A continuación voy a reproducir un ensayo que escribí el año pasado, cuyo contenido se basaba en intentar entender la ceguera de las clases medias para aceptar de forma voluntaria un retroceso importante en su nivel de vida. El título del ensayo es El retorno de la historia circular y recibe este nombre porque, frente a la creencia en una historia lineal, en la que las sociedades evolucionan hacia un mayor progreso, los españoles estamos viviendo en una época en que la mayoría de ellos vivirán peor que lo que vivieron sus padres. El ensayo se reproduce a continuación:
EL RETORNO DE LA HISTORIA CIRCULAR
INTRODUCCIÓN
Empiezo a
escribir este libro en la segunda semana de agosto de 2011, en un momento en
que la crisis económica que afecta al mundo está intensificándose. Esta crisis,
cuya duración ya alcanza tres años, y que no tiene un final a la vista, parece que va a traer consecuencias muy
negativas a numerosas personas, cuyo nivel de vida descenderá de un modo muy
significativo.
Volviendo la
vista unos años atrás, en las semanas inmediatamente posteriores al estallido
de la crisis, se habló por parte de numerosos expertos de la necesidad de
reformar el modelo económico existente. Estas opiniones eran debidas a que
parecía que la propia magnitud de la crisis demostraba que el neoliberalismo
tenía defectos muy importantes que había que corregir.
Este estado de
ánimo no duró mucho tiempo o, por lo menos, no llegó a los gobiernos europeos
que, para salir de la crisis están aplicando soluciones neoliberales, como es
fácilmente comprobable por la gran cantidad de medidas que recortan el estado
del bienestar que están adoptando actualmente muchos estados europeos. Incluso
conquistas sociales tan relevantes como que la sanidad y la educación sean
gratuitas y públicas, se encuentran seriamente amenazadas por estos ajustes gubernativos.
No pretendo
entrar en un debate sobre si son justas o no estas estrictas medidas
gubernamentales, porque tal polémica entra en el campo de la política y de la
decisión que adopta cada persona cuando emite su voto para optar por un
gobierno u otro. Sin embargo, sí tengo claro que, en un contexto de crisis
económica tan grave como el que tenemos en Europa en la actualidad, cuando un
gobierno adopta una decisión económica es porque está convencido de que es la
mejor posible. En una situación tan catastrófica como la que se está viviendo
no concibo que pueda haber decisiones frívolas o poco pensadas por parte de
unos gobernantes bien asesorados.
Esta reflexión
lleva a una consecuencia, que los gobernantes europeos, en la situación actual,
están intentando ser lo más racionales posibles, de ahí que sigan aplicando las
recetas neoliberales, ya que este modelo establece que las fuerzas que operan
en el mercado siguen una lógica racional. No soy un experto economista, pero sé
que si el sistema económico neoliberal se ha aplicado durante los últimos años
en los países más desarrollados es, en gran medida, por su carácter
aparentemente científico. Como expresa el autor de un libro de economía:
Las matemáticas,
no sólo el álgebra sino el complicado cálculo infinitesimal, es decir, la de los ejes cartesianos y
las derivadas, entró a lo grande en la economía a mediados del siglo XIX. En Lausana, un grupo de economistas
llamados marginalistas o neoclásicos,
cuyo mayor exponente fue Léon Walras (1834-1910),
se planteó el problema de responder de alguna forma al socialismo de Marx y Proudhon, que predicaban la
aniquilación del sistema capitalista y la revolución.
¿Qué se podía hacer? Había que demostrar «científicamente» que el sistema de libre mercado y de la
competencia era el mejor posible y podía estar en
perfecto equilibrio[1].
Pese a que, como
se desprende del texto anterior, es un sistema de pensamiento conformado para
tener en todo momento una lógica aplastante, la crisis actual hace ver que las
recetas económicas neoliberales se pueden someter a críticas veraces. Un modelo
económico funciona si la sociedad se enriquece, y, en un estado democrático, la
sociedad son sus ciudadanos que también, se deben, en buena lógica, enriquecer.
Pero esta situación no es la que se está dando en el
momento actual, sino más bien la contraria. Por tanto, al neoliberalismo se le
puede cuestionar con críticas tan racionales como sus mismos presupuestos, ya
que estas últimos, al contrario de lo que afirman, han conducido a la pobreza,
o están camino de ello, a numerosas personas que hasta hace poco vivían
desahogadamente.
Si el
neoliberalismo es un modelo económico racional, pero, al mismo tiempo, se le
puede someter a una crítica de corte racional, no se comprende muy bien cuál de
las dos razones es la correcta. Lo
lógico seria pensar que la razón neoliberal no sea completamente la verdadera,
por sus contradicciones entre teoría y práctica. Sin embargo, con demasiada
frecuencia el ser humano necesita que haya una sola razón y que ésta se
identifique con la verdad, de ahí que la confianza en el neoliberalismo se
mantenga.
No me voy a
alargar más sobre esta cuestión, que roza la filosofía. Sólo la he abordado
porque una de mis mayores preocupaciones es entender cómo opera la imbricación
contemporánea que existe en el género humano entre racionalidad y verdad. Me
sorprende el modo en que el ser humano pretende forjar racionalmente una
definición absoluta de verdad, propósito que, en el mundo real, tan cambiante y
diverso, es inviable. Que el ser humano, pese a la locura de este empeño,
persevere en él, creo que demuestra cómo las verdades racionales responden
también a motivaciones irracionales.
Los argumentos
anteriores resultan importantes a la hora de entender el objeto de este libro.
En él se intentará probar el modo en cómo los miembros de la clase media,
influidos más por conceptos irracionales que racionales, han dejado que sus
derechos sean progresivamente recortados. Como no dudo de la formación y la
preparación actual de las personas de clase media para comprender sus derechos,
creo que las causas de su pasividad social actual tienen que ser más profundas
que la mera ignorancia. Este libro se dedicará a desentrañar algunas de ellas.
Espero que sea entretenido, aunque pido algo de paciencia al lector para
soportar las primeras páginas, algo más abstrusas, pero necesarias para
entender el conjunto de su contenido.
LA RACIONALIDAD LIMITADA DEL SER HUMANO
a) La subjetividad humana
En torno a la
cuestión tratada en el penúltimo párrafo de la introducción, la mayor crítica y
la más veraz que se puede hacer a la pretensión humana de alcanzar una verdad
racional absoluta, es la escasa capacidad que tiene el ser humano para ser
objetivo. Si el destinado a ser el creador de la verdad no puede escapar de su
propia subjetividad, su credibilidad resulta muy dañada.
