias una conducta tradicionalmente propia de ricos, que consiste en un pánico cerval a morirse, de la que me ocuparé en el apartado siguiente.
 
            c) El miedo psicológico a la muerte
            De nuevo en estas líneas se trae a colación un tema ya tratado con anterioridad, como es el temor a la muerte. Pero, en este caso con una particularidad: si bien todos los seres humanos tienen miedo a morir, no es lo mismo abandonar la existencia para una persona colmada de bienes que para una persona que está privada de hasta lo más necesario.
            En las personas más pobres, el miedo a la muerte puede permanecer larvado si el ser humano tiene otras preocupaciones más urgentes, como subvenir a sus necesidades inmediatas o intentar asegurarse un futuro en que su vida tenga unas mínimas condiciones de bienestar. En esta lucha diaria por adquirir un suficiente o un digno nivel de vida, muchas veces al ser humano no le queda espacio para inquietarse por problemas de índole más metafísico.
            Pero, cuando el ser humano se siente a salvo de cualquier contingencia material o, dicho de otra manera, no teme a un futuro en que pueda pasar necesidad, el miedo a la muerte resurge con mucha fuerza. En efecto, cuando el ser humano está libre de incertidumbres económicas, es el momento en que se empieza a preocupar más de su ser. La razón es sencilla: la persona que objetivamente, debido a la riqueza propia acumulada, no ve amenazado su bienestar, descubre que su enemigo es ella misma. Su naturaleza tan vulnerable le hace ser consciente de que la abundancia en la que vive se puede acabar de golpe y éste es una idea que su mente no soporta.
            A este tipo de temor prefiero denominarle miedo psicológico a la muerte porque la persona que lo sufre no tiene porque estar en ninguna situación de riesgo. Simplemente, sabe que, por mucho poder que acumule, su suerte se puede truncar de golpe y, también, que no puede escapar a ese destino inexorable reservado a todos los mortales. Es un miedo, por tanto, irracional, que adolece de toda cura y remedio. El siguiente párrafo, que describe el estado mental de la esposa del último zar que existió en Rusia,  pienso que expresa la desesperación de las personas aquejadas por este miedo:

            La emperatriz, por el contrario, vive agitada por una angustia continua. "Me ha            contagiado sus aprensiones- reconoce, asustada, la Virubova-; tiene miedo de algo, está asustada por alguna cosa, aunque ignora qué cosa pueda ser; todo en  ella son presentimientos y temores[42]
               
Por un trance parecido pasó Unamuno, que lo describió del siguiente modo:

            Allá por febrero y por marzo, no pensaba yo en otra cosa ni tenía el ánimo lleno más que de proyectos literarios y otras vanidades por el estilo (...). Pero allá a  finales de marzo caí de repente y sin saber cómo ni por dónde en un estado de inquietud y angustia por el que había pasado ya hace años (...). La obsesión por la muerte y más que de la muerte del aniquilamiento de la conciencia me perseguía. Pasé noches terribles, de insomnios angustiosísimos y vino a añadirse a esto el tormento de darme a cavilar si sería todo ello principio de trastorno mental...[43]

            Este miedo psicológico a la muerte, antes sólo propio de ricos, se ha popularizado debido al aumento general del nivel de vida que se ha producido en los países desarrollados. Esta nueva prosperidad de la que disfrutan gran parte de los individuos en el llamado Primer Mundo es consecuencia de un proceso histórico que empieza básicamente a partir de la Segunda Guerra Mundial. Un grupo de países en que estas mejoras de dieron con gran rapidez fue los países escandinavos. Ya en los años sesenta, el autor de un libro que analizaba la sociedad sueca se sorprendía mucho de que, ligado al desarrollo, se había producido un importante incremento del número de depresiones entre los suecos:

            O porque las enfermedades mentales aumentan en todas partes (“la nuestra -ha escrito alguien- es una generación de locos”), o porque esa nueva y controvertida rama de la Medicina ejerce una gran atracción, lo cierto es que el sofá del psicoanalista, ingrediente número uno de la curación, corre el riesgo de convertirse en el mueble más importante del decorado mental de los             escandinavos[44].

            No hace falta profundizar en este fenómeno de las enfermedades mentales para entender que es un asunto esencialmente característico de las sociedades más desarrolladas. En los países más pobres, la mayoría de la población tiene problemas más acuciantes que el hecho de estar o sentirse deprimido. Incluso, a pesar de la generalización de este tipo de males psicológicos en las sociedades más avanzadas, todavía gran parte de la población no las acaba de entender y piensa en ellos antes en términos de picaresca -por ejemplo, como una estrategia para faltar al trabajo- que como problemas reales.
            Estos problemas mentales surgen cuando la persona puede dedicar mucho tiempo para pensar en sí misma y en sus problemas estrictamente personales o existenciales. Esta situación hace que no sea capaz de relativizar sus circunstancias individuales y tenga tendencia a hacer dramas de cuestiones aparentemente menores. El ser humano pierde por tanto, debido a esta fijación en sí mismo, una perspectiva global para abordar sus problemas y la sabiduría de relativizar los asuntos que afectan a su vida.
            La consecuencia más importante de esta exhaustiva atención a sí misma es que la persona se vuelve muy competitiva. La obsesión por no ser menos capitaliza todas sus preocupaciones y le parece estar pasando un examen definitivo en cada decisión que adopta en su vida, dentro de una búsqueda de la perfección que se convierte en enfermiza. Esta presión que se autoimpone la persona hace que viva en una tensión permanente en que antepone siempre sus obsesiones a cualquier juicio más racional y generoso de la realidad.
            Si el ser humano, por su naturaleza frágil, tiene una tendencia clara a buscar seguridades y a acudir, por tanto, a vías irracionales de consolación, esta tendencia se extrema cuando su bienestar se acrecienta. La persona, en vez de la actitud más lógica de relajarse según va teniendo más bienes, ya que su futuro queda a salvo de contingencias materiales, propende a luchar por ser cada vez más rico. El miedo a morir atenaza de tal modo al individuo que se enriquece que sólo encuentra consuelo en sentirse cada vez más superior a sus semejantes.
            En consecuencia, el ser humano, a partir de cierto grado de prosperidad, se vuelve terriblemente subjetivo y pierde toda capacidad de sensibilidad con los problemas ajenos. Llegado a un punto de bienestar importante, en vez de volverse más generoso, el único interés del hombre pasa a ser todo aquello que ataña a sentirse él mismo más protegido, aunque sea a costa de un posible perjuicio ajeno. Además, y a este respecto, un pensamiento propio de la mentalidad contemporánea es que el individuo no tiene porque sentirse responsable moralmente de la desgracia ajena, porque el egoísmo aspira al bien de la persona implicada y no pretende en sí mismo el daño de nadie, aunque en muchas situaciones tiene el efecto colateral de dañar a otros[45].
            Los razonamientos anteriores no son más que un intento de explicación de porque el ser humano, cuanto mejor vive, más egoísta se vuelve. Aunque duela admitirla, esta transformación deshonesta es uno de los rasgos más propios de la especie humana. El aumento del egoísmo es consustancial al incremento de la riqueza por parte del ser humano y la mejor prueba de esta afirmación, casi una ley no escrita, es que nunca ha habido una sociedad donde los más ricos estén dispuestos que los más pobres participen de sus beneficios.
            Es más, como reflexiona un expresidente español, Azaña, en el contexto de la Guerra Civil Española, los ricos generan también un gran rencor hacia los más pobres si éstos intentan obligarles a repartir sus bienes:

            Los impulsos ciegos que han desencadenado sobre España tantos horrores –  escribió- han sido el odio y el miedo. Odio destilado, lentamente, durante años en el corazón de los desposeídos. Odio de los soberbios, poco dispuestos a soportar la insolencia de los humildes[46]

            Y esta falta de voluntad de reparto de la riqueza por parte de quienes más tienen no es tanto un problema moral, como un problema psicológico. No quiero, por tanto, decir que todos los ricos o, contemporáneamente, los miembros de la clase media acomodada, sean intrínsecamente malas personas. Pero, si afirmo rotundamente, porque la considero casi una propiedad de la conducta humana, que, llegado a un alto nivel de bienestar, el ser humano pierde la capacidad de controlar su egoísmo.
            No encuentro mejor forma de explicar mi punto de vista sobre esta cuestión que reproduciendo el siguiente análisis del millonario protagonista de una de las películas más famosas de la historia del cine, Ciudadano Kane:

            Al mismo tiempo, los malvados de Welles jamás son antipáticos o repelentes en su inhumanidad, porque ésta se produce inconscientemente, en un irracional impulso del que nunca guardan memoria. Kane, por ejemplo, no se arrepiente nunca porque no ha podido evitar nada de lo que ha hecho, añora la infancia en que fue feliz, pero las fuerzas que operan en su carácter le impiden pensar en ninguna rectificación. Se siente enojado cuando algo no sale como deseaba, mas     desconoce que la causa reside en él, pues ignora su propio egoísmo[47].

            Desde mi punto de vista, el miedo psicológico a la muerte es una razón muy poderosa para entender el exagerado afán acaparador del ser humano. Éste se vuelve tan egoísta porque ansia ser superior a su prójimo como una manera de protegerse de seguir la misma y fatal suerte que él. El individuo necesita, por tanto, ahogar todo asomo de lucidez para no sentirse constantemente deprimido, de ahí que se vuelva tan competitivo. Como afirma una psicóloga norteamericana ya citada:

            La fantasía de la liberación actúa aproximadamente de la siguiente forma: Cuando sea poderoso, o rico, nadie podrá criticarme ni volver a darme órdenes o tratar de hacerme sentir culpable. Nunca tendré que volver a soportar que me traten como a un niño (…)
            Por encima de todo, existe la vaga promesa de que si uno se convierte en amo de su propio destino podrá vencer incluso a la muerte[48].
           
            Dentro de esta búsqueda de autoengañarse, aparte de la búsqueda de conseguir mayor poder, otra particularidad muy extendida entre los individuos acaudalados es intentar crear una nueva realidad en la que no se sientan amenazados y, para poder vivir inmersos en ella, no reparan en gastos. Con este fin, muchos ricos buscan rodearse de las sensaciones más exquisitas, para permanecer siempre en un mundo de plenitud, que les haga olvidar los aspectos más sórdidos de la existencia, incluido el temible recuerdo de la muerte.
            Este mayor refinamiento de las personas bien provistas de poder y dinero se debe a que persiguen el alejamiento o la sublimación de su naturaleza animal. De este modo, intentan verse a sí mismo como seres superiores, a los que no afecten las leyes de la naturaleza, porque, en su fuero interno, necesitan sentirse imperecederas. De ahí procede, en gran medida, ese culto a lo bello que se desarrolla en el ser humano en cuanto alcanza un elevado nivel de vida, entendida la belleza como la selección de aquellos aspectos que alejan al ser humano del recuerdo de aquellas partes más abominables de su naturaleza. Esta obsesión estética, tan característica de muchos individuos adinerados, se encuentra muy bien reflejada en el siguiente párrafo literario:

             No tiene usted más que unos pocos años para vivir verdaderamente, perfectamente, plenamente. Cuando su juventud se desvanezca, su belleza se irá con ella, y descubrirá usted de pronto que ya no le quedan triunfos, o tendrá que contentarse con esos pequeños éxitos que el recuerdo del pasado hace aún más amargos que derrotas. Casa mes que huye le llevará hacia algo terrible. El tiempo está celoso de usted y guerrea contra sus lirios y sus rosas. Palidecerá             usted, se hundirán sus mejillas y se apagarán sus ojos. Palidecerá usted horriblemente.... ¡Ah! Dese cuenta de su juventud mientras la tiene. No derroche el oro de sus días escuchando a los tediosos que intentan detener el desesperado fracaso, y defienda su vida del ignorante, del adocenado, del vulgar[49].

             En este fragmento literario aparece una peligrosa obsesión por la belleza del cuerpo humano, de la que, hoy día, al aumentar el nivel de vida, participa gran parte de la población mediante el denominado culto a la juventud. La importancia que ha adquirido la cirugía estética en las mujeres es una buena muestra de esta contemporánea obsesión por el aspecto físico. Como se dice en un libro que refleja este problema en las mujeres brasileñas, “la importancia que se concede a la juventud las aterroriza cuando aparece la primera arruga[50].
            Toda esta pretensión, aquí tratada, de huir de la muerte puede sonar a tontería, pero, cuando se observa el modo en cómo las personas, según van disponiendo de mayor riqueza, anteponen sus propios caprichos, por extravagantes que sean[51], a las necesidades más perentorias ajenas, se entiende mejor. Nadie nace ciego y sordo para no saber cuando su prójimo necesita ayuda, pero este miedo a la muerte condena a las personas adineradas a mirar para otro lado, porque su prioridad va a ser la tranquilidad de su espíritu, que pasa, como se ha dicho, por sentirse en todo momento superior a los demás. Para entender esta actitud nada mejor que seguir parafraseando a Oscar Wilde:

             Coleccionó de todas partes del mundo los más extraños instrumentos que pudo         encontrar, hasta en las tumbas de los pueblos muertos o entre las escasas tribus salvajes que han sobrevivido a las civilizaciones occidentales, y gustábale tocarlos y probarlos (...) En una ocasión se dedicó al estudio de las joyas, y apareció en un baile disfrazado de Anne, duque de Joyeuse, almirante de Francia, con un traje cubierto de 560 perlas. Esta afición le dominó durante varios años, y, realmente, puede decirse que no le abandonó nunca (...)  Porque aquellos tesoros y todo cuanto él coleccionaba en su atractiva casa, le servían como medios para olvidar, como recursos para evadirse por una temporada del temor que le parecía a veces casi demasiado grande para ser soportado.[52]

            En la misma línea que el anterior, el siguiente texto literario señala la imposibilidad del ser humano acaudalado de marcarse un límite que le permita estar en algún momento satisfecho consigo mismo:

             Cuando sale por las tardes, antes de ir al Jockey Club, no sabe de pasos ni de  cuadras. Se detiene en los mismos anticuarios, todos los días, como si por la noche se engendrara el desprendimiento entre el objeto y su dueño. Busca lo inhallable, lo que existe de alguna manera en alguna casa de Buenos Aires. Algún de marfil o de coral, que le falta a su tetera pompeyana; el Thibon de Libian aquel, del periodo azul. Después que lo ha conseguido, en el instante mismo en que se produce el acto carnal entre el objeto y sus manos, después del dificultoso contacto y la ubicación en su casa o en Bagatelle, vendrá la tristeza de la realización amorosa. Y como un amante desesperado iniciará la búsqueda de algo que volverá a desear y ansiar con la misma intensidad[53]
           