No es materia de
este libro tratar las razones por las que el ser humano es tan subjetivo, ya
que es una cuestión concerniente a la psicología. Dentro de esta profesión, de
la que no soy nada experto, hay grandes especialistas dedicados a esta cuestión
y, aquí sólo voy a citar uno de los más famosos, Daniel Goleman, que en uno de
sus libros, El punto ciego, trata de
modo extenso esta capacidad humana de autoengañarse y falsear la verdad.
Cito este libro
de Daniel Goleman porque desarrolla un aspecto que es esencial: el ser humano,
aunque deforme la verdad, lo hace automáticamente, sin ser consciente de ello.
Esta circunstancia, sin duda, agrava el problema, porque, sin reconocerlo, es
más difícil corregirlo. Por poner un ejemplo corriente de una de estas
situaciones y, ya que en la introducción me he referido a las decisiones
económicas que están tomando los gobiernos en estos días de crisis, una
práctica habitual de los políticos es no respetar sus promesas electorales sin
que por ello perciban este incumplimiento como un engaño o fraude al electorado
que los ha aupado al poder[2]. Esta
falta de sinceridad de los políticos cuando se encuentran en campaña está ahora
de candente actualidad en mi país, España, porque se está abriendo un periodo
preelectoral y todos los candidatos están prometiendo, con dudosa veracidad,
que no van a realizar nuevos recortes sociales.
Acerca de esta
cuestión, hace un tiempo, leyendo un viejo libro de historia, encontré
expresado de forma impecable en uno de sus párrafos, a través de las palabras
de un expresidente francés, esta doblez inconsciente de los políticos:
Porque para De
Gaulle sólo cuenta la voluntad de la masa, sin la mediación de sus representantes elegidos por
sufragio, quienes, a su modo de ver, no representan
la voluntad popular; o más bien, dejan de representarla inmediatamente después de elegidos, arrastrados como se
ven por unos afanes personales y
partidistas que los separan del pueblo[3].
Esta deformación
inconsciente de la verdad no se restringe a los políticos sino que es común a
todos los hombres, ya que detrás de ella
están una serie de miedos que atenazan al ser humano. No es fácil la vida cuando
se es a la vez inteligente y endeble, como ocurre con la especie humana. A este
respecto, no hay en la naturaleza un ser tan vulnerable como el hombre y que, a
la vez, le cueste tanto reconocer la evidente fragilidad de su condición. Ésta,
su debilidad intrínseca, es la verdad más obvia que se cierne sobre el ser
humano y que, paradójicamente, peor percibe, de ahí que esta negación de sí
mismo sea la fuente principal de todos los problemas a la hora de una
percepción objetiva de la realidad por parte del hombre.
Es difícil probar
este tipo de negación, ya que pone en cuestión la propia inteligencia del ser
humano. Para hacerlo voy a seguir una vía indirecta: la necesidad humana de
evasión de la realidad. Como dice un autor de un estudio sobre la cocaína: si
viviéramos en un mundo ideal, nadie tomaría ningún tipo de droga, pero parece
parte de la condición humana nuestro deseo de dar con modos de alterar la
conciencia, ya sea reduciendo el grado en que participa en nuestra mente o bien
paralizando por completo su funcionamiento normal[4].
Es paradójico el
modo en que, por un lado, la ingesta
de drogas generalmente está sancionada moral, e incluso legalmente, mientras
que, por otro, es uno de los elementos de la vida que mayor fascinación ejerce
sobre el individuo. Como se afirma en un libro de novela histórica, que recrea
una sociedad musulmana, “todos los hombres han ido siempre a las tabernas; a
todos los hombres les ha gustado siempre el vino. Si no, ¿por qué hubiera
tenido que prohibirlo Dios?[5]”
Incluso
en el raro caso de no se traspasen los límites de la moral, la mayoría de los
individuos están a la búsqueda de encontrar sensaciones catárticas, que les
hagan olvidar sus angustias diarias[6]. Para un científico que ha
estudiado los efectos de las drogas, “volar,
esquiar, hacer paracaidismo y escalar son, a causa de sus sensaciones internas
y de sus peligros externos, actividades en cierto modo análogas a las
experiencias con LSD”[7]
Parece evidente
la necesidad de evasión humana, ocasionada por la conciencia de su naturaleza
tan débil. En este sentido, bastaría con que el lector repasara algunos de los
miedos que conlleva el hecho de existir, y reflexionara brevemente sobre ellos,
para que viera hasta qué punto su subconsciente trata de alejarlos de sí. Ni
pasar hambre, ni frío, ni dolor, ni enfermedad, ni la perspectiva de la muerte
o el envejecimiento, son situaciones agradables al ser humano y, para alejar
todo protagonismo en ellas, cada individuo se engaña de una u otra manera.
Precisamente, una
de mis rutinas laborales es estrellarme a diario contra esta resistencia mental
a admitir el lado malo de la vida. Mi profesión es la de maestro. En
concreto, la de profesor de historia. En el ejercicio de mis tareas escolares,
una de mis mayores dificultades es hacer entender a mis alumnos las
brutalidades que acompañan a las guerras. Aunque intentes ponerles ejemplos
explícitos, hablándoles de violaciones a niñas o ancianas, estos salvajes
comportamientos les resultan tan increíbles que piensan que estoy exagerando o
mintiendo.
Entre los miedos
humanos, quizá destaque uno, que es el miedo a la muerte, ya que el morirse es
un proceso que, tenga una causa biológica o provocada, es inevitable. En la
literatura hay muchos ejemplos de este temor a la muerte; uno de ellos es el
siguiente, de un escritor español:
Uno cree que
nunca podrá aceptar sin miedo la idea de la muerte. Cuando aún somos jóvenes, la vemos tan lejana,
tan remota en el tiempo, que su misma distancia
la hace inaceptable. Luego ya, a medida que los años van pasando, es justamente lo contrario- su mayor
cercanía- lo que nos llena de temor y nos impide
en todo instante mirarla cara a cara. Pero, en cualquiera de los casos, el miedo es siempre el mismo: miedo a la
iniquidad, miedo a la destrucción, miedo al
frío infinito que el olvido comporta[8].
Un texto análogo
es el siguiente, de otro escritor español:
No somos capaces
de pensar en la muerte, ni siquiera en un ámbito limitado. En nuestro ánimo existe una fe en la
pervivencia, una confianza ilimitada en lo que una
vez pasó puede ocurrir de nuevo. Y luego no es así, la realidad no lo confirma. Sin duda existe en nuestro cuerpo
una cierta válvula defensiva gracias a
la cual la razón se niega a aceptar lo irremediable, lo caducable; porque debe ser muy difícil existir si se pierde la
convicción de que mientras dure la vida sus posibilidades
son inagotables y casi infinitas[9].
O, tomado de un
libro de psicología y, por tanto, con un carácter más científico:
La noción de la muerte es demasiado terrorífica
para encararla de frente, de modo que
se nos aparece disfrazada: aviones estrellados, suelos movedizos, balcones poco firmes, disputas de
amantes, misteriosas disfunciones de nuestro organismo.
La eludimos fingiendo que todo sigue su curso normalmente. Algunas personas aprietan más a fondo
el acelerador. Otras juegan más al tenis, pasan
más tiempo corriendo, organizan fiestas más fastuosas, encuentran carne joven para llevar a la cama[10].
Insisto en estas
referencias al miedo a la muerte porque me sirve para demostrar hasta qué punto
el hombre intenta esquivar la verdad cuando ésta le abruma con su carácter
terrible. El modo en que muchas religiones, a través de conceptos como la
resurrección o la reencarnación han tenido como su principal objetivo consolar
al ser humano de este destino irreversible, proveyéndole de ilusiones
trascendentes, no deja lugar a dudas de la inmensa capacidad humana para
falsear las verdades más incontrovertibles.
Si sigo por este
camino corro el peligro de alejarme demasiado del propósito inicial de explicar
la necesidad humana contemporánea de apoyarse en una verdad racional, ya que
resulta obvio que esta clase de verdades trascendentes que plantea la religión
y que se oponen a las verdades naturales no son racionales. Pertenecen a las
llamadas verdades de fe o dogmas. Pero, desde el instante en que existe este
concepto, el de fe, que es capaz de alterar de un modo sustancial la percepción
objetiva que de la realidad tiene el ser humano, queda abierta una brecha más
que notable para poner en entredicho la voluntad humana de permanecer siempre
fiel a la verdad.
De la fuerza con
que operan las verdades de fe en la mente de los seres humanos, a mí me gusta
recordar las tesis creacionistas que, incluso, en la actualidad, tras siglos de
progreso científico, siguen negando la teoría de la evolución. Este tipo de
creencias no son ni mucho menos anecdóticas porque tienen tanto peso en las
sociedades que muchas veces dificultan la puesta en marcha de leyes o
investigaciones que mejorarían la salud o el nivel de vida de muchísimas
personas.
Esta negativa a
aceptar un progreso social si éste choca con una creencia arraigada se ve en el
mundo actual, por poner dos ejemplos, con la controversia existente sobre las
células madre o con la dificultad de algunos gobiernos para aplicar políticas
antinatalistas en países donde el peso de la religión musulmana o católica es
muy importante. Por tanto, aunque no se esté de acuerdo con algunas de ellas,
no hay que subestimar el peso que tienen las verdades aceptadas por el hombre
como elementos deformadores de la realidad.
b) La verdad como expresión de poder
Que las personas
prefieren tener un perjuicio real en sus vidas a renunciar a una creencia
religiosa, demuestra hasta qué punto el concepto de verdad en el hombre va más
allá de un preciso conocimiento de la realidad que le rodea. Y esta conclusión
se aplica también a las verdades racionales que, como utilizan métodos más
rigurosos para alcanzar el conocimiento, las acompaña la pretensión de que sus
afirmaciones no sean objeto de ninguna duda ni objeción.
Hoy día, gracias
al progreso científico, las ciencias naturales tienen un enorme crédito entre
la sociedad. En ellas parece cumplirse el sueño racional de hallar verdades
plenamente demostrables por la experiencia. Esta confianza en la ciencia se
mantiene a pesar de que, debido a su enorme complejidad, para alcanzar leyes
científicas hay que proceder a reducir la realidad a condiciones artificiales[11].
Pero, como tales simplificaciones acaban resultando muy útiles, permitiendo
ampliar al máximo el dominio humano sobre el medio natural, los postulados
científicos tienen un gran prestigio como conocimientos indudablemente
verdaderos.
No obstante estos
éxitos indiscutibles de la ciencia, los propios excesos a que han conducido los
descubrimientos científicos, conduce a reflexionar hasta qué punto estos deben
ser aceptados sin discusión solamente porque esconden en su interior una verdad
racional. El uso militar de la energía atómica prueba, por ejemplo, que la
ciencia no contiene sólo elementos racionales, al menos, si se otorga a la
razón un componente positivo para la humanidad, como normalmente hace el
hombre. Como afirmó Einstein antes de morir: muero sin saber si he abierto al mundo las puertas del paraíso o del
infierno atómico[12].
¿Por qué ni este
uso militar de la energía atómica, que ha demostrado como la verdad científica
puede destruir el planeta, es capaz de minar el prestigio de la ciencia?
Porque, desgraciadamente, el ser humano necesita que hasta sus verdades más
racionales tengan un componente de fe. El hombre no busca alcanzar con la
verdad un mayor o un menor conocimiento de la realidad, sino busca hallar en
ella un elemento que le proteja de sus propios miedos y que le permita confiar
en que es capaz de vencerlos, de ahí que en la verdad el hombre busque ante
todo seguridad.
Y esta seguridad,
como el ser humano es frágil, va a tener que venir acompañada necesariamente de
una vertiente irracional. O, dicho de otro modo, a los individuos no les
interesa de la verdad sólo su parte relativa al conocimiento sino también, y
mucho, su parte concerniente con la adquisición de un poder sobre la realidad.
Y, regresando a un cuestionamiento del uso militar de la energía atómica, sus
terribles efectos no dejan lugar a dudas de que esta clase de energía es una
manifestación máxima de poder.
Es casi seguro
que si la ciencia no hubiera mostrado su enorme capacidad para modificar el
mundo, hasta el punto de hacer posible su destrucción, los seres humanos no se
identificarían tanto con el pensamiento científico. En la ciencia los hombres
buscan protección, igual que anteriormente buscaban este refugio en la
religión, cuando aún se mantenía la creencia en dioses todopoderosos.