            No voy a profundizar más en esta falta de límites al egoísmo humano. Las inmensas fortunas que tienen algunas personas particulares hablan por sí mismas. Personalmente, la razón que he dado para entender este afán acumulador de riquezas, el miedo psicológico a la muerte, me parece válida. O, al menos, es un intento de tener una razón para entender el extremado egoísmo humano, sin limitarse a una condena moral en que parte de la humanidad se pueda sentir pura y libre de culpa sólo por el hecho de tener menos dinero.
            ¿Por qué he dedicado tanto espacio al que he llamado miedo psicológico a la muerte? Porque, volviendo a recuperar una línea de argumentación anterior, pienso que en el ser humano el subjetivismo siempre se va a imponer a los juicios racionales. Y, además, este rasgo tan característico del ser humano se acentúa cuanto mayor es el nivel de vida de la persona. Por tanto, desde el interior de la mente humana es muy difícil la construcción de una sociedad equitativa. ¿Es posible creer que las personas van a tener una visión ecuánime y justa de sus intereses y de los ajenos, si están dominadas por unos miedos interiores que las convierten en seres enormemente egoístas?
            Con respecto a cómo están afectando estos comportamientos egocéntricos a las clases medias, es cierto que éstas no se pueden permitir muchos de los caprichos de los más ricos, pero tienden a imitar tales comportamientos. La crisis actual responde en gran medida a un endeudamiento masivo de las familias de clase media, que han gastado mucho más dinero del que deberían haber hecho si hubieran actuado con cordura. Una de las industrias más importantes de los países desarrollados es la del automóvil. Precisamente en este sector es dónde se han cometido algunos de los mayores excesos, viéndose circular en estos últimos años por las carreteras una gran cantidad de automóviles de alta gama que, en una gran cantidad de casos, no concordaban con el nivel económico real de sus propietarios.
            El recuerdo de la pobreza aparece cada vez más lejano en muchos de los integrantes de las clases medias actuales. El efecto de este olvido ha hecho que haya prendido en ellos un espíritu individualista que, si bien nace con el sentimiento de propiedad, se exacerba cuando aparece el miedo psicológico a la muerte. Muchas de las personas de clase media, casi sin quererlo, han entrado en esta deriva mental que ahoga cualquier espíritu colectivo.
            Hay que matizar, no obstante, que, dentro de la locura colectiva que a veces acompaña a sus componentes, las clases medias, conscientes de su menor poder económico, no renuncian del todo a la pretensión de organizar una sociedad de un modo racional.  De ahí que aún mantengan esa mentalidad tan específica suya que defiende que sea el mérito y no el nacimiento quien determine la posición que ocupa la persona en la sociedad.
            Por tanto, no ha desaparecido entre las personas que no son ni ricas ni pobres el miedo a ser menos, pero, hoy día, por la casi anulación del miedo a la pobreza, se encuentra sometido a realidades más interesadas. La persona de clase media está dispuesta a perder muchas de las garantías legales que protegen su bienestar  si con ello cree que se le abren nuevos caminos a su ambición. No sé si me estoy explicando bien o estoy siendo algo confuso al tratar este punto. Pero resulta indudable que, desde hace unos treinta años, se asiste a una pérdida progresiva de derechos sociales en las sociedades más avanzadas, retroceso social que es aceptado por las clases medias sin excesiva alarma.
            Las nuevas clases medias se comportan como si, convencidas de que su posición social está asentada, no tuvieran ya que preocuparse de cuestiones materiales, sino sólo de que las leyes no pongan impedimentos a su ascenso social. Muchos de los avances democratizadores habidos en los dos últimos siglos, que parecen haber alcanzado su cenit en los movimientos de protesta de los años sesenta, están desapareciendo sin que exista una gran oposición popular a este cambio.
            Con respecto al punto anterior, el legado de los movimientos sociales de los años sesenta –feminismo, ecologismo, pacifismo, etc-, que tan positivo parecía, ya que era una expresión de la consolidación de la democracia y del estado de bienestar, puede incluso haber tenido un efecto dañino. Aunque no fuera su intención, estos nuevos movimientos sociales han contribuido a alejar a los miembros de las clases medias de las preocupaciones sociales tradicionales, por lo que la lucha social por aspectos tales como el pleno empleo o el aumento salarial parecen anticuados o desfasados.
            Es difícil explicar esta pasividad o esta falta de sentido práctico de las clases medias actuales. Hoy día predomina un sistema de pensamiento, el neoliberalismo, que, al igual que el antiguo liberalismo burgués, pone tanto énfasis en la libertad individual que casi acepta con naturalidad la ley del más fuerte. Y, aunque no se ha vuelto a corrientes de pensamiento tan abyectas como el socialdarwinismo del siglo XIX, época de oro del liberalismo burgués o clásico, el aumento de la brecha social entre ricos y el resto de la sociedad es evidente en las últimas décadas.
            Las clases medias parece que en la actualidad han perdido la tenencia de un espíritu específico de su categoría social, al menos en relación con un posible conflicto de intereses con las clases altas. No se nota entre sus miembros ningún estado de ánimo que los que impulse a desconfiar de medidas legales que favorecen a quienes son más poderosos que ellos. Y, lamentablemente, este tipo de medidas son cada día más corrientes, habiendo un incremento enorme en los últimos años, por poner un ejemplo, de la diferencia salarial entre ejecutivos y asalariados.
            En estos años de predominio del neoliberalismo, se ha producido, por compartir los mismos miedos psicológicos, una identificación entre la clase media y la clase alta que no puede, por menos, de favorecer a esta última, siempre más cercana y con acceso directo a los círculos donde está el auténtico poder. En uno de los diálogos de un libro de obligada lectura en la época en que yo asistía al instituto, se trata con ironía esta identificación de intereses entre las clases sociales:

-        La vida es una partida, muchacho. La vida es una partida y hay que vivirla de acuerdo con las reglas del juego.
-        Sí, señor. Ya lo sé. Ya lo sé.
            De partida, un cuerno. Menuda partida. Si te toca del lado de los que cortan el bacalao, desde luego que es una partida, eso lo reconozco. Pero si te toca del otro lado, no veo donde está la partida. En ninguna parte. Lo que es de partida, nada[54].
           
            Por supuesto, debido a su mayor bienestar actual, es comprensible que las clases medias no vuelvan a sus orígenes y no se conviertan de nuevo en revolucionarias, o, dicho de otra manera, es lógico que entre ellas y las clases altas no haya lucha de clases. Pero, de ahí a padecer una ceguera que las perjudica hay un trecho importante que se está recorriendo en las últimas décadas. Esta pasividad por parte de los integrantes de las clases medias no tiene fácil explicación y la apuntada, la referida a los efectos que causa en el individuo el miedo psicológico a la muerte, al menos sirve para intentar entender el profundo individualismo de sus integrantes, que tanto perjudica a cualquier lucha social.
            Esta potenciación en las clases medias de los miedos humanos, en concreto del miedo a la muerte, también sirve para intentar explicar el carácter casi religioso que tienen en la actualidad los dogmas del neoliberalismo. Cuanto mayor es la cantidad de miedos que no controla la mente humana, mayor es la inseguridad del individuo, y mayor, por tanto, su anhelo de tener una verdad consoladora. Ésta, por el carácter racional del pensamiento moderno, no puede ser simplemente una reedición de una verdad religiosa, así que, en la actualidad, el neoliberalismo sustituye o complementa a la religión.
            En este punto de la argumentación, cuando se han llegado a parecidas conclusiones que al finalizar el capítulo anterior, conviene también dar fin a éste. El individuo de la clase media, como toda persona, necesita encontrar seguridad en la verdad. Además, aquejado de un mal, el miedo psicológico a la muerte, se ha vuelto profundamente egoísta. Falto también de un espíritu colectivo por el ya lejano recuerdo de la pobreza, su ambición le impide ser prudente y acepta un sistema de pensamiento, el neoliberalismo, que le recorta derechos. Este hecho es facilitado por el carácter aparentemente racional del neoliberalismo, que hace que los miembros de las clases medias hayan bajado la guardia y no perciban las consecuencias negativas que les trae su aplicación.


EL CAMBIO DE MENTALIDAD DE LAS CLASES MEDIAS

            El último apartado del capítulo anterior se ha finalizado intentando resumir una explicación para que las clases medias hayan aceptado un sistema de pensamiento, el neoliberalismo, que está afectando negativamente a su nivel de vida. No es una novedad histórica que las ideologías que sean más interesantes para las clases dirigentes calen en el resto de la sociedad. La sorpresa que causa el actual triunfo del neoliberalismo viene, más bien, de que, en la época inmediatamente anterior, las mentalidades eran por completo opuestas.
           
            a) La regresión social de las mentalidades
En la casa de mis padres existe una colección de libros, editada a principios de los años setenta, dedicada a la problemática del hombre del momento. Es un conjunto de cien libros que abordan gran cantidad de temas, todos ellos concernientes a la actualidad de su tiempo. La primera vez que me acerqué a leer alguno de estos libros me sorprendí de su tremenda carga crítica hacia todo tipo de verdades oficiales, ya que esta colección había sido editada cuando aún pervivía la dictadura del general Franco.
En cualquiera de los libros de esta colección se puede apreciar su profundo contenido crítico. Por ejemplo, el número nueve, Las noticias y la información, se divide en dos capítulos, cuyos títulos son Manipulación de las noticias y La lucha por una información independiente, que son preocupaciones que hoy día no interesan a la mayoría de la población..
Aunque de cualquiera de los libros de esta colección se podrían extraer fragmentos para ilustrar su línea de pensamiento, voy a poner un ejemplo del que hace el número cincuenta y cinco, ya que se atreve a hacer una reflexión crítica sobre la democracia, otra preocupación que se ha perdido entre los ciudadanos del siglo XXI:

El problema de esta democratización estriba en que no es más que aparente. Para ser real le faltan algunas bases esenciales. Una de ellas es la capacidad de decisión, de autogobierno, de toma de responsabilidad y de conciencia del individuo: la sociedad de consumo le entrega determinados bienes que le eran inaccesibles, pero a cambio exige su sumisión. Más aún, le crea, mediante esta alienación, la falsa sensación de poder, exalta su personalidad y deja la insatisfacción de las ansiedades no cubiertas. En este sentido, esa aparente democratización aparece ya como aliada de la tecnocracia, que es una de las formas sustitutivas de la verdadera democracia[55].

            No sé si es del todo convincente el radicalismo del discurso del texto anterior, pero, para vivir en democracia, que el ciudadano tenga una fuerte capacidad de cuestionamiento de la realidad parece necesaria, ya que tiene el importante encargo de elegir a los gobiernos. En cambio, actualmente gran parte de la población ha dejado de pensar  de una forma crítica sobre la democracia, cuestión capital a la que se volverá repetidas veces a lo largo de este libro.
Por el contrario, hasta los años setenta sí predominó en las sociedades más desarrolladas una mentalidad profundamente reivindicativa. Por seguir abundando este asunto, a mí me gusta recordar la Teología de la liberación, un intento de reforma de la Iglesia católica, cuyos impulsores perseguían que esta institución estuviera mucho más comprometida socialmente.
            Hace unos meses, en un mercadillo de libros, encontré uno, publicado en  aquellos años que tenía el siguiente título, Los cristianos, la política y la revolución violenta. El título es de por sí revelador y su contenido más aún, ya que sus textos defienden la implicación política, incluso con violencia en ocasiones, de los cristianos para remediar la injusticia que hay en el mundo, aunque sea a costa de soportar la carga del pecado[56].
            Nada mejor para ilustrar el tono que predomina en este libro que citar unas palabras que reproduce de Hélder Cámara, obispo brasileño que fue varias veces candidato al Premio Nóbel de la Paz:

            Es obligatoria, en nombre del Evangelio, hacer conscientes a las masas            subdesarrolladas de su dignidad humana y de sus derechos, porque es imposible elevarlas a un nivel humano mientras no sean conscientes de que viven a un nivel infrahumano[57].
           
            Estas palabras suenan anticuadas o pasadas de moda porque, de acuerdo con el cambio de mentalidad actual que voy a tratar en este capítulo, la Iglesia ya no está en esta línea de pensamiento tan atrevida y ha vuelto a preocupaciones morales y pastorales más tradicionales. En este sentido, es un fenómeno digno de resaltarse cómo son los religiosos de mayor edad los que, hoy día, son más críticos con la sociedad actual, mientras que los curas jóvenes son profundamente conservadores, justo la situación contrario de los años sesenta.
            Esta inversión de la lógica, que apunta a que es siempre en las personas más jóvenes donde se capitalizada la rebeldía al orden social, no es un fenómeno aislado que ocurra únicamente dentro de la Iglesia. Recientemente, y sólo por poner un ejemplo, habiendo acudido a una manifestación convocada contra una ley recién promulgada por el gobierno español que retrasa la edad de la jubilación de los sesenta y cinco a los sesenta y siete años, me encontré con que la mayoría de los asistentes eran gente mayor, a la que no le afecta la medida, y, en cambio, prácticamente no había gente joven, a la que sí le afecta.
            Incluso, aunque ha tenido unos efectos alentadores en mi país, no deja de ser un poco triste que la voz que ha llamado a la rebelión de los jóvenes contra un sistema  económico que los acabará empobreciendo, proceda de una persona, Stéphane Hessel, combatiente en la Segunda Guerra Mundial. Además, para aumentar esta amargura,  el libro escrito por Hessel, ¡Indignaos!, viene prologado por otra persona, José Luis Sampedro, que también supera los noventa años.
            Se pueden poner otros ejemplos de esta anestesia política que sufre la juventud actual. Uno de los rasgos más definitorios de los jóvenes es su nulo entusiasmo por participar en los procesos electorales. Esta escasa afición a ejercer su derecho a voto se debe, parece, a que ninguno de los partidos políticos les consigue enganchar. Sin duda, por lo menos en mi país, esta actitud es entendible porque la política la monopolizan sólo dos partidos, y tan escaso número de partidos es lógico que no cubran las expectativas de todo el electorado.
Sin embargo, el problema viene de que los jóvenes parece que asumen con naturalidad que si no se vota a estos dos partidos, no merece la pena perder el tiempo en ir a un colegio electoral a depositar su voto. En este sentido, los jóvenes viven tranquilos, como si la conquista democrática de poder elegir un gobierno que defienda tus intereses no fuera importante para ellos.
La actitud de los jóvenes, y de parte de los que ya no son tan jóvenes, demuestra poca memoria histórica. Este olvido, de no saber que en el pasado los gobiernos defendían en exclusiva los intereses de las élites, revela una peligrosa ingenuidad. Las nuevas generaciones parece como si vivieran convencidas de que sus derechos están garantizados para siempre, como si tales derechos fueran una emanación de sus personas y no producto de una penosa y larga lucha social.
 
            b) La pasividad política de las nuevas generaciones
Los avances sociales conseguidos en los dos últimos siglos, por su magnitud, no se pueden revertir de golpe, pero como decía el filósofo inglés Stuart Mill, refiriéndose a las masas trabajadoras, decía que “si se conforman con disfrutar de un mayor nivel de vida mientras dure, pero no aprenden a reclamarlo, retrocederán a su viejo nivel de vida[58]. Los jóvenes, como principales exponentes del conformismo de las clases medias actuales, están en esta misma tesitura: disponer de un buen nivel de vida presente, pero poder perderlo en un futuro cercano.
La actitud pasiva de la población no quiere decir que no haya descontento en su seno e, incluso, que no haya percepción de los cambios negativos que se están produciendo. Hoy día entre los integrantes de las clases medias de los países desarrollados hay una conciencia general de que se está retrocediendo en el nivel de vida, “los padres hoy en día ya no piensan que sus hijos alcanzarán condiciones de vida mejores que las suyas, lo que es una situación desconocida desde hace un siglo[59]
Y esta impresión de ir a peor de las personas de clase media se ve corroborada por los datos objetivos. Mientras escribo estas líneas, tengo enfrente de mis ojos el recorte de un periódico del año 2009,  que da las siguientes cifras sobre la evolución salarial española:

El sueldo medio en España, en 2006, era de 19680 euros al año. Cuatro años antes, en 2002, era de 19802 euros. Es decir, que en el periodo de mayor bonanza de la economía española, los sueldos no sólo crecieron, sino que cayeron, más aún si se tiene en cuenta la inflación[60].

Aunque cada día mayor, la preocupación existente por el futuro no provoca una respuesta importante en las clases medias. Es como si no acabaran de creerse que su bienestar está amenazado. Han aprendido a interiorizar de un modo tan intenso que en su sociedad sólo se puede mejorar, que no asimilan que sea ya una realidad irrefutable que se está retrocediendo a pasos agigantados en las conquistas sociales alcanzadas con anterioridad. Los integrantes de las clases medias siguen confiados en las optimistas promesas de los políticos, pero no porque se fíen de éstos, sino porque no se atreven a admitir la realidad.
Aunque no sé si es una comparación oportuna, como en este momento estoy leyendo un libro sobre la vida de una prostituta de lujo que engaña a sus clientes haciéndoles creerse enamorada de ellos, no puedo, por menos, de reproducir uno de los diálogos más cínicos de dicho libro para intentar expresar la simpleza actual de los componentes de las clases medias:

Oye, Dolores. No voy a hablarte de mí, ni voy a decirte, una vez más, que te quiero, aunque seas la única preocupación de mi vida. Por desgracia, me parece que nada de esto, nada de lo que a mí se refiere, te interesa- siguió el hombre, adivinando la verdad, pero sin creérsela, como sucede con frecuencia en estos casos[61].