Un salmo bíblico
refleja a la perfección este anhelo humano de sentirse protegido por un poder
superior:
No temerás terrores por la noche, ni flecha
voladora por el día,
ni en la tiniebla peste invasora, ni
azote que devasta a mediodía,
Caigan mil a tu lado, y diez mil a tu
diestra; a ti no ha de alcanzarte (...)
Pues Yahveh constituye tu refugio, has
hecho del Altísimo tu asilo.
A ti no ha de alcanzarte la desgracia,
ni a tu tienda acercarse plaga alguna (...)
Andarás sobre el áspid y la víbora,
hollarás al león y al dragón.
“Pues a mí se adhirió, he de librarle;
le ampararé, pues veneró mi nombre.
Me invocará y le responderé; en la
desgracia yo estaré a su lado;
le rescataré y le daré honra.
Le
saciaré de dilatados días y le haré contemplar mi salvación[13]
Este poder
supremo en el que buscan cobijo los seres humanos no tiene porque tener siempre
un componente tan evidente como es una explosión nuclear. En la mayoría de los
casos, se manifiesta de una manera más mental, bastándole al hombre creer que
tiene un control sobre las circunstancias que afectan a la propia vida, aunque
sea recurriendo a algo tan cuestionable como la magia, cuya presencia sigue
siendo muy importante en las sociedades actuales más desarrolladas, como se ve
en la proliferación de horóscopos o de echadoras de cartas.
De ahí que, normalmente, la verdad no se ofrezca al
ser humano de una forma pura, sino
como un mecanismo de dominio del entorno. El hombre, que preferiría, al igual
que los dioses o superhéroes, tener poderes extraordinarios, para protegerse a
sí mismo se tiene que contentar en la mayoría de las ocasiones con tener claves
para comprender la realidad circundante a su persona.
Las referencias
anteriores al uso militar de la energía nuclear o el recurso a la magia por
parte de muchas personas demuestran que la verdad que, tan a menudo se la
enfatiza como el valor moral por excelencia, muchas veces no se merece este
galardón. El ser humano desea encontrar la verdad, pero sólo para sentirse
protegido, no con el fin de hacer el bien. No tiene porque ser hermoso vivir en
un mundo refulgente de verdades puras y cristalinas, como demuestra la historia
con siniestros ejemplos de sociedades montadas sobre ideologías repletas de
certezas.
Precisamente, el
último siglo, el de mayor desarrollo científico y presumiblemente el que
tendría que haber sido más racional, ha visto los perversos efectos de dos
grandes ideologías, el fascismo y el marxismo. De la primera, como su
irracionalismo es evidente, creo que no merece la pena hacer ningún análisis.
Pero, sí resulta interesante hacerlo de la segunda, ya que el marxismo, también
llamado socialismo científico, era una teoría fundamentada en el objetivo de
establecer una sociedad más justa, que sí contaba con una estructura racional.
Pese a este
carácter aparentemente racional del marxismo, su aplicación práctica en los
países comunistas llevó a los gobiernos a cometer grandes excesos criminales.
No es el momento de analizar donde está el fallo de la teoría marxista, pero sí
de hacer observar el modo en como muchos intelectuales occidentales, personas
muy estudiadas y preparadas, por tanto, para discernir correctamente la verdad,
mantuvieron su fe en ella durante varias décadas, pese a que sus crímenes eran
bien conocidos.
Para estos
intelectuales, por ejemplo los que en los años treinta valoraban como una
sociedad ejemplar a la Rusia
de Stalin[14],
o en los años sesenta hacían lo propio con la China de Mao, los hechos reales no tenían ninguna
importancia. Por ejemplo, un conocido episodio histórico de esta segunda época,
la Revolución
Cultural China, tiene la lectura siguiente por parte de un
observador:
Provocado por el propio Mao,
aquello fue un desastre de proporciones incalculables
que se saldaría con unos dos millones de muertos, la deportación de unos veinte millones de
intelectuales y el estancamiento económico, político y cultural de China durante casi diez años.
Fue una época de caos y crueldad indiscriminada. Bandas
de centenares de miles de guardias
rojos adolescentes invadieron Pekin y tomaron la calle imponiendo la ley de su ideario. Era entonces espectáculo
habitual ver personas mayores con letreros
colgados al pecho y a la espalda exponiendo sus “crímenes” o tocados con gorros cónicos de zopencos;
adultos a los que se escupía, se insultaba y se pegaba[15].
En cambio, para
un intelectual marxista, la visión de los años sesenta en China era muy
diferente:
Con
la toma del poder por los revolucionarios chinos se introduce una nueva estrategia en la manera de enfocar los
problemas de la ciudad, e incluso de concebir
el papel que en la nueva sociedad debía desempeñar la ciudad, para corregir los defectos y el
significado que ha tenido la ciudad china en el transcurso de su historia (…)
Parece
que todas estas medidas han tenido, en conjunto, un éxito notable. Unos veinte millones
de emigrantes rurales ingresaron al campo en los últimos años. Solamente en 1958 y 1959, al inicio de
esta campaña, fueron liberados en Pekín 360.000 metros cuadrados
de oficinas, que fueron transformadas en
viviendas, y que se sumaron a los 3.660.000 metros cuadrados
de viviendas construidas en esa
misma capital durante los primeros años de la revolución.
En materia de
higiene, sanidad, servicios públicos (que son gratuitos) y acercamiento a la cultura, se han hecho
grandes progresos. En las ciudades ha disminuido
la delincuencia, y la prostitución y los fumadores de opio han desaparecido[16].
Es difícil
explicar la ceguera de los intelectuales fieles al marxismo durante los años
sesenta. Muchos eran personas muy formadas que, sin embargo, no les importaba
en lo más mínimo que sus percepciones de la situación china entraran en
contradicción con los datos que provenían de la misma China. Dichos
intelectuales sólo valoraban que el marxismo era una teoría que daba respuesta
a sus propias inquietudes -habían convertido a esta corriente de pensamiento
laica en una forma de religión- y que, además, tenía un componente de fuerza
muy importante ya que se había hecho con el gobierno de varios de los países
más poderosos del mundo.
Que un sistema de
pensamiento tan racional como era el marxismo se haya convertido en una
cuestión de fe para muchas personas muy preparadas intelectualmente y que, por
tanto, deberían haber tenido una fuerte capacidad crítica para ver sus contradicciones,
demuestra bien a las claras hasta qué punto el hombre, en su búsqueda de la
verdad, es capaz de transformar la
realidad hasta llegar al punto de la negación de hechos objetivos.