La actitud de las clases medias actuales es de una ceguera enorme porque sus miembros, en líneas generales, confían de un modo absoluto en el actual sistema económico. La mejor prueba de este aserto es la manera en que aquellas que durante el siglo XX fueron las tan temidas llamadas masas por algunos intelectuales de renombre como Ortega y Gasset, Sigmund Freud o Elías Canetti, han bajado la guardia por completo ante los comportamientos de los representantes de los poderes políticos y económicos.
Esta falta de reacción ante los abusos de poder es el mejor exponente de la pérdida de conciencia democrática del que también es llamado pueblo en muchas ocasiones. Me acuerdo, a este respecto, del escándalo público que se montó en la época en que disfruté de mi adolescencia cuando el que era vicepresidente del gobierno español en los años ochenta, Alfonso Guerra, usó un helicóptero público para evitar un atasco. Hoy día, este tipo de dispendios, bastante habituales, pasan casi desapercibidos, como si la gente asumiera con naturalidad que los políticos tienen derecho a tales gastos extraordinarios a cuenta del erario público. Lo que podría haber sido un pecado hasta cierto punto perdonable en su momento de un político de una democracia inmadura, no tiene sentido que se haya convertido en un comportamiento habitual y cotidiano en los políticos de una democracia madura.
Esta pérdida de vigilancia por parte de la opinión pública de los excesos de los que detentan el poder es muy peligrosa para el estado del bienestar. La conciencia democrática se nutre de perseguir reforzar los derechos comunes e intentar limitar los privilegios de las élites. Si, por el contrario, la mentalidad existente entre la mayoría de la población, entiende la igualdad meramente como un proceso de identificación con dichas élites, se puede retroceder a enfoques tan retrógrados como el descrito en el texto siguiente:

Todavía en el siglo XIX, en el reinado de Isabel II, Balmes afirmaba que no había otro país en el mundo en donde las clases estuvieran más niveladas que en España, pues un hombre de la clase social más humilde podía detener en un camino al más alto magnate de su tierra. Esta familiaridad entre las clases significaba que los más inferiores aceptaban los ideales de sus superiores: la nobleza, la práctica de la caballería y el concepto de honor que surgía de ello, hallaron campo abonado en la imaginación de los campesinos y artesanos. A partir del siglo XVI, los comentaristas han sido virtualmente unánimes al considerar el creciente desdén que en España se sentía hacia las labores manuales, como resultado del infortunado anhelo de nobleza entre amplios sectores de la población[62].

No quiero, al reproducir el texto anterior, insultar la inteligencia de los integrantes de las clases medias del siglo XXI. Ninguno de ellos aceptaría, sin poner múltiples objeciones, la equivocada y simplista visión de la realidad transmitida por el texto de Balmes. Pero, como había empezado este capítulo haciendo alusión a cómo las clases dirigentes siempre a lo largo de la historia se han arreglado para imponer ideologías acordes a sus intereses, conviene abordar esta importante cuestión.
Tradicionalmente, el objeto de la mayoría de las ideologías ha sido reforzar el orden existente bajo el paraguas de una supuesta armonía entre todas las clases sociales. Este fin autoritario se consigue gracias a que, debido a esta visión armoniosa de la sociedad, cualquier intento de protesta al orden instituido aparece socialmente como una muestra de incivismo absoluta, al estar ya arbitrados cauces pacíficos para lograr la concordia. O, por decirlo de otra manera, en una sociedad perfecta, no hay lugar para la protesta, porque rompe con la imagen de colaboración necesaria entre los miembros de esa sociedad.
Esta clase de construcciones mentales o cosmovisiones tienen generalmente un carácter artificial y utópico, bebiendo de un trasfondo imaginario en el que los hombres aceptan un reparto de tareas equilibrado en beneficio de la sociedad, donde tanto subordinados como jefes están conformes, y todos se tratan entre sí con respeto y corrección. Una transposición perfecta de este ideal es el siguiente fragmento de un libro de Saramago, en el que un oficinista agradece unas palabras amables de su jefe:

... pero en el mismo momento en que iba a abrir la boca para pronunciar la frase consabida, No sé cómo he de agradecerle, el jefe se volvió de espaldas, al mismo tiempo que pronunciaba una palabra, una simple palabra, Cuídese, fue lo que dijo en un tono que tenía tanto de condescendiente como de imperativo, sólo los mejores jefes son capaces de unir de forma armoniosa sentimientos tan contrarios, por eso cuentan con la veneración de los subordinados[63].

A lo largo de la historia, muchas, por no decir todas, de las cosmovisiones sociales han tenido este carácter armónico: el feudalismo, con su organización de la sociedad en tres órdenes, o el confucianismo, con su gobierno de letrados, están entre las más conocidas. Todas ellas se basaban en la posición subordinada, dentro de la estructura de la sociedad, de un gran número de seres humanos. Por ejemplo, el siguiente texto reproduce el irrelevante papel social que un pensador del siglo XVI, Fray Antonio de Guevara, otorgaba a las mujeres:

Qué placer es ver a una mujer levantarse por la mañana, andar revuelta, la toca desprendida, las faldas prendidas, las mangas alzadas, sin chapines en los píes, riñendo a las mozas, despertando a los mozos y vistiendo a sus hijos! ¡Qué placer es verla hacer su colada, cocer su pan, barrer su casa, encender su lumbre, poner su olla, y después de haber comido tomar su almohadilla para labrar o su rueda para hilar![64]

A este respecto de la obligada sumisión femenina en las sociedades antiguas, los individuos que forman parte de las clases medias actuales no son tan inocentes para aceptar sin más visiones sociales que los condenen a la pobreza o a un lugar secundario en la sociedad. La fuerte conciencia de sí de estas personas, de su intrínseca valía, haría inviable este intento de engaño. Y de ahí que estén dispuestos a defender con firmeza las conquistas democráticas.
De hecho, en la actualidad, la democracia no se pone en duda como el mejor sistema de gobierno. Sin embargo, este hecho, que debería ser un factor muy positivo, no lo es tanto cuando condicionantes irracionales de armonía social se anteponen a los principios racionales en que debe estar fundamentada toda democracia. Y, como se verá en el apartado siguiente, en las últimas décadas se ha producido una evolución divergente entre la teoría democrática, que ensalza su carácter perfecto como modelo de gobierno, y la práctica democrática, que debería conseguir un fortalecimiento permanente de los derechos de los ciudadanos.
 
c) La democracia y la armonía social
La democracia se ha idealizado de tal manera, que sólo por vivir en ella, las personas tienen que considerarse satisfechos y felices. Ha pasado a ser un sistema de gobierno tan perfecto, que no puede ser objeto de crítica, aunque sea para señalar aquellos aspectos detestables que contiene. Por ejemplo, por citar posiblemente el más negativo, el imperialismo occidental que, en ocasiones, esconde, y que hace que en el Tercer Mundo desconfíen de la santidad de la democracia como modelo de gobierno. Este recelo viene bien expresado en el texto siguiente, procedente de un libro que trata de buscar razones al auge reciente de los fundamentalismos en el mundo islámico:

La cultura dominante prácticamente ha ilegalizado la historia y, de esta suerte, ha reducido el proceso democrático a una farsa. El resultado es una mezcla de cinismo, desesperación y escapismo. El entorno más adecuado para que surjan irracionalismos de toda índole. Los movimientos religiosos han florecido en los últimos cincuenta años en culturas muy diversas. Y el proceso aún no ha terminado. El motivo básico es que las vías de escape han quedado bloqueadas por el padre de todos los fundamentalismos: el imperialismo estadounidense[65].

            El párrafo anterior procede de un libro que denuncia, entre otras cosas, la utilización del ideal democrático para justificar la invasión militar estadounidense de Iraq. A este respecto, la excusa del gobierno estadounidense para invadir Iraq fue llevar la libertad a sus habitantes. Este punto me sirve para introducir la cuestión que personalmente más me interesa, el modo en que la democracia se ha identificado durante la época contemporánea con el liberalismo y, en las últimas décadas, con su derivado, el neoliberalismo.
            Un sistema económico que busca el máximo enriquecimiento de unos pocos debería entrar en contradicción con un sistema político que busca el bienestar de una mayoría. Sin embargo, hay una aceptación generalizada de que conforman una misma unidad aunque algunas veces, la contradicción resulte demasiado evidente, como en la Rusia de los años noventa, que sufrió un proceso de liberalismo salvaje al que alude el siguiente texto, que es también una reflexión sobre la democracia:

Entre las condiciones necesarias para que un sistema de gobierno posea legitimidad en la época contemporánea están la seguridad frente a la anarquía (y la conquista por parte de otros Estados), un nivel de subsistencia aceptable para la mayoría de la población (junto a unas perspectivas de prosperidad creciente), y unas instituciones que respeten y reflejen las identidades del conjunto de los gobernados. La democracia liberal suele satisfacerlas mejor que las alternativas disponibles, pero no existe una regla universal al respecto. Cuando no son capaces de garantizar unos niveles de vida tolerables para la mayoría, los regímenes democráticos liberales pueden ser rechazados, como así sucedió cuando el electorado ruso retiró su apoyo a Yeltsin para prestárselo a Putin[66].
           
No estoy poniendo en duda el sistema democrático como una gran conquista de la humanidad, sino que, como todo lo que atañe al ser humano, no hay nada que se pueda considerar absoluto o perfecto. Los conflictos de intereses entre los hombres no desaparecen porque vivan en democracia sino que, sencillamente, tienen unos cauces más civilizados de expresarse que una revolución o una guerra que, en todo caso, deben saber emplear apropiadamente.
El neoliberalismo no ayuda a que estos conflictos de intereses desaparezcan. Un sistema económico que favorece e incentiva el egoísmo no parece la mejor base moral para crear una sociedad igualitaria. El siguiente texto, de un historiador español, no deja lugar a dudas de que las diferencias entre los individuos siguen siendo enormes en las democracias contemporáneas:

Las imponentes manifestaciones de la clase obrera desde finales del XIX o los tremendistas despliegues fascistas de los años veinte y treinta, las participativas elecciones posteriores a 1945, incluso las muchedumbres de los últimos decenios reunidas alrededor del deporte o del rock, han divulgado la idea de que una relevante colectividad había sustituido al héroe individual. A pesar de todo, un análisis más profundo, y más decepcionante, nos dejaría con la desagradable sensación de que el poder sigue siendo cosa de muy pocos[67].

De esta obviedad, de que el poder sigue siendo coto vedado de una minoría, se hace eco el siguiente fragmento literario, perteneciente a un género, la novela negra, que suele contemplar a la sociedad con bastante cinismo:

Todos los ricos pertenecen al mismo club. Cierto, existe la competencia; competencia dura, sin contemplaciones, en materia de circulación, fuentes de noticias, relatos exclusivos. Siempre que no perjudique el prestigio, los privilegios y la posición de los propietarios. De lo contrario, desciende la tapadera[68].
           
A veces, sería necesario que los miembros las clases medias tuvieran la lucidez de alguno de los protagonistas de los libros de novela negra para que tuvieran más claro el papel social que les corresponde. La democracia les da la creencia de que en sociedad todos somos iguales y el neoliberalismo les da la esperanza de que resulta fácil volverse rico. De este modo, desaparecido ya el miedo a la pobreza por su mayor bienestar, encuentran respuestas a sus dos miedos interiores más importantes, el miedo a ser menos y el miedo psicológico a la muerte. De ahí que la democracia liberal haya sido aceptada por las clases medias como el sistema de gobierno perfecto, sin que medie por el medio ninguna imposición de los gobiernos para aceptarla.
En consecuencia, aunque la democracia tiene un base racional muy importante,  como es el derecho de los gobernantes a elegir a los gobernados, en la actualidad los componentes irracionales son tan importantes o más que los racionales. Y estos últimos sería bueno recuperarlos de nuevo para que el sentido igualitario de la democracia no se desvirtúe.
Haciendo memoria histórica, hubo un periodo, todavía reciente, en que la democracia tuvo un carácter nivelador mucho mayor que en la actualidad. Fue una época en que se produjeron una serie de cambios estructurales en la sociedad, que afectaron sobre todo a una serie de países situados en Europa occidental. En ellos, la democracia convivió a partir de la Segunda Guerra Mundial con un liberalismo reformado, el keynesianismo, que perseguía fomentar el consumo para que no se reprodujera la crisis de 1929.
Las políticas de este periodo dieron lugar al llamado estado del bienestar, con una serie de características fundamentales: la consolidación de una sociedad de clases medias, la consecución del pleno empleo, la creación de un sistema de protección social con carácter universal y la generalización de la sociedad de consumo y de ocio de masas[69].
Aunque limitado a una pequeña parte del planeta, este sistema económico fue bastante eficaz a la hora de repartir la riqueza entre los ciudadanos de los países que tuvieron la suerte de disfrutarlo. La base de la prosperidad actual de los ciudadanos de clase media viene de aquellos años, en que hubo un fortísimo aumento de vida de gran parte de la población.
Este modelo de liberalismo entró en quiebra con la crisis económica de los años setenta, ya que las políticas económicas basadas en él fallaron a lo largo de esta década. Sin embargo, había dado una enseñanza, de que es posible crear una sociedad democrática que vaya acompañada de un efectivo reparto de la riqueza. Por vez primera vez en la historia existió una asociación entre igualdad teórica e igualdad real en los planteamientos políticos, como se ve en el siguiente texto:

Importa destacar, en cualquier caso que la ciudadanía política se amplia extensamente, en la versión del Estado de Bienestar que corresponde a Suecia, con una avanzada cobertura de derechos sociales. Así, el derecho de ciudadanía contendría el derecho universal a unos ingresos y unos servicios que, soslayando el valor de mercado del sujeto, se hacían extensivos por igual a todos[70].

No sé si es posible volver a un keynesianismo en la actualidad. Algunos gobiernos han intentado sin éxito volver a este modelo como salida a la crisis actual. No sé si las razones de este fracaso son la mala aplicación de las soluciones keynesianas o que, sin más, éstas no son ya útiles para solucionar los problemas económicos. Pero, si no es válido este modelo económico, habría que intentar aplicar otro que también conjugara igualdad económica y racionalidad política para que la democracia no resulte falseada.

d) Las divisiones en la clase media
Ya que he hecho un breve repaso histórico del keynesianismo, conviene recordar a los ciudadanos de los países donde existe el estado de bienestar, que éste es un fenómeno muy reciente. Todavía hoy día es posible encontrar a personas ancianas que recuerdan la profunda pobreza en la que vivieron sus primeros años, miseria que afectaba a la mayoría de las familias de hace setenta u ochenta años.
Pero la mayoría de la población ya no tiene estos recuerdos, porque ya ha disfrutado de un nivel de vida superior. Más bien lo corriente en los países desarrollados es que se produzca la existencia de una generación de personas mayores o maduras, que ya no conocieron la pobreza extrema de sus padres, y cuyo grado de prosperidad actual es muy elevado.
Esta generación normalmente disfruta de un nivel de vida alto, generalmente superior al que tienen sus hijos. Es una generación con cierta cohesión porque sus miembros pasaron en su mayor parte por una fase rebelde en su juventud, por coincidir este periodo de su vida con una época, los años sesenta, de fuertes cambios sociales. Sin embargo, su actual posición social determina que sean bastante conservadores en sus elecciones políticas, aunque les guste recordar su pasado más reivindicativo.
Es una generación en que muchos de sus integrantes mantienen un ideario claramente progresista, pero acompañado de un temor muy elevado a perder su nivel de vida. En este sentido, sus miembros están más preparados para hacer una lectura crítica de la realidad que las generaciones más jóvenes, porque en su juventud aún estaban vivas muchas de las propuestas del movimiento obrero, pero no se movilizan a no ser que les afecte a su bienestar propio, lo de que, de momento, raras veces ocurre.
En cierta forma, es una generación que sigue disfrutando del keynesianismo anterior, mientras que las generaciones siguientes ya viven afectadas de lleno por el impacto del neoliberalismo. A nivel familiar sus miembros se implican grandemente en la ayuda de sus hijos, pero ya no exigen a sus gobiernos que mantengan los cambios estructurales de que se beneficiaron ellos. Un libro, que analiza el fenómeno actual de la caída de sueldos, denomina a esta generación, nacida entre 1946 y 1964, los Baby Boomers, y la considera una generación sorprendentemente opresora, si se tiene en cuenta sus orígenes liberales[71].
Para mantener su status, los Baby Boomers, han inundado de una serie de valores a la sociedad, que han servido para reforzar la consideración del sistema democrático actual como el más perfecto de los posibles. Se llega a una situación en que cualquier clase de protesta por parte de las nuevas generaciones está desvirtuada de raíz porque se considera una agresión injustificada al orden existente.
Si no era ya suficiente el interés de las élites económicas y sociales por pintar la democracia liberal como el sistema perfecto de gobierno, el refuerzo que reciben de gran parte de las clases medias en este sentido, prácticamente bloquea todo intento de revisión del orden existente. En España, para comprobar este aserto, basta con comprobar el diferente grado de intensidad existente entre las protestas callejeras que hubo durante los últimos años de la dictadura de Franco y lo primeros tiempos de la democracia, y las que hay en la actualidad en plena crisis. Si con el anterior régimen se simpatizaba con aquellos que se atrevían a manifestarse contra el orden impuesto, aunque provocaran destrozos, con el nuevo sistema político el recurso a métodos violentos de queja contra el sistema se ve con evidente desagrado por una amplia mayoría de los ciudadanos.
No voy a defender en estas páginas los métodos violentos de protesta, porque es sabido que pueden derivar por caminos tan peligrosos como los que auparon al poder a alguno de los movimientos totalitarios de masas del siglo XX. Pero no deja de ser paradójico que muchas personas mayores, que se escudan en su lucha pasada para justificar que no se les toque su nivel de vida actual, sean completamente contrarios a que se reemprendan los conflictos sociales por parte de las nuevas generaciones.
Los valores sociales que han desarrollado la generación de los Baby Boomers están basados, precisamente, en primer lugar, en el rechazo a todo tipo de violencia y,  en segundo lugar, en una serie de valores heredados de los movimientos sociales de los años sesenta. Según esta generación, la democracia, con la asimilación de estos valores se ha convertido en un sistema perfecto, y lo único que tienen que hacer las nuevas generaciones es aprenderlos a conciencia para no estropear la convivencia.
Estos valores, basados sobre todo en una igualdad real de la mujer, en una aceptación de la diferencia entre las distintas razas humanas y en una preocupación por el medio ambiente, deben ser enseñados en las escuelas para que ya desde pequeños las personas se impregnen de ellos y no tengan que pensar por sí mismas. En efecto, a las nuevas generaciones se les ha enseñado a pensar cuáles tienen que ser sus preocupaciones y ninguna de ellas está ligada a cuestiones salariales o laborales.
Abordo este tema porque soy profesor de enseñanza secundaria y una de mis funciones es, precisamente, ejercer este adoctrinamiento. Además, este atípico lavado de cerebro viene acompañado de una sobreprotección a los más jóvenes, de tal forma que tanto en la escuela como dentro de sus familias, se les exalta sus potencialidades y no se les pinta nunca el mundo real.
Parece como si con esta sobrevaloración artificial del talento y la capacidad de las nuevas generaciones, se las quisiera recordar constantemente que tienen la suerte de vivir en una sociedad mucho mejor que la que conocieron sus mayores y, por tanto, tienen que limitarse a estar agradecidos a éstos. Esta actitud hacia los jóvenes, de permitir que vivan de espaldas al mundo real, hasta que llegue el momento en que tengan que buscarse la vida me recuerda un episodio de la vida de Buda. Su padre, un poderoso rey, trató de ocultarle a su hijo la cara amarga de la vida humana, creando en torno a Buda unas condiciones artificiales durante su juventud “para que no conociera nada que le hiciera pensar en la desgracia, en la vejez, en la enfermedad o en la muerte[72]
Por tanto, la complicidad involuntaria de la generación más acomodada de las clases medias con los intereses de las élites ha favorecido mucho la conversión de la democracia en un sistema en el que crecen las desigualdades. Los jóvenes, a los que se les ha hipertrofiado su vanidad, son demasiado individualistas y confían demasiado en hacerse ricos como para tener sentido social, aparte de que les faltan las herramientas mentales para canalizar su descontento. Mientras que, por su parte, la generación de los Baby Boomers ha vivido tantos años con un alto nivel de vida que también piensan de una manera muy conservadora, sintiéndose e identificándose con los más ricos.
De este acercamiento entre los modos de pensar de la clase alta y media se pueden poner muchos ejemplos. Uno de ellos es la tolerancia hacia el fraude impositivo. Hace poco, quien escribe entró en un foro de Internet donde una chica había planteado la pregunta de que en qué país pagaba impuestos el famoso piloto de Fórmula 1 español Fernando Alonso. A esta muchacha le llegaron respuestas airadas de todas partes, basadas en el argumento de que Fernando Alonso era un campeón del que teníamos que sentirnos orgullosos todos los españoles y que no había porque ser mezquinos con él. Al final, me quedé sin saber la verdad sobre la situación fiscal de este deportista de élite español.
Otro ejemplo en el mismo sentido que el anterior es la nula reacción social cuando el gobierno socialista español decidió quitar un impuesto, el del patrimonio, que en su origen estaba destinado sólo a los más pudientes. Parece como si la clase media hubiera olvidado que el estado del bienestar se sostiene con impuestos y que no deja de tener cierta lógica que aquellos que más bienes tienen y que, por tanto, más beneficios sacan de pertenecer a la sociedad, contribuyan con mayor porcentaje de su riqueza al bien común.
Ya que soy profesor de la enseñanza pública y algunas comunidades están empezando, debido a la crisis, a suprimir recursos destinados a la educación estatal, también me choca la indiferencia con el que se asume este recorte, una conquista social tan duramente peleada en ese momento. Muchos individuos de clase media prefieren enviar sus hijos a colegios privados, pasando a tener, como consecuencia de ello, una visión del problema parecida a la existente entre las élites sociales, de que porque van ellos a tener que pagar impuestos para sostener una educación a la que ya no asisten sus hijos.
Esta falta de sentido social de las clases medias, especialmente entre las nuevas generaciones, ha hecho que recaigan en un consumismo exacerbado, cuando éste había sido demonizado por los movimientos sociales de los años sesenta. Las nuevas tecnologías y el bienestar artificial generado por los créditos fáciles de los años anteriores a esta última crisis económica también han reforzado una mentalidad en que, a través del consumo, la persona que cuenta con cierto nivel económico se identifica plenamente con los más poderosos de la sociedad y, como consecuencia, la democracia se resienta en su calidad.
Esta asociación entre clase media y alta es la que explica que el recorte social haya podido ser tan acelerado en los últimos años. Este cambio de tendencia es especialmente destacado en Europa. De ser el continente donde mayores conquistas sociales se habían producido en el pasado, ha pasado a ser la parte del mundo donde el neoliberalismo ganó mayor predicamento en los últimos años. En parte, este hecho es debido al propio carácter supranacional de la Unión Europea, ya que en ella, “actualmente los ciudadanos europeos no pueden alabar ni culpar a nadie por una ley comunitaria buena o mala[73]
Incluso en el caso de que haya una resistencia popular a los cambios como ocurrió con el rechazo a la Constitución Europea por los ciudadanos de Francia y  Holanda cuando se les consultó en referéndum, los dirigentes comunitarios se arreglan para orillar esta oposición popular sin que tal desprecio a los ciudadanos provoque disturbios. El Tratado de Lisboa, que sustituyó a la fracasada Constitución Europea, y cuya aprobación por los países comunitarios ya no se votó en referéndum, es la mejor manifestación de la pérdida de control popular de las acciones de los gobernantes en las democracias actuales europeas.
Una reciente propuesta comunitaria, consistente en ampliar la jornada laboral a sesenta horas, representa el mejor exponente del triunfo del neoliberalismo en la escena política actual de la Unión Europea. Esta propuesta, que seguramente hace cuarenta años hubiera provocado manifestados masivas y un nivel de agitación social insoportable para cualquier estado, no ha conseguido tampoco estimular a la rebeldía a los integrantes de las clases medias europeas.
Éstos asisten resignados al triunfo del neoliberalismo, impregnados de su espíritu por las razones ya vistas en capítulos anteriores. Sólo queda esperar que los Baby Boomers, si empiezan a ver amenazado también su nivel de vida por los cambios legislativos actuales, olviden su paternalismo hacia las nuevas generaciones y, si además conservan algo de la llamada conciencia de clase, ayuden a dar forma a un nuevo sentimiento de protesta y rebelión.
Pero se está muy lejos de que se pueda dar este proceso, porque las mentalidades han cambiado enormemente en las clases medias, y, con pocas excepciones, sus componentes prefieren anteponer sus ambiciones a realizar un análisis lúcido de su situación social futura. El señuelo de llegar a ser rico y poderoso es demasiado fuerte entre los miembros de una clase social que ya ha olvidado, por unos u otros motivos, que a lo largo de la historia la mayoría de los hombres han sido pobres, padeciendo existencias donde el grado de placer y de satisfacción personal eran muy escasos.
Entre los jóvenes, este alejamiento de la realidad está tan marcado que, aunque sean los más afectados por los cambios sociales que está trayendo el neoliberalismo, siguen sin percibir sus efectos sobre su vida futura. Y produce una enorme lástima esta ceguera en la que están inmersos porque su futuro se presenta muy triste, si no cambian las cosas en los próximos años.
Si el ser humano a lo largo de su vida disfruta de un progresivo aumento de su nivel de vida, como les ha ocurrido a los Baby Boomers, previsiblemente será más feliz.   Pese al tópico de que el dinero no da la felicidad, es obvio que ésta es un estado de ánimo que necesita del acompañamiento de unas dignas condiciones de existencia. Como afirma Delibes, comparando en los años cincuenta el modo de vida de un español, aún tan parco en placeres, y de un suizo, mucho más próspero, en cualquier caso, el suizo, si no es un hombre feliz, sí es un hombre satisfecho, y esto, sin duda, el el primer peldaño para escalar la felicidad[74].
Pero en lo que no cabe ninguna duda es en que si el camino es el inverso, de la riqueza hacia la pobreza, con toda seguridad la persona afectada sufrirá mucho. Los jóvenes, sin ser conscientes aún de ello, están abocados a este segundo recorrido, descrito del modo siguiente por un economista español, Santiago Niño Becerra, especialmente crítico con el modelo de crecimiento económico actual:

Ir a más es muy fácil; estar mejor, disfrutar de unas buenas o muy buenas condiciones de vida es muy sencillo; lo duro es retroceder, empeorar el estándar de vida, decrecer, ir a peor; y ésto va a suceder porque el modo en que se ha estado creciendo durante estos años pasados es insostenible[75].


LA PROBLEMÁTICA DE LA JUVENTUD

a) El retroceso en el bienestar alcanzado
El capítulo anterior se ha cerrado haciendo referencia a un más que probable descenso del nivel de vida de las generaciones más jóvenes de los países desarrollados. En este texto, esta involución social se ha ligado al neoliberalismo y, a su vez, el triunfo de este sistema de pensamiento económico se ha ligado principalmente a una cuestión de mentalidades.
El cambio de mentalidades no es la única razón, sin duda, que explica la crisis del estado del bienestar. Otros motivos destacados pueden ser la pérdida de poder y prestigio de los sindicatos, como consecuencia de que la globalización desborda los tradicionales marcos laborales nacionales; la caída del mundo comunista que eliminó el contrapeso más importante al capitalismo, o el incremento de la productividad en la industria que determina que este sector necesite cada vez menos trabajadores. Todas estas causas conllevan una pérdida de calidad de los trabajos y que cada vez quede más lejana la posibilidad del pleno empleo.
En una democracia, y dentro de una economía bien estructurada, el procedimiento más lógico para repartir la riqueza generada por una sociedad entre todos sus componentes debería a través del factor del trabajo. Éste es principal reproche que se puede realizar al neoliberalismo, porque, si bien a lo largo de las últimas décadas ha conseguido aumentar grandemente el total de la riqueza de los países desarrollados, ha fracasado en su reparto. Generalmente, el aumento del PIB de estos países no ha supuesto que las nuevas generaciones encontraran mejores empleos.
La tendencia actual es que los trabajos sigan reduciéndose tanto en calidad como en número, por lo que los jóvenes parecen condenados a sufrir la situación frustrante de no poder emplearse de una manera digna, problema que ya tan duramente afectó a la generación precedente, los denominados mileuristas en mi país. De ahí que su calidad de vida se va a ver seriamente afectada en el futuro, ya que los mileuristas pudieron tener el apoyo económico de sus padres, respaldo que ya no podrán brindar a sus hijos.
Los mileuristas, en efecto, pudieron mantener un status artificial de vida y de ilusiones gracias al dinero prestado por las personas mayores de su familia, que muchas veces avalaron sus pisos o sus coches. No va a ser éste el caso de los jóvenes, que sufrirán la pérdida definitiva de los miembros en mejor situación económica de su familia, debido a que generalmente son los de mayor edad.
En el futuro, cuando se acabe la actual cobertura económica facilitada por las familias, posiblemente se asista a la proliferación de muchas situaciones vitales difíciles para los que ahora son jóvenes o niños. No quiero, en todo caso, ser catastrofista, ya que tanta riqueza como la que hay ahora en los países desarrollados, no se puede disipar de golpe. No concibo, o al menos no quiero hacerlo, que las generaciones futuras lleguen a sufrir permanentemente hambre o padezcan de falta de vivienda o vestido, males que sí tuvieron que sobrellevar sus abuelos o bisabuelos en algún momento de sus vidas.
            Por tanto, no deseo pintar un escenario apocalíptico para la mayoría de los jóvenes o de los niños actuales. Pero un descenso general del nivel de vida sí puede provocar que, en determinados casos individuales, en el futuro algunas personas no acostumbradas a las privaciones se deslicen de nuevo hacia la pobreza. Y, si estas situaciones se repiten con frecuencia, se habrán convertido tanto en un fracaso social sin precedentes en la historia del hombre, como en un drama individual inmerecido para muchos jóvenes, las víctimas más probables de tal calamidad.
            He empleado el término víctimas para referirme a los jóvenes. No es, precisamente, la consideración que habitualmente tienen para el resto de la sociedad, que tiende a demonizarlos. Los motivos de crítica a los jóvenes son variados, pero vienen a resumirse en que, desde que nacieron, se lo han dado todo hecho y que, debido a esta circunstancia, están resabiados.
            Es obvio que los jóvenes actuales han tenido la existencia más cómoda que cualquier juventud haya tenido jamás. Las causas de este buen pasar de los jóvenes son dos: el nivel de vida aún se mantiene en las familias de las clases medias por la buena situación económica de los más mayores, y el neoliberalismo es un sistema con una capacidad de producción de bienes asombrosa. Así que los jóvenes actuales han sido los más favorecidos de una sociedad con una asombrosa tendencia al despilfarro.
            Sin embargo, no se les puede culpabilizar de vivir bien a no se que se vuelva a exaltar una mentalidad religiosa basada en el sacrificio y en la austeridad. Y también es una actitud peligrosa, pero muy frecuente en la práctica por parte de las personas mayores, el rechazo de las reclamaciones de los jóvenes, por considerarlas poco dignas de crédito. Si sus padres, o sus abuelos, quieren a los jóvenes actuales, más valdría que, en vez de pagarles sus gastos, empatizaran más con ellos y les enseñaran a pelear por sus derechos sociales.
            Pero, aunque sea deseable este mayor compromiso de los mayores en forma de educación social, no hay que llamarse a engaño. Para transmitir cualquier conocimiento se necesitan dos factores: una firme voluntad de enseñar y un deseo sincero de aprender. La generación más antigua no tiene ningún propósito de enseñar esta clase de saberes contestatarios porque, al vivir bien, no le interesa la subversión del orden, prefiriendo adoptar el paternalismo ya visto en el capítulo anterior. Los jóvenes, por su parte, no tienen deseo de aprender cuestiones que les parecen anticuadas.
Llegados a este punto de incomprensión mutua, volvamos a la importancia del cambio de las mentalidades como la causa principal del retroceso social. Si ésta no fuera la razón más importante, los jóvenes, a pesar del poco apoyo de sus mayores, se organizarían para perpetuar esta situación edénica en la que viven. En otras palabras, siendo ciudadanos que han nacido dentro de sistemas democráticos, si tuvieran algún tipo de conciencia social se movilizarían para conseguir leyes que les permitieran conservar su poder adquisitivo en el futuro.
Los jóvenes viven en la actualidad una situación privilegiada, sin darse cuenta que su posición real es débil, porque su bienestar choca con los intereses de otros integrantes de la sociedad que son más poderosos que ellos. Sería bueno que los jóvenes supieran lo más pronto posible, y no tuvieran que pasar por el trago amargo de aprenderlo en carne propia, que "toda valoración moral es convencional, la ley se funda siempre, y únicamente, en el interés. Unas veces los poderosos convierten su voluntad en ley, otras veces los débiles elaboran las leyes para protegerse de los fuertes[76]”.
Los seres humanos somos inteligentes, pero los jóvenes no se están comportando con inteligencia. Los cambios que están socavando el estado del bienestar, enumerados al principio de este capítulo, podrían haber cogido de sorpresa a los mileuristas, ya que éstos últimos aún tenían demasiado cercano el progreso realizado por sus padres. Pero los jóvenes tienen ya la referencia negativa de los mileuristas y ésta tendría que ser razón suficiente para no seguir este camino descendente.