En este sentido,
que la verdad no tenga porque tener un fundamento real suena contradictorio,
pero es el procedimiento habitual con el que opera la psique de los seres
humanos. Es fácil percibir este modo de funcionar de nuestra mente si se aplica
a uno de los problemas más candentes de la realidad actual, la contaminación
planetaria. Sus causas son, básicamente, el desarrollo industrial y la
superpoblación mundial. En principio, y por encima de otra clase de
valoraciones, el sentido común dicta que sus efectos tienen que ser cada vez
más graves debido a la magnitud que progresivamente están alcanzado sus agentes
causantes.
En estos
momentos, el mayor debate sobre las consecuencias de la contaminación a nivel
mundial gira sobre el llamado efecto invernadero. Éste, en cambio, es negado
por algunos gobiernos e instituciones, cuyas opiniones se basan en informes
científicos encargados al efecto.
Ya se ha hecho
repetidas veces mención al prestigio de la ciencia en el mundo actual. Los
citados informes científicos, aunque previsiblemente inexactos e interesados,
introducen la incertidumbre en una gran cantidad de individuos que, presos
entre la verdad que se le ofrece y la realidad tan distinta que perciben,
quedan desconcertados y, en todo caso, ante la duda, prefieren optar por la
versión oficial.
Un ejemplo de
este tipo de informes a los que estoy haciendo referencia, es el llamado
Informe Cheney, llamado así por ser un encargo del vicepresidente
norteamericano del mismo nombre. Este político, que tuvo una gran influencia en
la primera década de este siglo, promovió en el citado informe la explotación
petrolífera de una zona de gran valor ecológico de Alaska, el llamado Refugio
Nacional del Ártico para la
Vida Silvestre. Si no
hubiera sido por el cambio de gobierno en Estados Unidos, hecho que le
descabalgó del poder, Cheney posiblemente hubiera alcanzado éxito en su
propósito de hacer creer a la opinión pública que la acción de la industria
petrolífera en este lugar no tendría efectos negativos sobre la naturaleza.
A este respecto, el de la manipulación a que
pueden ser sometidas las personas por parte de sus gobiernos, el ser humano
sólo sabe actuar si tiene clara la verdad, porque, de otra manera, es muy
inseguro. La verdad le provee de esa seguridad que normalmente le falta. Esta
verdad no tiene porque estar basada en la realidad porque, entre otras cosas,
el ser humano huye de conocer sus propias realidades negativas. De ahí que,
paradójicamente, prefiera aquellas verdades que le engañen y que, además, le
permitan generar la sensación de que tiene un mayor control o poder sobre su
entorno del que en realidad tiene.
En la actualidad,
la ciencia cumple esta función tranquilizante, pero no por su carácter
racional, ya que básicamente es el mismo cometido que tuvo la religión en el
pasado. Es paradójico comprobar como la propia ciencia admite a menudo sus
límites -en mi caso, por ejemplo, me gusta ver documentales sobre el espacio en
que los científicos admiten sus grandes limitaciones para conocer el tamaño y
la composición del universo[17]- y, en
cambio, en el imaginario colectivo parece no tenerlos.
Para el individuo
contemporáneo se ha convertido en una necesidad asociarse al aparente control que sobre la realidad
parece tener la ciencia. Como afirma un librito dedicado al análisis de la
sociedad actual en la sociedad postindustrial los nuevos hombres dominantes
van a ser los científicos, los matemáticos, los economistas y los ingenieros de
la nueva tecnología intelectual[18].
La fascinación
moderna por la ciencia queda probada por el éxito que tienen entre el gran
público algunas revistas de divulgación científica. La más conocida de ellas,
al menos en mi país, se llama Muy Interesante. Sus contenidos pecan de poco
rigor, pero son muy atractivos porque consiguen dar una sensación efectista del
poder de la ciencia.
Esta revista, el
Muy Interesante, aparecida en los años ochenta, ha sido coleccionada en mi
familia, en concreto por mi padre, desde el primer número. Aprovechando esta
circunstancia, voy a tomar como ejemplo sus dos primeros ejemplares y
reproducir los títulos de algunos de sus artículos para mostrar este carácter
pretencioso que otorga a la ciencia, la cual parece que puede dar respuestas
incontrovertibles al ser humano sobre todo asunto que le interese:
Energía:
¿Quién dijo crisis? Tenemos toda la energía que necesitamos.
Autocontrol:
Los yoguis pueden regular hasta los latidos de su corazón.
Deporte:
Para chutar con efecto hay que saber algo de aerodinámica.
Carrera de
armamentos: la guerra y la paz dependen de los nuevos misiles de crucero.
Azar y probabilidades:
Tenemos las mismas probabilidades de que nos toque el Gordo que de sufrir un accidente de tráfico.
Vida animal:
Los tigres dan saltos de seis metros de longitud y atacan a las personas agachadas.
Con esta clase de
ejemplos, no sé si he conseguido demostrar la fuerza que el pensamiento
científico tiene en el público actual. Espero que sea así porque, de este
carácter casi mágico o religioso que tiene en el mundo contemporáneo el
conocimiento científico, se aprovechan a menudo los gobiernos para justificar
actuaciones impopulares.
En este capítulo
he hecho mención al modo en que algunos gobiernos disfrazan oficialmente los
efectos del cambio climático. Pero más relevante aún que esta cuestión ecológica
es, si se repasa la introducción de este libro, la importancia adquirida por
neoliberalismo como el incuestionable modelo económico actual. Estoy casi
seguro de que la mayoría de los ciudadanos no tienen la menor noción de
economía. Debido a ello, no se enteran porque en sus países se toman decisiones
que perjudican su nivel de vida, pero, en cambio, las avalan al aceptar las
explicaciones ofrecidas.
Para los gobiernos es posible tomar estas odiosas
decisiones económicas, porque el neoliberalismo tiene un barniz científico que
las hace más aceptables. Ante la profusión de cifras y datos que se le ofrecen,
el ciudadano se siente perdido y abrumado, del tal modo que la opinión pública
queda inerme para mostrar la menor oposición a decisiones contrarias a sus
intereses.
Es más, muchas
veces los ciudadanos hacen suyas tales propuestas económicas, simplemente por
el hecho de que les parecen verdaderas. El afán del ser humano de tener un
control de la realidad para que ésta no
le parezca tan amenazante, hace que las personas sean fácilmente manipulables y
los gobiernos sólo se tengan que preocupar de otorgar a sus ciudadanos verdades
bien construidas.