b) La rigidez mental de los jóvenes
Los jóvenes no se comportan con inteligencia porque una serie de factores les incapacitan para ello. El vivir en un sistema democrático perfecto, idea reforzada por sus mayores, hace que crean que su única responsabilidad social para vivir bien en el futuro es ser muy competitivos. Esta competitividad refuerza su individualismo, tan ligado al miedo psicológico a la muerte. Por último, creen en el neoliberalismo, ya éste puede probar racionalmente que es un sistema económico de éxito porque genera mucha riqueza.
Todas estas vendas que se ponen en los ojos los jóvenes confluyen en una idea clave para entender el pensamiento contemporáneo, la idea de voluntad, cuyo culto, para muchos estudiosos, es la base de la cultura moderna[77]. Esta idea, por un lado, mantiene la confianza en que el sistema no es cerrado políticamente, base de la democracia, y que, por tanto, nadie va a tener una posición de mando en la sociedad por motivo hereditario. En segundo lugar, alienta la iniciativa personal e impulsa la creación de riqueza dentro de la sociedad, para que ésta se fortalezca y se beneficien todos sus miembros.
La contrapartida es que la persona corriente queda anulada si no consigue dar publicidad a sus problemas. El éxito o fracaso en la vida se vincula únicamente a la capacidad humana, con una paralela pérdida de percepción de los obstáculos de la realidad, y, por consiguiente, provoca en la persona tanto una falta de sensibilidad hacia los problemas de sus semejantes como una excesiva confianza en sí misma para resolver los problemas propios.
La democracia, contrariamente a lo que propone esta idea de voluntad, debería favorecer un aumento de la racionalidad entre los ciudadanos, ya que la persona, al revés que en una dictadura, ya no debe sólo obedecer, sino pensar por sí misma el gobierno que más le interesa. Sin embargo, el individualismo actual, producto de la creencia ciega en que los derechos propios están asegurados, hace que en los sistemas democráticos las mentalidades se fundamenten en una idea tan elitista como la de voluntad.
Para explicar mejor cómo opera este concepto de voluntad en las mentes jóvenes actuales, voy a poner el siguiente ejemplo. Mi mujer ha vuelto a estudiar en la universidad y, por lo tanto, convive con alumnos, generalmente de sexo femenino, que ahora tienen entre dieciocho y veinte años. Los estudios que está realizando son los concernientes a la historia del arte. La salida profesional más viable de estos estudios universitarios es la enseñanza. Dentro de la enseñanza, las mejores condiciones de trabajo, por el momento, las ofrece la educación pública.
Hace un año aproximadamente, el gobierno actual español sacó un decreto por el que reducía de una forma significativa los sueldos de los funcionarios debido a la crisis. La reacción de las compañeras de clase de mi mujer fue la de alegrarse por esta medida porque, a su parecer, los funcionarios estaban muy bien pagados para la poco que trabajan. Aunque soy funcionario, no voy a discutir este tópico tan asentado en la sociedad porque no lleva a ninguna parte. Como decía Stuart Mill refiriéndose a los prejuicios contra las mujeres existentes en el siglo XIX, cuanto más arraigada está en el sentimiento una opinión, más vano es que la opongamos argumentos decisivos; parece como que esos mismos argumentos le prestan fuerza en lugar de debilitarla[78].
            Desde mi punto de vista, lo más significativo de la reacción de estas universitarias es que ninguna de estas chicas aspiraba el día de mañana a ser funcionaria, sino que sus sueños eran superiores. Por tanto, no veían una contradicción en desear una bajada de los ingresos de los asalariados de un tipo de trabajo que, previsiblemente, sea su única salida laboral digna en el futuro.
Pongo el ejemplo de estas universitarias porque el alto grado de formación actual de la población debería impedir que las democracias degeneraran, como ya ocurrió en su momento con los demagogos que existieron y proliferaron en la democracia ateniense, o con las elecciones democráticas que llevaron al poder a Napoleón III o a Hitler. Sin embargo, no tengo tan claro la eficacia de este freno ilustrado, ya que es tal la confianza actual de la gente en esta idea de voluntad, claramente de corte irracional, que la salida a la crisis económica actual puede conducir perfectamente a una solución autoritaria o de ideario extremista.
A este respecto, que las propuestas actuales para solucionar la crisis sean un refuerzo de la idea de voluntad, ya apunta claramente que hay una peligrosa deriva a la irracionalidad. Los partidos políticos actuales, en vez de proponer mejoras concretas de las condiciones de vida de la gente, están incidiendo en una idea, la de los emprendedores, que no parece tener mucho sentido común. Montar una empresa en pleno periodo de crisis, cuando el consumo cae, no parece la mejor idea, aparte de que es necesario un dinero del que la mayoría de las personas carecen. En una sociedad tan competitiva como la actual, para que un negocio prospere se necesitan importantes inversiones, y sólo los menos pueden asumir este riesgo sin la perspectiva de arruinarse si fracasa el proyecto.
El éxito, como escribió Winston Churchill, reside en la capacidad de ir de fracaso en fracaso sin perder el entusiasmo[79]. Es una frase muy bonita, pero sólo para el que tiene bastante dinero o mucha capacidad de financiación propia, como era el caso del propio Churchill. Para la mayoría de los integrantes de la sociedad, el recurso a ser empresario no es tan sencillo en la práctica, porque el sueño de llegar a rico puede tener la contrapartida de la pérdida del bienestar si la persona empeña todos sus bienes en una aventura fallida.
Sin embargo, las dificultades objetivas no son vistas como tales, porque las personas viven absorbidas por esta idea de voluntad, al identificarse en su forma de pensar los individuos de clase media con los millonarios. Es una forma de pensar análoga a la que ya estuvo en la raíz de otra importante crisis económica, la del año 1929.
En dicha fecha, recordada en todos los libros de historia por ser la crisis económica del capitalismo más profunda hasta llegar a la actual, se hundió la economía mundial. Este hundimiento fue en parte causado por los riesgos económicos indebidos que asumieron muchas personas humildes al invertir en la bolsa, pensando que para ellos también resultaría sencillo hacer dinero fácil. A este comportamiento imprudente, tan extendido en los años anteriores a la crisis de 1929, hace referencia el siguiente texto:

Por tercera vez en lo que iba de mañana, Giannini suscitó la cuestión de los pequeños inversores. Preguntó a García si especulaba.
- No, señor.
- ¿Por qué?
- Muy sencillo. Si un fulano con mucha pasta le vienen mal dadas, puede soportarlo. Pero uno como yo se quedaría arruinado para toda la vida. Si quiero jugar, voy a las carreras.
- ¿Qué harías respecto a las personas modestas que están jugando en Bolsa?
      García respondió en seguida.
- Les diría que son idiotas. Pero a mí no me escucharían[80]

De momento nadie recuerda las lecciones de la crisis de 1929 y pervive en la sociedad una confianza en que el sueño de hacerse ricos es posible. Es una ilusión que fue mantenida estos años pasados con una facilidad para el crédito desconocida hasta el momento. La crisis económica actual ha destruido este sistema nocivo en que las personas podían endeudarse muy por encima de sus posibilidades, de una forma muy inconsciente pero promovida por los gobiernos.
Los políticos proponen actualmente que la salida de la crisis sea por un camino más insensato aún, el citado de los emprendedores. Por esta vía va a ser muy difícil abandonar la crisis, pero se va a seguir fortaleciendo la irracionalidad de las personas. De ahí que, cuando al cabo de un tiempo más o menos largo, la frustración de la gente se destape, existe el peligro político ya citado de que los votos se encaminen hacia partidos extremistas. Esta amenaza no resulta tan lejana porque la crisis ya dura tres años y la gente se va progresivamente desengañando de que se regresará a la artificial prosperidad precedente.
 
c) El incremento de la irracionalidad
La irracionalidad, que hasta ahora, con los créditos fáciles, ofrecía su versión positiva, poco a poca va mostrando su lado negativo. Ambas versiones están encadenadas: la gente no sabe renunciar a sus sueños, y en vez de hacer un ejercicio de autocrítica, busca culpabilizar a los demás de sus males. Del modo en que va prendiendo este peligroso irracionalismo quiero reproducir una serie de párrafos de un escrito, que con muchas ínfulas se autodenominaba Carta de un joven universitario, que circuló por Internet el año pasado. Su contenido hace reflexionar sobre la fragilidad de muchos de los valores democráticos actuales:

Zapatero ha anunciado que dará un portátil con pantalla táctil a cada alumno de primaria. Así, sin importarle el coste, ni que estemos en crisis, ni que para qué coño usa un crío de 10 años un portátil con internet en clase, si no es para estar en el tuenti, o si el profesor estará preparado para usar ese chisme o la asignatura, para poder impartirla de forma informática. Porque en mi universidad, de Ingeniería Industrial, tenemos suerte si el profesor tiene las transparencias de la asignatura en el ordenador.

Hoy me tiene hasta los cojones la banca, que nos ha metido en una crisis dando hipotecas de 200.000 euros a gente con un sueldo de 600 y presentando como aval un chupa chups, y ahora cierran el grifo cuando ya se han hecho de oro. Y me los tocan los gilipollas que se lo compraron, sin preocuparse de si algún día lo podrían pagar. Y el PP y la patronal proponen como medida abaratar el despido y reducir el paro. Y nadie les dice que se reduzca el sueldo su puta madre, que ellos tienen el sueldo seguro, y los otros cuando se hicieron de oro no se quejaban, pero ahora quieren que el despido les salga gratis.

Resulta que el criminal soy yo, por usar internet, por poner el emule, por usarlo para decir lo que me da la gana y para buscar más información que la que me dan mascada en las noticias de las tres, que la mitad del telediario es deporte y la otra mitad el tiempo, con un par de anuncios en medio, del jefe de la cadena, camuflados como noticias. Soy un delincuente por intentar pensar por mí mismo. Porque me quejo de que nos roben y nos toreen, y aun encima nos dejemos.

Cansado, de que lo que vivimos en España ya no pueda llamarse inmigración. Es una PUTA INVASIÓN, donde si ves por la calle a otro español, casi te sorprendes, porque no hay más que negros, moros, sudacas y rumanos. Y les damos subvenciones y ayudas, mientras sus hijos se organizan en bandas, se adueñan de los parques, piden dinero por jugar en una pista de baloncesto, que es de todos, y mientras se pasean, buscan marrones. Ahora les daremos un ordenador de pantalla táctil, y tu hijo, al que has tenido que meter a un colegio privado para que no se junte con esa gente y hasta aprenda algo, el ordenador ni lo verá.

Todo ello sin que la televisión diga absolutamente nada, sin que nadie haga nada. Eso sí, el fútbol y los toros que no falten, y el programa de marujeo, donde si se pegan, mejor. Un programa de callejeros o todos los que lo imitan, donde se vea gente drogándose y yéndose de fiesta, que eso da audiencia, y la audiencia es publicidad, y vende. Y siempre es lo mismo, todo por dinero.

El escrito anterior persigue claramente llegar a la parte emocional del lector porque, aunque denuncia algunos aspectos de la realidad que son reformables, no propone soluciones, sino que se limita a criminalizar a colectivos perjudiciales para la sociedad. Pero, con una distinción, mientras los reproches a los más ricos son de tipo moral, existe el desprecio más absoluto por los derechos de los más débiles, “porque no hay más que negros, moros, sudacas y rumanos. Y les damos subvenciones y ayudas”.
Un aspecto del último párrafo del escrito me interesa enormemente. Me sorprende el modo en que, tras los años de triunfo de la liberación de las costumbres promovida por los movimientos sociales de los años sesenta, se vuelve a una posición moral más tradicional. Esa referencia a “donde se vea gente drogándose y yéndose de fiesta” la aprobaría cualquier censor de pensamiento retrógrado.
            Este retorno a la decencia parece una reacción casi hasta natural en una mentalidad muy competitiva, como es la actual. Si el ser humano sólo se valora en términos de comparación con sus semejantes, se puede dar el caso en que si el individuo llega a una situación en que vea que le resulta difícil mejorar, se sentirá tentado de denigrar a quienes compiten con él. Este cambio moral es visible especialmente en el campo de la política estadounidense, con la aparición de una corriente neoconservadora, encarnada en la figura del presidente anterior, George Bush, y en el denominado Tea Party.
            También en Europa se asiste a un retorno a una moral tradicional, penalizadora de los comportamientos instintivos y sensuales. A este respecto, en un apartado anterior de este libro, se ha hecho mención del regreso de la Iglesia Católica a posturas morales conservadoras. Cuando las personas avalan, sin pensar en sus implicaciones, cualquier clase de condena moral deben tener en cuenta que, aunque su actitud responda a un sentimiento competitivo extremo, esta reacción es muy peligrosa para la conservación de los derechos sociales. En efecto, esta vuelta a una moral conservadora permite el renacimiento de una estrategia de control social que históricamente han utilizado los poderosos para rebajar los derechos del resto de la población: aprovecharse del miedo humano a verse identificado con los animales.
Por la misma esencia de su naturaleza, el ser humano tiene un lado animal del que tiene vergüenza y al que trata de esconder. El logro más destacado de los movimientos sociales de los años sesenta fue que, por primera vez en la historia, se había conseguido que esta faceta animal del hombre se viera con cierta normalidad. En cambio, actualmente el cambio de mentalidad permite que las morales tradicionales recuperen terreno, favoreciendo a los más poderosos, que siempre tienen mayores posibilidades de ocultar sus vicios a la opinión pública. El resto de la población, en cambio, al ser sus diversiones más públicas, está más expuesta a la censura.
No sé si me estoy explicando, pero, para entender los mecanismos morales de presión hacia la población, basta recordar el concepto de pecado, que en una sociedad como la española tuvo mucho peso, debido a la tradicional importancia de la Iglesia Católica. De la manera en que esta institución incidía en el lado animal del ser humano para mantener su situación de privilegio, voy a reproducir la siguiente opinión del Papa medieval Inocencio III acerca de la composición del hombre: El horror al hombre, formado de asquerosísimo semen; concebido con desazón de la carne, nutrido con sangre menstrual, que se dice es tan detestable e inmunda, que con su contacto no germinan los frutos de la tierra y sécanse los arbustos[81]. En concreto, la mujer ha sido la principal perjudicada de esta represión, como se ve en siguiente escrito de Odón de Cluny, otro religioso medieval, la belleza del cuerpo sólo consiste en la piel. Si los hombres viéramos lo que hay debajo, la visión de las mujeres nos daría náuseas. Si no toleraríamos tocar con la punta de los dedos un escupitajo o un excremento, ¿cómo podemos desear abrazar ese saco de heces?[82].
Casi todas las religiones importantes han abusado de manera interesada de este mecanismo de presión social. Los siguientes párrafos literarios, cuyo trasfondo es la religión zoroástrica, muestran la estrecha relación que existe entre una posición de primacía social y una actividad de denuncia de los vicios y vergüenzas ajenas:
           
Por un mago que se sacrifica hay cuarenta que sólo sueñan con el poder y que no viven más que para conspiraciones e intrigas. Dictan a todo el mundo cómo vestir, comer, beber, toser, eructar, llorar, estornudar, qué formula farfullar en cada circunstancia, qué mujer desposar, en qué momento evitarla o abrazarla, y de qué manera. Hacen que grandes y chicos vivan en el terror de la impureza y de la impiedad.
Se han apropiado de las mejores tierras de cada región, han amasado riquezas, sus templos rebosan de oro, de esclavos y de grano; cuando el hambre hace estragos, son los únicos que no la sufren.[83]

            Normalmente, como generaliza un estudioso de esta cuestión, la religión ha actuado y actúa como clave en los mecanismos de sustentación de privilegios de todo tipo[84]. Por desgracia, aunque sus fines sean elevados, las religiones proveen de un tipo de moral a las personas más poderosas que nada tiene que ver con una moral social y que, incluso, puede llegar a ser contraria a ésta.      
            Pero no sólo son las religiones quienes acuden a este tipo de estrategia de control social. Cuando no existe religión por el medio, tampoco es inusual que aquellos que dirigen la sociedad traten de generar algún tipo de moral que ponga en duda la condición humana de las personas. Este tipo de políticas represoras son propias, sobre todo, de regímenes autoritarios, que les interesa que sus ciudadanos se sientan inseguros y, de este modo, duden a la hora de reclamar sus derechos.
            La moral, bien utilizada, es un arma muy poderosa para recortar derechos. En regímenes tan laicos como fueron los comunistas, una de las primeras medidas que tomó Lenin tras la toma de poder por parte de los bolcheviques fue la de rechazar las teorías del amor libre defendidas previamente por la primera mujer que fue comisaria de su partido, Alexandra Kollontái[85]. O, qué decir de la China maoísta, donde las parejas jóvenes podían sufrir hasta tres años de cárcel en una granja penal si las descubrían haciendo el amor[86].
Las sociedades democráticas, para defender mejor los derechos de todos sus ciudadanos, habían hecho un esfuerzo enorme en los años sesenta para eliminar o rebajar todo tipo de censura moral: la censura es un fenómeno universal, que en los años 1970 desapareció o se atenuó hasta casi la total extinción en la mayoría de los países democráticos[87]. La tradicional moral represora pareció durante estos años que por fin se iba a sustituir por una moral social que juzgara al ser humano en función de su situación socioeconómica y no de una inclinación natural al bien o al mal según el grado de sus vicios:

Un estudio que se llevó a cabo en Chicago mostró que podía dividirse la ciudad en sucesivos cinturones a partir del centro y que el nivel de delincuencia decrecía de modo regular en dirección al exterior. Esta relación se ha mantenido constante a través de una serie de años, mientras que la población de las distintas zonas se cambiaba constantemente. Dicho de otra manera, eran siempre los nuevos inmigrantes los que aceptaban los empleos inferiores y tenían que vivir en los barrios miserables donde abundaba la delincuencia. Sus hijos conseguían una situación mejor y se desplazaban gradualmente hacia la periferia. Pero si llevaran las tendencias criminales en la sangre, la tasa de delincuencia se habría desplazado con ellos[88].

Este espíritu progresista sobre la llamada en el siglo XIX cuestión social ha durado breves años. Recientemente ha habido una serie de importantes disturbios callejeros en varias ciudades británicas. El análisis del primer ministro inglés, David Cameron, es que el vandalismo no estalló debido a la pobreza en la que viven determinados sectores sociales, sino por la "pura indiferencia hacia lo correcto y lo incorrecto[89]".
Los jóvenes están siendo los más perjudicados por esta nueva vitalidad de una moral rancia porque los medios de comunicación están especializándose en denunciar sus actividades lúdicas. El fenómeno del botellón se magnifica de tal manera que parece que es la primera vez en la historia que los más jóvenes se emborrachan. De nuevo, aunque suene extraño que esté ocurriendo en sociedades democráticas avanzadas, se retoma por parte de quienes detentan el poder una estrategia de tipo moral contra un colectivo del que se teme una sublevación en defensa de sus derechos.
Aunque no sé si es un caso extrapolable al de los jóvenes, porque las condiciones de vida de los obreros del siglo XIX eran mucho peores y sus reivindicaciones más urgentes, sí hay ciertas analogías entre el tratamiento informativo del botellón y la visión oficial deformada que se dio en su momento de las diversiones del proletariado. A este respecto resulta aclarador la visión que tenía Clarín de una taberna cuya clientela mayoritaria estaba formada por mineros:

Paula padeció mucho en esta época; la ganancia era segura y muy superior a lo que podían pensar los que no la veían a ella explotar los  brutales apetitos, ciegos y nada escogidos de aquella turba de las minas; pero su oficio tenía los peligros del domador de fieras; todos los días, todas las noches había en la taberna pendencias, brillaban las navajas, volaban por el aire los bancos. La energía de Paula se ejercitaba en calmar aquel oleaje de pasiones brutales (...)
La llamaban la muerta por su blancura pálida; y creyendo fácil aquella conquista, muchos borrachos se arrojaban sobre ella como sobre una presa; pero Paula los recibía a puñaladas, a patadas, a palos; más de un vaso rompió en la cabeza de una fiera de las cuevas y tuvo el valor de cobrárselo[90].

Procedente de un escritor de posición acomodada que posiblemente no hubiera pisado en su vida una taberna minera, la descripción anterior está llena de prejuicios, de igual modo que, casi con toda seguridad, quienes hoy día denuncian los botellones, posiblemente nunca hayan participado en uno. Esta vuelta a posturas de condena moral del prójimo demuestra cuanta fragilidad tenían los avances democráticos ocurridos en los años sesenta. La irracionalidad en el terreno moral vuelve a triunfar y retornan creencias de que los seres que son buenos socialmente no son los que son justos sino los que son puros.
 
d) Los problemas reales de los jóvenes
No parece que el renacimiento de una moral conservadora sea la mejor manera de analizar la problemática social actual de la juventud. Personalmente, como soy profesor y convivo con ellos, la generación actual de jóvenes me parece bastante sana. Tienen vicios, como siempre han tenido los seres humanos, pero tampoco parecen exagerados. Por ejemplo, el consumo alcohólico en España ha descendido en los últimos años, en parte porque los hábitos de las generaciones anteriores incluían consumos exagerados.
Sobre la costumbre de los jóvenes de reunirse y emborracharse, si no conlleva una alteración del orden público, hay que intentar verla con el grado de sensatez que en el siglo XVIII Jovellanos veía las fiestas populares, cuando por parte de las autoridades del momento hubo un intento de prohibición:


“¿Por qué privar a la gente modesta de una expansión inocente y legítima? El pueblo sencillo no puede tener acceso a los costosos espectáculos.... Una tarde serena, un campo abierto y libre, la compañía de dos amigos, una botella y un trozo de queso, es toda su recreación. Por lograrla ha trabajado, ha sudado, se ha consumido seis días enteros... ¿y se quiere privarla de ella?, y ¿podrá la humanidad mirar con serenidad este inconsiderado rigorismo?[91]

No pienso que el mayor problema de la juventud actual radique en el terreno moral, ya que, en líneas generales, en este aspecto los jóvenes son sanos. Pero al resto de la sociedad  le resulta más cómodo incidir en esta cuestión para que no se les ocurra a los jóvenes discutir el trato respectivo que cada miembro de la sociedad recibe de ésta. Ahora mismo, ellos son los que menor beneficio sacan de su inclusión en la sociedad, ya que están destinados en el futuro a los peores trabajos.
No es ésta una problemática de la que sean conscientes, siquiera, la mayoría de los jóvenes. Como la generación sobreprotegida que son, los jóvenes no son conscientes de sus problemas más que de un modo muy superficial. Es más, tienen tal confianza en sí mismos, por la anteriormente citada idea de voluntad, que piensan que es cuestión de tiempo que ellos también salgan adelante y consigan un bienestar alto.
Pero la evolución social actual indica que en el futuro muchos jóvenes, no sólo no van a ganar en calidad de vida, sino que van a empezar a vivir mucho peor de lo que están acostumbrados. Esta circunstancia, que no tiene nada que ver con la moral, es el verdadero problema que la sociedad tiene que resolver con respecto a los jóvenes. Si en el futuro aumenta la frustración en la juventud, es muy difícil calibrar su reacción, y se corre el riesgo de un estallido social, de forma directa, si apoyan una revolución, o indirecta, si dirigen su voto a partidos políticos radicales. 
El neoliberalismo ha fomentado el irracionalismo dentro de las sociedades democráticas. Un sistema económico que ha sabido crear un nivel de riqueza material como el que jamás ha tenido la humanidad ha fracasado en su reparto porque, desde que se ha impuesto, han aumentado las desigualdades sociales. Este hecho altera el principio racional igualitario que está en la base del pensamiento democrático, de ahí que la mentalidad social que se ha gestado actualmente tiene fundamentos irracionales. 
De nuevo, como ha pasado en otras épocas históricas, el sueño de la razón está produciendo monstruos. Uno de los últimos ejemplos de estos falsos racionalismos es el modo en cómo la creencia optimista en el progreso de la Belle Époque desembocó en la Primera Guerra Mundial. Este conflicto bélico se produjo en gran medida a consecuencia de que el liberalismo burgués de la época también fomentaba las desigualdades y, con ello, las tensiones internas dentro de las sociedades. A este respecto, sólo hay que ver el siguiente apunte procedente de una biografía de Chaplin:

Por esta época Londres era, sin duda, la ciudad más importante del mundo, e Inglaterra, la dueña de un imperio colosal. Pero nada de eso se reflejaba en los barrios pobres del East End, la orilla este del río Támesis. Este es un barrio pobre, de trabajadores que van sobreviviendo en unas condiciones de vida insalubres que merman su salud y sus fuerzas[92].

Si el liberalismo burgués demostró su capacidad para perpetuar la pobreza de muchos habitantes de países ricos, el neoliberalismo puede conseguir que una parte de las clases medias, sobre todo aquellos miembros más jóvenes, retornen a la pobreza. El racionalismo neoliberal se mueve en un plano ideal que, en el momento de su aplicación, se transforma en una ideología beneficiosa para unos y perniciosa para otros. A estos últimos, y aquí se entra en el terreno irracional, se les engaña con el expediente de que tengan fe en sí mismos, porque, momentáneamente, están teniendo mala suerte, pero, si se lo proponen, su éxito está asegurado.
Como la generación joven actual ha vivido bien y ya no tiene el recuerdo de la pobreza, tiene una vanidad muy grande y no se imagina siendo menos que su prójimo. Además, como sus integrantes aspiran a ser ricos, su único anhelo estriba en el ascenso social, sin reflexionar que la sola voluntad a veces no basta si compites con alguien más poderoso.
Mientras el engaño perdure, la juventud estará pasiva, pero, ¿qué ocurrirá cuando despierte? Ojala se limite a pedir la recuperación de leyes que favorezcan una igualdad real entre las personas. Pero mucho me temo que para entonces haya ya perdido su capacidad de raciocinio y se convierta en una amenaza al orden social. En este sentido, cuanto más tiempo se tarde en atender la progresiva conversión de los jóvenes en una clase media-baja, más peligro habrá de una explosión social futura.
Los jóvenes en la actualidad están confundidos y habría que empezar por enseñarles a ser menos competitivos. Para ello, nada mejor que el resto de los miembros de las clases medias, especialmente la que se llama generación de los Baby Boomers, empiecen a ser más compresivos con los problemas de los jóvenes y les permitan tener, sin denominarles vagos o acomodados, la reacción siguiente de un joven sirio:

Esta vez Mahmud no ha querido ocultar nada en casa, a pesar de que le ofrecí dinero.
No, tiene que saberlo. Me da igual que se enfade o no.
El padre se puso a vociferar, pero Mahmud le gritó a su vez que no había perdido el trabajo porque él fuera malo, sino porque el país era malo[93].




LA CONSTRUCCIÓN DE UNA NUEVA MENTALIDAD

El título de este capítulo remite a una cuestión importante para frenar la destrucción actual de las clases medias. Éstas, debido a su bienestar presente, tienden a olvidar sus orígenes e identificarse con los ricos. De este modo, para estos últimos es más sencillo hacer prevalecer sus intereses que, como es obvio, no siempre son coincidentes con los de los individuos de clase media. Por tanto, sería deseable que las personas que forman parte de las clases medias crearan un sentimiento de orgullo propio de su estado de no ser ni ricas ni pobres, y supieran, de este modo, saber defender sus propios intereses.

a) El miedo a comprometerse
Sin embargo, esta creación de una identidad común entre los miembros de las clases medias se encuentra con un serio problema. En la actualidad existe un fuerte problema generacional entre los integrantes de las clases medias, ya que los mayores tienen un situación socioeconómica mucho mejor que los jóvenes. Este factor, de por sí, no hace insalvable una posible unión de unos y otros, ya que, aunque sea una afirmación un poco radical, tienen un enemigo común, que son las clases altas, cada día más reforzadas. La deriva neoliberal de las últimas décadas de nuevo ha generado unas élites extraordinariamente poderosas.
Pero, incluso si son capaces de identificar a este enemigo, los miembros de las clases medias se enfrentan a un problema de confianza. Si los valores de los movimientos sociales de los años sesenta, que tendrían que haber consolidado la democracia, han dado lugar a una generación tan egoísta como la de los Baby Boomers, ¿qué esperanza puede haber de que unos renacidos valores sociales no conlleven nuevas traiciones?
En ocasiones, algunos artistas musicales han denunciado a través de sus canciones este acomodamiento de la generación que, en su momento, encarnó la rebeldía juvenil. En concreto me acuerdo de una canción de Joaquín Sabina, titulada El muro de Berlín, y de otra canción de Carlos Cano, llamada La metamorfosis. La letra de esta última la reproduzco a continuación, ya que en pocas líneas transmite un mensaje contundente:

¿Dónde va ese muchacho con el triunfo en la cara subiendo como un gamo la invisible montaña?
¿Qué gloria se reparte? ¿Qué será lo que dan que hace perder el culo? Señor, ¡qué barbaridad! 
¿Y ese chico de barba? De todo se ha olvidado, tiró por la ventana los sueños del pasado. 
El mismo que decía: ¡compañero a luchar! en la gastronomía encontró su, ideal.
¿Qué queda de aquel tiempo? ¿Qué fue de la ilusión? ¿Dónde está la esperanza de nuestra generación?
Entera a su servicio. No hay problema zeñó, para lo que usted guste, dispuesta, en posición.
Tiempo de los enanos, de los liliputienses, de títeres, caretas, de horteras y parientes,
de la metamorfosis y la mediocridad que de birlibirloque te saca una autoridad.

Con respecto a la letra de esta canción, no es la primera vez, ni será la última a lo largo de la historia, que unos ideales sirven como pretexto para disimular actitudes muy egoístas. Dentro de los movimientos de izquierda, es conocido el modo en que el triunfo de la revolución bolchevique  dio lugar a la constitución de un élite comunista que vivía mucho mejor que el resto de la población y, en el otro extremo ideológico, si se analiza una institución como la Iglesia Católica, de tan hermosos principios, también se puede apreciar como la jerarquía ha vivido tradicionalmente mucho mejor que el conjunto de los fieles. Como se afirma en un libro decimonónico, “la Iglesia Católica es la única culpable de que haya herejes e incrédulos- solía decir-, pues si sólo un día nos comportáramos como se nos ha enseñado, todo el mundo se convertiría antes de caer la noche[94]”.
En el ser humano existe una tendencia casi inevitable a confundir derechos y privilegios. Sin duda, si hay una razón poderosa que dificultad la construcción de una sociedad justa para todos los seres humanos, es la interpretación interesada que éstos hacen de sus derechos. La visión que las personas tienen de sus derechos es egoísta y nada generosa, ya que, si viven mal, les sirven para reivindicar una mejora en sus condiciones de vida, y si viven bien, les sirven para que nadie intente frenar su afán de lucro o de poder.
Esta desconfianza de base en las intenciones ajenas es la mayor dificultad para organizar movimientos colectivos que reclamen una mejora de derechos sociales. A los seres humanos les cuesta confiar en su prójimo porque, como no pueden leer dentro de la cabeza ajena, no pueden saber si las promesas de su vecino son sinceras o, llegado el momento de tomar una decisión, preferirá su interés individual al interés colectivo. A este respecto, la traición de los Baby Boomers no es más que la última de una larga lista a lo largo de la historia.
Por la causa anterior, muchas veces las personas acaban confiando más en los principios de orden que en los de justicia. Pero mal camino es éste si sigue demasiado a menudo porque también es cierto que la justicia resulta necesaria para que las sociedades no se conviertan en un campo de batalla donde predomine la ley del más fuerte. A este respecto, la justicia perfecta es imposible, pero la democracia es un sistema que permite que los diferentes grupos sociales negocien entre sí, para lograr un equilibrio en que ninguno de ellos consiga imponer sus intereses.
Con el neoliberalismo no existe este equilibrio porque un único grupo social, las clases altas, está imponiendo sus puntos de vista. Y, si de verdad quieren aprovechar las ventajas que tiene el sistema democrático, el resto de los grupos sociales, en especial las clases medias, tienen que organizarse para defender su bienestar. Y organizarse significa participar en política y arriesgarse a ser traicionados por personas que, pretextando defender valores sociales, persigan un interés egoísta.
A no ser que se quiera hacer una apuesta tan arriesgada como supone una revolución, creo que el único camino posible para transformar un sistema social injusto es modificando las leyes y este cambio sólo se puede hacer interviniendo en política. La postura de muchos de los movimientos sociales actuales consiste en intentar el cambio desde fuera del sistema, para no verse contaminados con la política. Es la actitud, por ejemplo, del llamado 15-M, un movimiento de protesta social surgido en mi país a raíz de la crisis y que ha calado en la sociedad española.
Pero, aunque de este modo se mantengan puros, los miembros del 15-M pierden así toda capacidad de cambiar la sociedad en una dirección más justa. Su actitud ética, aunque alabable en sus principios, les priva de la mayor parte de su eficacia social y, en el fondo, sigue contribuyendo a que las clases medias no asuman una mayor responsabilidad política que, a día de hoy, se ha convertido en una urgente necesidad en todos los países desarrollados.
Esta asunción de responsabilidad por parte de las clases medias es necesaria porque la Historia demuestra cómo, en su afán egoísta desmedido, muchas veces las élites han llevado al desastre a las sociedades en que se integraban. Un ejemplo, dentro de la historia española, es el que se expone a continuación:

En efecto, doblado el recodo del Califato, la aristocracia andalusí buscó la preservación de su estatus -como lo hizo en su día la imperial romana- a través de la única fórmula que jamás debió haber ensayado: la salvación particular mediante la segmentación territorial, la constitución de reinos de taifas que, sin tardar, se convertirían en pasto de los guerreros y monarcas cristianos más agresivos y aprovechados[95].