Una de las frases
más conocidas del siglo XX es la atribuida a un ministro alemán de propaganda,
Goebbels, de que “una mentira dicha mil veces se transforma en una verdad”.
En la sociedad de la información actual, quizá los estados no puedan ser tan
burdos, porque los ciudadanos pueden contrastar diversas fuentes de
conocimiento u opinión. Pero, si estas verdades, por inciertas que sean, se
construyen con una apariencia científica, es muy fácil que la opinión pública
las acepte por la simple razón de que son verdades y el ser humano necesita de
ellas.
LA IRRACIONALIDAD
TRIUNFANTE
Puesta en duda la
capacidad humana para establecer una verdad rigurosa, hay que intentar extraer
las consecuencias de esta involuntaria ceguera. El ser humano no domina sus
miedos y éstos le llevan a la negación de determinadas parcelas de la realidad
y a que busque seguridad en la posesión de conocimientos con los que se sienta más
protegido.
Estos
conocimientos no tienen porque ser exactamente verídicos, ya que su función es
servir de protección al ser humano. Es este último el que aporta el componente
de fe necesario para que tales conocimientos se conviertan en verdaderos. La capacidad
crítica humana queda relegada ante el afán del individuo de conseguir una mayor
tranquilidad psicológica a través de saberes que le permitan poner una mordaza
a sus miedos.
Este deseo de
sentirse a salvo de amenazas también está imbricado con la diferente posición
social y económica de la que disfrutan o padecen, según los casos, los
individuos. Aunque hay determinados miedos que son comunes, como el temor a
sufrir un accidente o el pavor a morirse, otros miedos dependen en gran medida
de la condición social a la que se puede adscribir la persona individual. Al
estudio de esta clase de miedos, dependientes de la posición que ocupa la
persona en la sociedad, se dedicará este capítulo ya que su comprensión la
considero importante para entender el contenido de posteriores capítulos.
a) El miedo al rechazo
Una persona
pudiente no tiene la misma preocupación por la posibilidad de pasar hambre que
una persona pobre. En esta segunda, por su carestía de recursos, este temor
será mucho más acentuado. Por otra parte, además de esta lectura obvia, a los
miedos físicos generalmente se añaden miedos psicológicos. En este sentido, en
el caso de las personas provenientes de clase baja, su temor principal será, a
causa de su pobreza, el rechazo que pueden ocasionar en los demás miembros de
la sociedad.
En la literatura
de mi país, España, hubo una época, la Edad Moderna , en la que el concepto de honra
impregnó a todos los géneros, especialmente al teatro. Gracias a este concepto,
los más pobres intentaban que la dignidad humana no estuviera tanto ligada a la
riqueza como al mantenimiento de unas buenas y rectas costumbres, muy
difíciles, por otra parte, en épocas de extrema penuria. Precisamente la
literatura picaresca, que tanto abundó en esta contradicción entre la búsqueda
de honra y las tretas usadas para la supervivencia diaria, en un conocido
pasaje de uno sus libros más destacados, el Lazarillo de Tormes, refleja un
caso extremo de este sentido de honra.
Uno de los
personajes principales, el tercer amo del protagonista del libro, que no tiene
ni para comer, disimula su miseria sin solicitar ninguna ayuda ni limosna,
porque su único afán es que nadie descubra su triste situación económica:
Y no tenía tanta lástima de mí como del lastimado de
mi amo, que en ocho días maldito el bocado que comió. A lo menos en casa, bien
lo estuvimos sin comer. No sé yo cómo o dónde andaba y qué comía. ¡Y velle
venir a mediodía la calle abajo, con estirado cuerpo, más largo que galgo de
buena casta!
Y por lo que toca a su negra, que dicen, honra, tomaba
una paja, de las que aún asaz no había en casa y salía a la puerta escarbando
los dientes, que nada entre sí tenían…[19]
Otro ejemplo literario de este anhelo de dignidad de
los pobres, es el siguiente, donde un médico de buena familia, cuando visita
una chabola, tiene que ocultar su desagrado, para no ofender al dueño de la
vivienda:
No osaba fijar la vista en ninguno de los detalles del
interior de la chabola, aunque la curiosidad le impulsaba a hacerlo, temiendo
ofender a los disfrutadores de tan míseras riquezas, pero al mismo tiempo
comprendía que el honor del propietario exige que el visitante diga algo en su
elogio, por inverosímil y absurdo que pueda ser.
- Está fresca
esta limonada –eligió al fin[20].
Otras veces, por
desgracia, la preocupación por la honra tiene un carácter menos anecdótico y
lleva a cometer crímenes:
Las mujeres kurdas de Turquía solían suicidarse
colgándose de una cuerda o saltando desde un lugar alto; rara vez se pegaban un
tiro. Este último tipo de muerte despertaba otras sospechas, ya que podía
tratarse de crímenes de honor, un hecho muy extendido en el sureste (…).
Algunos expertos estiman que, cada año, al menos doscientas mujeres y niñas
eran asesinadas por miembros de sus familias en Turquía (…). Los asesinatos
eran cometidos a veces por menores, obligados por sus padres a matar a sus
hermanas o primas, ya que ellos recibían condenas menores[21].
Los tres textos anteriores señalan como en las
personas más pobres hay un gran miedo a ser considerados poco más que animales.
Sus condiciones de vida, casi infrahumanas, son las que determinan que su mayor
anhelo sea el reconocimiento de su condición humana por parte de las demás
personas y, para conseguirlo, están dispuestos a hacer los mayores sacrificios
y renuncias a favor del grupo social en el que se integran.
Son personas, por
tanto, muy sensibles a verdades en que se trata el grupo humano como un
conjunto, sin hacer distinciones de riqueza entre sus componentes. Ésta es una
de las razones más importantes para explicar la extraordinaria fuerza del
mensaje de las religiones más extendidas por el mundo en la actualidad, el
cristianismo y el islamismo.
Ambas religiones,
en sus orígenes, orientaron su predicación hacia los más pobres, en sociedades
donde éstos eran muy abundantes a causa del menor desarrollo tecnológico y la
enorme desigualdad social. La primera de ellas, el cristianismo, surge en el
contexto histórico del Imperio Romano, época en que la sociedad aceptaba como
algo natural que existiera una gran miseria social, hasta el punto de que gran
parte de sus miembros eran esclavos.