Los más ricos, en su afán de conservar su posición social, a veces adoptan políticas suicidas. A mi me gusta recordar el modo en cómo algunos banqueros judíos financiaron a Hitler[96], creyendo que iba a ser garante de un orden más favorables a sus negocios. O como, con una inconsciencia similar, la nobleza rusa exultaba de alegría cuando su país entró en la Primera Guerra Mundial, conflicto que supuso un verdadero desastre para este colectivo, al traer aparejada la Revolución Rusa. De este insensato estado de ánimo de la aristocracia rusa se hace eco el siguiente texto:

Por orden suya se traslada al Palacio de Invierno la imagen milagrosa de la Virgen de Kazan, ante la cual oró el mariscal Kutusov antes de emprender la batalla contra Napoleón, y en la galería de San Jorge se celebra un oficio solemne al que asisten miles de oficiales y nobles.
Después del oficio divino, el sacerdote lee el manifiesto, y el Zar pronuncia despacio, solemnemente, con voz conmovida, el juramento de Alejandro I: no aceptará la paz mientras quede un enemigo en el santo suelo de Rusia.
A pesar de que todavía no hay ningún enemigo en el suelo de Rusia, el juramento entusiasma a los oficiales. Sus vibrantes vivas se transmiten a la plaza de Palacio…[97].

El neoliberalismo parece que es una reedición de este egoísmo estrecho de las élites. Así lo demuestra, por ejemplo, las escandalosas indemnizaciones millonarias que han recibido los ejecutivos de algunas entidades financieras que han quebrado en estos últimos años. Esta clase de recompensas a individuos responsables de dañar la economía de sus países son un excelente botón de muestra de la escasa altura de miras de los millonarios actuales.
En cambio, en los años previos al triunfo del neoliberalismo, se había creado un sistema económico, el keynesianismo, que, si bien no del todo justo, repartía la riqueza entre los componentes de la sociedad de una manera mucho más evidente. El neoliberalismo, en su insensatez, está destruyendo las clases medias creadas durante la época en que predominó el keynesianismo.
No me gusta creer en teorías de la conspiración y me imagino que detrás de la crisis económica de los años setenta, que supuso el fin de la confianza en el keynesianismo como un eficaz sistema económico, no hubo ninguna mano oculta de los poderosos. Pero, sin duda, el cambio de modelo económico, con su consecuencia directa de la destrucción del poder adquisitivo de las clases medias, aunque beneficia a unos pocos a corto plazo, resulta una peligrosa política económica a largo plazo. El neoliberalismo pone en peligro la viabilidad de las sociedades de consumo actuales que, posiblemente, queden condenadas a estar constantemente en crisis.



b) La responsabilidad política de las clases medias
Las clases medias están en un momento histórico donde, ante la estrechez de mira de las élites, ellas tienen que defender el bien común de la sociedad, encarnado precisamente en su propia conservación dentro de las sociedades democráticas. Sus componentes tienen que tomar conciencia de su importancia en la sociedad y tener clara la necesidad de adoptar una política con unos valores adaptados a las necesidades de su clase social.
La creación de una conciencia política específica entre los integrantes de la clase media supone que deben realizar un esfuerzo importante porque, tradicionalmente, no han sabido bien qué orientación social tomar, si unirse a las reivindicaciones de los que son más pobres que ellos o identificarse con los que son más ricos. El siguiente texto hace alusión a esta histórica indecisión de las clases medias:

La sociedad española de 1900 en la que va a actuar la Guardia Civil ofrece un esquema bastante sencillo. Por un lado, la oligarquía y sus cómplices, que dominan al otro sector, la mayoría de nuestro pueblo, los campesinos y los obreros. Y en medio de ambos, unas clases medias duditativas, que unas veces apoyarán, por miedo a la revolución popular, a la oligarquía, y otras a las masas, para evitar la dictadura oligárquica de la derecha[98].

Varios pasos son necesarios para que las personas de clase media asimilen unos valores propios de su condición social. En primer lugar, aparcar la mentalidad tan tremendamente competitiva que existe entre ellas. La conciencia de sí que tienen, que tan unida va al temor de ser menos, provoca una rivalidad fortísima de estas personas con sus semejantes. Esta circunstancia, sumada a las consecuencias mentales del miedo psicológico a la muerte, el cual provoca el aumento del egoísmo y el deseo de ser rico o millonario, hace que no haya ningún tipo de solidaridad entre los integrantes de las clases medias.
A este respecto, es de notar la fuerte envidia que hay entre ellos, ya que uno de los rasgos más negativos de las sociedades actuales consiste en que los individuos de clase media que están en una situación peor, generalmente desean que su suerte sea compartida. En este sentido, la crisis actual ha hecho aflorar un rencor importante hacia las personas que aún conservan buenos trabajos, llegando a haber un deseo social mayoritario de que también estos privilegiados pierdan sus empleos.
            Es más que habitual, a este respecto, que los políticos consigan canalizar este descontento irracional hacia determinados colectivos laborales, como ocurrió en mi país el año pasado con una clase de trabajadores, los controladores aéreos, que durante varios meses parecieron para la opinión pública la encarnación del diablo. También, muy a su pesar, normalmente los funcionarios arrastran una muy mala prensa, de la que son incapaces de liberarse.
            Sin embargo, es curioso el modo en que, como los componentes de las clases medias ansían ser ricos, no hay ningún tipo de envidia o rencor hacia los que realmente son privilegiados. Un famoso escritor austriaco resume en pocas palabras este injusto sentimiento, tan habitual en las clases medias:

No hay envidia más grosera que la que sienten las naturalezas subalternas cuando ven a alguien arrancado como por un golpe de varita mágica a la condición servil a que ellas están condenadas. Las almas bajas perdonarán con más gusto a un príncipe la fortuna más extravagante, que la libertad más modesta a alguien que hubiese estado remachado a las mismas cadenas que ellas[99].

No hace falta ser muy inteligente para darse cuenta de que este tipo de envidias favorecen la pérdida de calidad de vida dentro de las clases medias, porque parte de sus miembros aplauden cuando se toman medidas que perjudican a otros de su misma condición social sin que, por ello, los primeros salgan favorecidos. Es complicado acabar con estos comportamientos mezquinos, ya que su trasfondo es irracional. En estos casos, sería conveniente obligar a una reflexión tan sencilla como que, cuanta mayor cantidad de malos trabajos existan dentro de una sociedad, mayores posibilidades existen para el ciudadano de clase media de volver a la pobreza.
Este último apunte es fundamental. Las clases medias se tienen que concienciar que pensar en el horizonte de regresar a pobres ya no resulta descabellado. Deben de tratar de recuperar el miedo a la pobreza que siempre ha sido característico de las clases bajas, pero sin la actitud pasiva característica de éstas, ya que los integrantes de las clases medias sí tienen un bienestar que defender.
Sin embargo, por no querer admitir esta posibilidad de un duro retroceso en las condiciones de vida, las clases medias están adoptando una postura que empieza a parecerse a la habitual de resignación de las clases bajas. El fenómeno de cómo, durante estos años, en el peor momento posible, los integrantes de las clases medias han vuelto a  atreverse a tener hijos es, cuando menos, sorprendente.
Durante los años noventa, en mi país, España, hubo uno de los índices más bajos de natalidad del mundo, porque en aquel periodo, caracterizado por altos índices de paro, la juventud no veía el futuro nada claro. A lo largo de la década siguiente, en que existió una prosperidad artificial debido a la facilidad del crédito, renació el afán de tener descendencia, pese a que, en líneas generales, la calidad de los trabajos siguió descendiendo. En cierta manera, el futuro dejó de preocupar y se regresó un poco a la creencia en que Dios proveerá.
Para un observador sensato de las mentalidades predominantes actuales, es terrible observar la unión de dos fenómenos sociales, el vivir a crédito y la imprevisión por el futuro, que actúan a la par. Si durante los primeros años de la década del nuevo milenio, las clases medias se acostumbraron a endeudarse de una manera imprudente, ahora, en momentos de crisis, parece que no quieren volver a la realidad. Es más, por una especie de mecanismo psicológico inconsciente, las personas de clase media han borrado de sus mentes la futura opción de ser pobres como si no fuera una posibilidad real. Ni siquiera con la crisis actual, que ya está dando ejemplos de retrocesos claros del nivel de vida en países de la Unión Europea como Grecia, los miembros de la clase media quieren sentirse aludidos por la incierta situación presente.
La consecuencia de estos comportamientos es que, en un momento de fuerte crisis, cuando el neoliberalismo ha demostrado su fracaso como sistema económico, en cambio, la gente confía en él para sacar de nuevo los países adelante. La contradicción no puede ser más evidente, pero las clases medias necesitan mantener sus ilusiones, aunque sea a costa de negar la evidencia.
Se necesita una madurez asombrosa, cuando una persona ha vivido bien y se la ha educado en que todos sus sueños son posibles si pone el empeño necesario en ellos, para poder ver la otra cara de la realidad. De este bloqueo mental una buena muestra es cómo los individuos de clase media actual siguen identificando los trabajos peor pagados con gente de menor talento, cuando ya hace bastantes años, desde la generación de los mileuristas, que esta correspondencia ya no se da.
En torno a esta última cuestión, el aumento de los malos trabajos durante las dos últimas décadas, también sería importante para las clases medias priorizar una moral social por encima de la ética individual que actualmente se vuelve a imponer. En este sentido, hace treinta o cuarenta años existía entre la mayoría de la población casi una identificación conceptual entre los términos empresario y explotador que, aunque en muchas ocasiones era injusta, limitaba mucho el crédito moral de los dueños de las empresas a la hora de rebajar salarios o despedir personal. Este espíritu queda reflejado, con mucha ironía, en el siguiente texto:

Y Marcelino reunió a los letrados asesores laboralistas del P.C.E., quienes realizaron un profundo estudio en el que se demostraba que la huelga ha de carecer de todo freno legal; jamás cabe admitir, en cambio, el despido y los trabajadores deben estar representados en un 55 por ciento en los Consejos de Administración de las Empresas[100].

En una sociedad democrática, donde hay vías conciliatorias abiertas para resolver los conflictos laborales, posiblemente no sea necesario demonizar al empresariado, pero, pasar al extremo contrario, como ocurre actualmente, de considerar a los empresarios benefactores sociales, tampoco parece una solución. Hoy día, ya no entra en la moral una cuestión social tan elemental de que, si una empresa genera fuertes beneficios, éstos tengan que ser repartidos también con los trabajadores, que son parte importante del proceso productivo. Los sueldos se dejan a la lógica del mercado de trabajo y, como las tasas de paro son importantes, su caída es inevitable, sin que tal hecho deba generar remordimientos en los responsables de las empresas.
En los últimos años se ha vuelto a revalorizar una moral en que, por encima de sensibilidades sociales, se da sólo importancia a un autocontrol de los vicios y de las pasiones. Es una moral que favorece a los que son más poderosos, por dos razones: la primera, que se pueden sentir buenas personas aunque cometan abusos sociales, como el citado de rebajar salarios hasta los mínimos posibles, y la segunda, que es más fácil privar de derechos a colectivos que ocupan una posición social inferior, aspecto este último ya tratado en el capítulo anterior.
Sobre este último apartado, entre los miembros de la clase media sería deseable que no entraran al juego que más interesa a las élites, y no ayudaran a criminalizar a grupos humanos, como los jóvenes, cuando se divierten. A este respecto, las clases altas siempre han tenido los mismos o más vicios que el resto de la población, pero con una mayor habilidad para ocultarlos. En el texto siguiente, que analiza la sociedad del siglo XIX, se refleja esta falsedad moral tan habitual entre las clases rectoras:

La explicación de este contraste entre la regresión política y el florecimiento de la cultura libertina se encuentra en la fuerte dosis de hipocresía que impregnaba a la clase gobernante y a su entorno (…). Reyes, prelados, ministros, legisladores, magistrados, aristócratas, y miembros de la incipiente burguesía, compatibilizaban sus códigos morales implacables y sus compromisos públicos con la virtud, por lado, con la secreta afición a las lecturas y los actos morbosos, por otro. Las queridas y las prostitutas fueron testigos y protagonistas de este auge de la doble moral[101].

La recuperación de una moral social es algo completamente deseable si las clases medias quieren sobrevivir como tales. Porque generalmente los valores sociales predominantes son los que impregnan la legislación y, si los integrantes de las clases medias quieren mantener su bienestar, deben ser conscientes de que tiene que ser a través de leyes y no magnificando su fuerza de voluntad.
El camino para esta recuperación de una moral social tiene que partir de que los miembros de las clases medias olviden sus recelos mutuos. Y debe ser una recuperación sin idealismos de ningún tipo, porque el fracaso de las utopías de izquierda, tanto las marxistas como las de los movimientos sociales de los años sesenta, ha demostrado que las sociedades perfectas no existen. Además, a la larga, estas utopías sociales generan desconfianza en la población a la hora de emprender nuevas luchas sociales porque en ella anida el temor de que puedan favorecer los intereses egoístas de unos pocos.
La democracia es una buen sistema de gobierno si sus ciudadanos son lo bastante inteligentes para, aprovechando sus ventajas, defender sus derechos. Esto último es lo que no están haciendo las clases medias desde hace bastantes años, engañadas con la promesa de que también ellas están predestinadas al éxito.
Con su voto, los ciudadanos tienen la posibilidad de revertir el proceso de pérdida de derechos actual. Han dejado, durante todos estos años, que existiera una imbricación entre las élites políticas y las económicas. La democracia da la posibilidad  de ejercer un control de las primeras, ya que los ciudadanos las pueden descabalgar del poder. Y, ahora, parece llegado el momento de que lo hagan.
No votar a los partidos políticos que sistemáticamente han ganado las elecciones, pero que han gobernado en contra de los intereses de los ciudadanos, tiene que ser la salida democrática a la crisis. Existen otros partidos políticos a los que los ciudadanos tienen que orientar su voto, siempre que, por supuesto, no sean opciones radicales de ultraderecha o de extrema izquierda.
Dentro de esta hipótesis de que un partido político diferente llegara al poder,  tendría que responder al deseo ciudadano de un cambio de política económica y social y, dentro de los límites que impone una sociedad globalizada como la actual, gobernaría en esta nueva dirección para mantenerse en el gobierno. Y  si alguno de los partidos históricamente ganadores de las elecciones recuperase el poder, estaría obligado a tener más en cuenta las necesidades de los ciudadanos
De otra manera, si se siguen desaprovechando las opciones de la democracia, llegará un momento en que la situación socioeconómica se vuelva crítica, y se corra de nuevo el peligro de fractura social que a tantas revoluciones ha dado lugar en los dos últimos siglos.
Porque, aunque retornen progresivamente a la pobreza, es difícil pensar que las clases medias van a llevar este cambio con la misma resignación a la que están acostumbradas las clases bajas. Para los integrantes de estas últimas sólo importa la protección que les da el grupo y no se atreven ir contra él, pero las personas de clase media, con mayor conciencia de sí, no aceptaran sin lucha este cambio a peor. Sólo cabe esperar a que esta situación no se produzca y que tanto clases medias como clases altas se comporten con cordura en los próximos años.
Hago esta última llamada a las clases altas, porque, si las clases medias son incapaces de madurar y reclamar una mayor moral social, ahora que todavía están a tiempo de hacerlo de una forma civilizada, espero que sean las élites las que se den cuenta del peligro y no continúen en la inconsciente deriva neoliberal actual. Sin embargo, no tengo mucha confianza en esto último porque, como refleja el texto con el que finaliza este ensayo, en la sabiduría de los más ricos no suele entrar poner límites a su egoísmo:

      Cuando hice que la conversación versara de nuevo sobre Egipto, me confió con voz serena:
-        Los monarcas, afortunadamente, se exceden a veces; si no fuera por eso, no caerían nunca.
      Y luego añadió, chispeándole los ojos:
-         La locura de los príncipes es la sabiduría del Destino.
      Yo creía haberlo entendido:
Pronto habrá una insurrección, ¿no es cierto?[102]


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OTRAS REFERENCIAS:
Capítulo Rosebud, de los Simpson.


INDICE

INTRODUCCIÓN                                                                                      p. 2

CAPÍTULO PRIMERO: LA RACIONALIDAD LIMITADA DEL SER                                 HUMANO

LA SUBJETIVIDAD HUMANA                                                                  p. 5
LA VERDAD COMO EXPRESIÓN DE PODER                                        p. 12

CAPÍTULO SEGUNDO: LA IRRACIONALIDAD TRIUNFANTE

EL MIEDO AL RECHAZO                                                                          p. 22
EL MIEDO A SER MENOS                                                                         p. 30
EL MIEDO PSICOLÓGICO A LA MUERTE                                              p. 43

CAPÍTULO TERCERO: EL CAMBIO DE MENTALIDAD DE LAS CLASES MEDIAS

LA REGRESIÓN SOCIAL DE LAS MENTALIDADES                             p. 57
LA PASIVIDAD POLÍTICA DE LAS NUEVAS GENERACIONES           p. 62
LA DEMOCRACIA Y LA ARMONÍA SOCIAL                                          p. 68
LAS DIVISIONES EN LA CLASE MEDIA                                     p. 74



CAPÍTULO CUARTO: LA PROBLEMÁTICA DE LA JUVENTUD

EL RETROCESO EN EL BIENESTAR ALCANZADO                               p. 82
LA RIGIDEZ MENTAL DE LOS JÓVENES                                    p. 86
EL INCREMENTO DE LA IRRACIONALIDAD                                        p. 91
LOS PROBLEMAS REALES DE LOS JÓVENES                                      p. 100

CAPÍTULO QUINTO: LA CONSTRUCCIÓN DE UNA NUEVA           MENTALIDAD

            EL MIEDO A COMPROMETERSE                                                             p. 104
            LA RESPONSABILIDAD POLÍTICA DE LAS CLASES MEDIAS            p. 111

            BIBLIOGRAFÍA                                                                                         p. 120

            INDICE                                                                                                       p. 128
           





[1] Roberto Petrini, Proceso a los economistas, Madrid, Alianza Editorial, 2010, p. 66.
[2] Acerca de esta cuestión, recientemente se ha publicado un libro dedicado al análisis del último golpe de estado en España, en el que el primer presidente de la actual democracia, Adolfo Suárez, queda retratado en la siguiente frase: “como todos los políticos puros, se acababa creyendo lo que decía”, en Javier Cercas, Anatomía de un instante, Barcelona, Círculo de lectores, 2009, p. 131
[3] Brigitte Friang, La primera retirada del general De Gaulle, en AAVV, Los grandes enigmas de la Guerra Fría. III, Madrid, Artes Gráficas Mateu-Cromo, 1969, p. 21.
[4] Tim Madge, Polvo blanco. Historia cultural de la cocaína, Barcelona, Ediciones Península, 2002, p. 261.
[5] Amin Maalouf, León el Africano, Madrid, Alianza Editorial, 2006, p. 162.
[6] Como se afirma en un conocidísimo libro de literatura inglesa, “la realidad, por utópica que sea, es algo de lo cual la gente siente la necesidad de tomarse unas vacaciones”, en Aldous Huxley, Un mundo feliz, Barcelona, Plaza&Janes, 1976, p. 16.
[7] Peter Laurie, Las drogas, Madrid, Alianza Editorial, 1984, p. 194.
[8] Julio Llamazares, La lluvia amarilla, Barcelona, Editorial Seix Barral, 1993, p.. 76.
[9] Juan Benet, Volverás a Región, Barcelona, Editorial Planeta, 1998, p. 113.
[10] Gail Sheehy, Las crisis de la edad adulta, Barcelona, Ediciones Grijalbo, 1984, p. 29.
[11] Esta clase de reducciones a veces lleva a conclusiones absurdas y descabelladas. Los propios científicos se ríen de sus disparates a través de unos premios bastante conocidos, los IG Nóbel.
[12] Ana Jáuregui, Von Braun, Madrid, Ediciones Urbión, 1984, p. 79.
[13] AAVV, La Biblia, Tomo III, Madrid, Editorial Miñón, 1970, pag. 1106.
[14] Para la idealizada imagen que tenía Lorca de la URSS, ver Javier Tusell, El directorio y la Segunda República, en Historia de España, Tomo XVI, Madrid, España Calpe, 2004, p. 676; para esta cuestión en general, véase Francisco Calvo Serraller, Una cultura de desolación y combate, en La Cultura de Entreguerras, Madrid, Historia Universal del siglo XX, Historia 16, 1998, pp. 36 y ss.
[15] Edward Behr, El último emperador, Barcelona, Planeta, 1987, pp. 13 y 14
[16] Juan Maestre Alfonso, La pobreza en las grandes ciudades, Barcelona, Biblioteca Salvat, 1973, pp. 136 y 137
[17] Por poner otro ejemplo extraído de mi experiencia personal, mientras escribo estas líneas acabo de terminar de leer un viejo libro dedicado al comportamiento animal cuyo texto finaliza así: Y, como toda investigación científica, cuanto más se descubre más queda por descubrir, en J. D. Carthy, La conducta de los animales, Barcelona, Salvat, 1969, p. 176.
[18] José Sánchez Jiménez, La sociedad postindustrial, Madrid, Historia 16, 1995, p. 29.
[19]Lazarillo de Tormes, Madrid, Anaya, 1985, p. 90.
[20] Luis Martín-Santos, Tiempo de silencio, Madrid, El País. Clásicos del siglo XX, 2003, p. 63.
[21] Christiane Bird, Mil suspiros, mil rebeliones, Barcelona, Ediciones B, 2005, p. 413.
[22] http://ec.aciprensa.com/b/bienaventuranzas.htm.
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[26] Lucy Mair, Introducción a la antropología histórica, Madrid, Alianza Editorial, 1986, p. 253.
[27] V. S. Naipaul, India, Barcelona, Editorial Mondadori, 2003, pp. 28 y 29.
[28] Indro Montanelli, Dante y su siglo, Barcelona, Plaza&Janes, 1964, p. 113.
[29] Raymond Aron, Ensayo sobre las libertades, Madrid, Alianza Editorial, 1974, p. 41
[30] Rómulo Gallegos, Doña Bárbara, Buenos Aires, Colección Austral, 1968, p. 82.
[31] Julio Valdeón, Los orígenes históricos de Castilla y León, Valladolid, Editorial Ámbito, 2009, p. 94
[32] Antonio Palomino, Vidas, Madrid, Alianza Editorial, 1986, p. 57.
[33] Manuel Fernández Avello, Bobes, Oviedo, ALSA, 1982, p. 75.
[34] Charles Dickens, Historia de dos ciudades, Madríd, Cátedra, 2004, p. 325.
[35] Emile Zola, Una página de amor, Barcelona, Salvat, 1971, p. 217. La idea de reproducir este párrafo de Zola en este ensayo se me ocurrió visionando un famoso capítulo de Los Simpson, serie estadounidense de dibujos animados, en que uno de los protagonistas, un millonario avaro y exageradamente egoísta,  se humaniza y se enternece ante la posibilidad de recuperar su peluche de la infancia. El capítulo se llama Rosebud en Estados Unidos y Ciudadano Burns en España.
[36] Tullia d´Aragona, Diálogo sobre la infinitud del amor, en http://artflx.uchicago.edu/cgi-bin/philologic/getobject.pl?c.5:2.iww.
[37] Gonzalo Torrente Ballester, Cuadernos de la romana, Barcelona, Ediciones Destino, 1987, p. 246.
[38] Leon Tolstoi, Resurrección, Madrid, Alianza Editorial, 2009, p. 304.
[39] John Rule, Clase obrera e industrialización, Barcelona, Editorial Crítica, 1990, p.. 214.
[40] Sinclair Lewis, Calle mayor, Barcelona, Ediciones GP, 1965, p. 52.
[41] Víctor Serge, El destino de una revolución, Barcelona, Los libros de la frontera, 2010, p. 46.
[42] Gilbert Marie, El asesinato de Rasputín, Barcelona, Ediciones Urbión, 1983, p. 32.
[43] Luciano González Egido, Miguel de Unamuno, Valladolid, Junta de Castilla y León, 1997, p. 90.
[44] Enrico Altavillo, Suecia. Infierno y paraíso, Barcelona, Círculo de lectores, 1970, p. 95.
[45] D. Daiches Raphael, Darwinismo y ética, en AAVV, Un siglo después de Darwin, Madrid, Alianza Editorial, 1969, p. 219.
[46] Tomado de Javier Tusell, Guerra y dictadura. La guerra civil, la posguerra y el fin del aislamiento internacional (1936-1951), en Historia de España, Tomo XVI, Madrid, El Mundo, 2004, p. 84.
[47] Luis Pérez Bastías, Welles. El absurdo del poder, Barcelona, Royal Books, 1994, p. 58.
[48] Gail Sheehy, op. cit, p. 461.
[49] Oscar Wilde, El retrato de Dorian Gray, Barcelona, Salvat, 1970, p. 31.
[50] AAVV, Brasil, Colección Pueblos y naciones,  Madrid, Editorial Planeta, 1987, p. 67
[51] En la siguiente página de internet, por ejemplo, se reproducen algunas de las extravagancias de los millonarios:  www.el universal.com/estampas/anteriores/030405/encuentros3.shtml.
[52] Oscar Wilde, op cit., pp. 127 y 132.
[53] Beatriz Guido, El incendio y las vísperas, Barcelona, Círculo de lectores, 1974, p. 35.
[54] J. D. Salinger, El guardián entre el centeno, Madrid, Alianza Editorial, 1989, p. 15.
[55] Eduardo Haro Tecglen, La sociedad de consumo, Barcelona, Salvat, 1974, pp. 66 y 67.
[56] J. G. Davies, Los cristianos, la política y la revolución violentaSantander, Editorial Sal Terrae, 1977, p. 203.
[57] J. G. Davies, Ibid. Ibid., p. 141.
[58] E. A. Wrigley, Cambio, continuidad y azar. Carácter de la Revolución Industrial inglesa, Barcelona, Editorial Crítica, 1992, p. 37.
[59] Sami Naïr, Las heridas abiertas, Madrid, Punto de lectura, 2002, p. 72.
[60] Ramón Muñoz, Adiós, clase media, adiós, en El País, 21 de marzo de 2009.
[61] Darío Fernández-Flórez, Lola, espejo oscuro, Barcelona, Ediciones GP, 1966, p. 147.
[62] César Ballester, Benito Pérez Galdós, Barcelona, Ediciones Castell, 1990, p. 166.
[63] José Saramago, Todos los nombres, Madrid, Punto de lectura, 2000, pp. 160 y 161.
[64] Ricardo García Cárcel, Las culturas del Siglo de Oro, Madrid, Historia 16, 1999, p. 217.
[65] Tariq Alí, El choque de los fundamentalismos. Cruzadas, yihads y modernidad, Madrid, Alianza Editorial, 2002, p. 369.
[66] John Gray, Misa negra. La religión apocalíptica y la muerte de la utopía, Barcelona, Paidós, 2008, pp. 170 y 171.
[67] Fernando García de Cortázar, Breve historia del siglo XX, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 1999, pp. 17 y 18.
[68] Raymond Chandler, El largo adiós, Madrid, El País, 2002, p. 96.
[69] Estas características están tomadas de Virgilio Fernández Bulete, Gutmaro Gómez Bravo y Luis Enrique Otero Carvajal, Historia del Mundo Contemporáneo, Madrid, SM, 2008, p. 255.
[70] José María Faraldo y Elena Hernández Sandoica, Olof Palme y la socialdemocracia sueca, Madrid, Hª16, 1994, p. 12.
[71] Espido Freire, Mileuristas. Retrato de una generación, Barcelona, Editorial Ariel, 2006, p. 20.
[72] Th. Van Baaren, Las religiones de Asia, Barcelona, Enciclopedia Esencial, 1967, p. 122.
[73] Marcel Scotto, Las instituciones europeas. Le Monde, Barcelona, Salvat, 1995, pag. IX
[74] Miguel Delibes, Europa. Parada y fonda, Barcelona, Plaza&Janes, 1981, p. 178.
[75] Santiago Niño Becerra, El crash del 2010, Barcelona, Debolsillo, 2010, p. 102.
[76] Alejandro Díez Blanco, Los grandes problemas filosóficos, Valladolid, Editorial Casa Martín, 1954., p. 21.
[77] Stanley G. Paine, El fascismo, Madrid, Alianza Editorial, 2001, p. 108.
[78] John Stuart Mill, La esclavitud femenina, editorial De la luna, 2001, pp. 27 y 28.
[79] Jaime Izquierdo, Manual para Agentes de Desarrollo Rural, Mundi-Prensa Libros, Madrid, 2001, p. 202
[80] Gordon Thomas y Max Morgan-Witts, El día en que se hundió la bolsa, Barcelona, Plaza&Janes, 1983, pp. 150 y 151. 
[81] Johan Huizinga, El otoño de la Edad Media, Madrid, Alianza Universidad, 1984, p. 311.
[82] Paul Tournier, El factor femenino, Barcelona, Ediciones Robinbook, 2007, p. 73
[83] Amin Maalouf, Los jardines de la luz, Madrid, Alianza Editorial, 2000, p. 249.
[84] Francisco Diez de Velasco, Breve historia de las religiones, Madrid, Alianza Editorial, 2006, p. 13
[85] AAVV, La Europa de entreguerras 1918-1936, en Historia Universal, Tomo XVII, Larousse, 2005, pp. 3070 y 3071.
[86] Roy MacGregor-Hastie, Mao Tse-tung, Barcelona, Labor, 1967, p. 196.
[87] Rubén Solís Krause, La cultura de Eros, Barcelona, Ediciones Robinbook, 2007, p. 178.
[88] Lucy Mair, op. cit., p. 292.
[89] http://www.dw-world.de/dw/article/0,,15318115,00.html.
[90] Leopoldo Alas "Clarín", La regenta, Madrid, Colección Austral, 2004, pag. 456.
[91] Inmaculada Urzainqui, Aportación asturiana a la prensa ilustrada, en Asturias y la Ilustración, Oviedo, Consejería de Cultura, 1996, pp. 228 y ss
[92] Manuel Matji, Charles Chaplin, Barcelona, Ediciones Castell, 1990, p. 18.
[93] Rafik Schami, Un puñado de estrellas, Barcelona, Círculo de lectores, 1990, p. 207.
[94] Charles Kingsley, Hipatia de Alejandría, Madrid, Ediciones Edhasa,  2009, p.. 688.
[95] Juan José García González, en la introducción del libro de F. Javier Peña Pérez, El Cid. Historia, leyenda y mito, Burgos, Editorial Dossoles, 2000, pp. 11 y 12
[96] Nicholson Baker, Humo humano, Barcelona, Ediciones Mondadori, 2009, p. 34 y  Fabrice D´Almeida, El pecado de los dioses. La alta sociedad y el nazismo, Madrid, Santillana, 2007, p. 14.
[97] Michel Prawdin, Rasputín y el ocaso de un imperio, Barcelona, Editorial, Juventud, 1959, p. 23.
[98] Josep Carles Clemente, Ejército y conflictos civiles en la España contemporánea, Madrid, Editorial Fundamentos, 1995, p. 10.
[99] Stefan Zweig, La piedad peligrosa, Barcelona, Ediciones G. P., 1956, p. 102.
[100] Fernando Vizcaino Casas, ...Y al tercer año, resucitó, Madrid, Editorial Planeta, 1984, p. 20.
[101] Rubén Solís Krause, op. cit.., p. 108.
[102] Amin Maalouf, León el Africano, op. cit.., p. 313.





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