El profeta del
cristianismo, Jesús, en vez de presumir de un linaje principesco, va a
postularse a sí mismo como hijo de un carpintero, una profesión humilde. Es una
forma de identificación con la gente sencilla y de baja extracción social que
va a impregnar el espíritu cristiano. Jesús va a proponer un tipo de enseñanza
moral que, aunque sin tener ningún propósito de reforma social, va a hacer una
constante llamada a la dignidad de los más pobres.
Algunas de las
Bienaventuranzas reflejan a la perfección este carácter popular del mensaje
cristiano:
Dichosos los
pobres en el espíritu,
porque de ellos
es el Reino de los Cielos.
Dichosos los
sufridos,
porque ellos heredarán
la tierra.
Dichosos los que
lloran,
porque ellos
serán consolados.
Dichosos los que
tienen hambre y sed de justicia,
porque ellos
quedarán saciados[22].
En el islamismo
también hay un claro propósito igualitario, aunque, como en el cristianismo, se
quede más en una intención moral que en una reforma social o legal. La Umma , o comunidad de los
creyentes musulmana, se basa en el igualitarismo formal de todos sus miembros.
Como explica Amin Maalouf:
El Islam afirma que la relación entre Dios y todos los
humanos –no sólo los musulmanes- es una y la misma. Rechaza en consecuencia
todas las pretensiones de favoritismo de algunos humanos. Interpretado según la
ley, este igualitarismo prescribe que no pueden ser excluidos de los
imperativos de la charia, que es la
ley santa o jurisprudencia islámica, sobre la base de la identidad. Tampoco la
raza ni la etnia, sexo, posición social o riqueza pueden alterar la igualdad de
los hombres ante la ley[23].
A este respecto, una de las enseñanzas recibidas
cuando estudié en la universidad las características de la arquitectura
musulmana, fue que los palacios construidos por integrantes de esta religión
deben evitar tener una apariencia lujosa al exterior para no ofender a sus
correligionarios más pobres. En la misma línea, uno de los preceptos básicos
islámicos, la limosna, tiene un espíritu claro de nivelación social, ya que
adquiere un carácter obligatorio para todos los fieles.
Por tanto, ambas
religiones han sabido tocar una tecla, la de la dignidad, a la que son muy
sensibles los estratos más humildes de la sociedad, y de ahí, deriva gran parte
de su éxito. La mayor preocupación de los pobres es conseguir ser aceptados,
sin por ello tener que sufrir ninguna clase de desprecios o humillaciones, como
miembros de pleno derecho en grupos humanos más amplios.
Esta integración
en el grupo religioso permite a los miembros de las clases bajas soterrar
algunos de los miedos reales a los que se enfrentan diariamente, como hambre,
frío u otras necesidades básicas, ya que no se sienten tan despreciados por los
demás por soportar estas penurias. Aunque pobres, como seres humanos que son,
el concepto de dignidad o el de honra son muy valorados por estas personas.
Por otra parte,
el ser partícipes de un grupo humano les permite asociarse con los éxitos del
colectivo, de ahí que se puedan identificar muchas veces con los más pudientes
del grupo y soñar con participar de su riqueza. A este respecto, el boato
característico de las celebraciones de la Iglesia Católica ,
tan contrario en principio a su espíritu evangélico, se puede considerar un
gesto hacia los más humildes. Como se afirma en un libro que analiza la
sociedad medieval europea, tan cristiana en todas sus manifestaciones, “las
comilonas de los grandes niegan la miseria de los siervos[24]”.
Conseguido este
anhelo de ser aceptados en algún grupo humano que les otorgue algo de dignidad
humana, los más pobres no suelen ser mucho más reivindicativos y aceptan su
inferioridad. Esta resignación ante su estado social se expresa en el siguiente
texto, también recogido de un libro sobre la historia medieval, una época en
que la mayor parte de las clases bajas estaban compuestas por campesinos que
llevaban una vida miserable:
El campesino es el productor principal del mundo
cristiano, esto no se pone en duda,
pero el trabajo no le pertenece y su condición tiene que ser la de servir con sus manos. Es así como piensan hasta
el siglo XIII los dueños del suelo e incluso los
de las ideas: para los goliardos, pese a estar enfrentados al orden social, el campesino es un ladrón, un animal;
para los obispos y abades son unos descarados
cuando reclaman un bien; para Rutebeuf unos apestosos que el diablo no querría tener en el infierno; en
las novelas y los poemas cantados ante los nobles
se les llama feos, repelentes y codiciosos y feroces.
En ocasiones
excepcionales las extremas condiciones de vida llevan a que se produzca alguna
revuelta social, pero no es lo habitual. Ya que he hecho referencia a la
desgraciada condición del campesino medieval, sus sublevaciones durante todo
este largo periodo de casi diez siglos son más bien escasas. Como precisa un
historiador, “hasta la crisis Bajomedieval, hubo escasas revueltas en
el campo europeo a lo largo de la Edad Media[25]”. La más conocida de estas rebeliones se dio a mediados del siglo
XIV en Francia, la llamada Jacquerie, y ni siquiera queda clara en ella que
fuera protagonizada por los campesinos más pobres.
La gente humilde suele tener una capacidad inagotable
de resignación ante su estado. En este sentido, “las revoluciones son mucho
menos frecuentes de lo que algunos podrían esperar[26]”.
La inmensa pobreza que, por ejemplo, existe en el Tercer Mundo tendría que
hacer pensar en una inminente revolución global, pero no parece que se vayan a
cumplir a corto plazo las predicciones contenidas en el siguiente diálogo,
producto de la reacción de dos personas ante la contemplación de la miseria
existente en la India :
-
¿De verdad le pone la pobreza tan nervioso como dice?
-
Estoy seguro que va a haber una revolución. Dentro de
una o dos generaciones. Esto no puede continuar, la desigualdad de ingresos. Me
da escalofríos pensarlo[27].
Aunque los dos
últimos siglos se hayan caracterizado por un gran número de revoluciones, éstas
generalmente no han estado protagonizadas por los más pobres, sino por personas
más reflexivas acerca de la injusta composición de la sociedad. Y esta clase de
personas más conscientes de sus derechos han aparecido sólo a partir de que han
conseguido cierta mejora en su nivel de vida que, porque no decirlo, también
suele ir acompañada de una mayor instrucción.
b) El miedo a ser menos
El punto de vista
de que la persona sólo es capaz de sentir indignación por una injusta
conformación social cuando empieza a salir de la pobreza, está en la base de
algunas de las teorías más importantes para explicar la Revolución Francesa ,
como las de los estudiosos franceses Jaurés y Tocqueville. No es fácil probar
esta perspectiva porque lo más lógico sería que los más pobres fueran los más
revolucionarios y no aquellos que gozan de una mejor situación social.
Sin embargo, para
los más pobres el sobrevivir al día a día absorbe todas sus energías. Como dice
un historiador italiano,"con el
estómago lleno se empieza a pensar en algo que no sea sólo el estómago"[28] , o, como expresa de modo similar un estudioso de la sociedad, “la libertad comienza más allá de la
necesidad”[29]. Aparte, como se ha visto al analizar el
enorme éxito que han tenido el cristianismo y el islamismo entre los más
pobres, las personas que pertenecen a los estratos más bajos de la sociedad
valoran más la pertenencia a ésta que cualquier aspiración personal. En otras
palabras, temen de una manera exagerada el rechazo social del resto del grupo
humano al que pertenecen, de ahí que estén dispuestos a toda clase de
sacrificios para no pasar por esta situación de repudio.
Pero
las personas, no dejan nunca de ser esto mismo, personas. Y si llega un momento
que alcanzan un nivel de vida suficiente para no sentirse tan atemorizados ante
los peligros de la subsistencia diaria, ya sea a causa de sus propios méritos o
debido a los beneficios del trabajo en común resultante de la organización
social, sus expectativas personales crecerán.
Aunque de manera novelada, un texto
extraído de un libro de Rómulo Gallegos puede que ayude a explicar este aumento
de las ambiciones humanas en cuanto hay la esperanza de una mejora en el nivel
de vida. Trata de la reacción de una chica que siempre ha vivido en la miseria,
tras recibir el anuncio de que próximamente cambiará su infeliz vida por otra
mucho mejor:
Por primera vez, Marisela no se duerme al tenderse
sobre la estera. Extraña el inmundo
camastro de ásperas hojas, cual si se hubiese acostado en él con un cuerpo nuevo, no acostumbrado a las
incomodidades; se resiente del contacto de aquellos
pringosos harapos que no se quitaba ni para dormir, como si fuese ahora cuando empezaba a llevarlos encima; sus
sentidos todos repudiaban las habituales
sensaciones, como si acabase de nacerle una sensibilidad más fina[30].
La habitual actitud pasiva de las personas cuando los
miedos más primarios predominan en ellas y su única preocupación es la
supervivencia, cambia cuando tienen la suficiente confianza para exigir una
mayor atención hacia sus necesidades por parte de las sociedades en que se
integran. El hombre que mejora su estado social toma mayor conciencia de sí y
quiere redefinir un nuevo marco de relaciones con sus semejantes, en el cual no
se tenga que sentir inferior a ninguno de ellos.
En consecuencia, se
establece un nuevo equilibrio de fuerzas, ya que, si bien el ser humano no
renuncia a sus vínculos con su grupo ya que en éste encuentra protección y
recursos, al mismo tiempo no querrá percibirse a sí mismo como un ser inferior
a otros seres humanos, porque el sentimiento de valer menos que su prójimo
recuerda al hombre su vulnerabilidad. Para cualquier ser humano que aprende a
reconocer su peculiar identidad, se convierte en vital para conservar su
equilibrio psicológico no sentirse como un ser por naturaleza peor que sus
semejantes.
En consecuencia, junto al ya citado miedo de las clases
bajas de no ser animalizados, ahora aparece un miedo que se puede considerar
más propio de las clases medias, el miedo a ser menos. De este miedo
deriva que una de las características de los seres humanos, en cuanto consiguen
una mejora en su nivel de vida, es una mayor preocupación por sus derechos. En
especial, hay dos de ellos, los de igualdad y libertad, que se convierten en
los motores que impulsan al cambio social a los seres humanos que adquieren
este temor a ser menos.
En las primeras fases de la adquisición de la conciencia
de sí, este proceso viene acompañado a menudo por una gran violencia, del que
es un buen exponente los excesos criminales ocurridos en las revoluciones
habidas en Europa durante los tres últimos siglos. Dentro de estas terribles
conmociones históricas, las más famosas han sido la Revolución Francesa
de 1789 y la
Revolución Comunista o Bolchevique de 1917. En la primera de
ellas, dirigida por la burguesía, se puso mayor énfasis en la idea de libertad
y en la segunda, protagonizada por la clase obrera, en la de igualdad.
Esta enorme violencia que acompaña a las revoluciones
llega a veces a extremos despiadados. La figura de Robespierre en la Revolución Francesa
o el llamado Comunismo de Guerra en la Revolución Bolchevique
han pasado a la historia como paradigma del terror. Este abundante empleo de la
violencia por parte de los revolucionarios se debe a que, disponiendo de una
mayor conciencia de sí, aún tienen muy presente el miedo a caer en la
pobreza.
Hay que recordar que a lo largo de la historia, quitando
en las últimas décadas del siglo XX, el
límite que separaba a la “gente menuda” del tenebroso mundo de los menesterosos
era muy etéreo, por lo que fácilmente podía ser rebasado[31].
En un libro que acaba de leer, sobre la vida de los artistas españoles de
los siglos XVI y XVII, las referencias a esta dramática caída en el nivel de
vida son constantes. Es el caso, incluso, de famosos pintores como Luis de
Morales “el Divino”, que habiendo tenido un gran éxito durante la mayor
parte de su vida terminó sus días en la miseria, llegó, pues, Morales a experimentar la saña de la fortuna en la vejez,
porque en ella vino a faltarle el pulso firme, y la vista perspicaz[32].
No pretendo justificar
la violencia, pero, para quienes participan en ellas, las revoluciones, al ser
creadoras de nuevas sociedades, normalmente son portadoras de la esperanza de
una vida más feliz. Por tanto, estas personas, absorbidas por la ilusión de un
mundo mejor, llegan a ver aceptable que toda resistencia al cambio sea
suprimida por la fuerza. Posiblemente resulte muy humillante para una persona
con conciencia de sí caer en un estado de pobreza, de ahí que tenga cierta propensión
a la violencia para remediar esta situación.
Del carácter violento de las revoluciones, favorecido por el proceso de
hundimiento del orden social que se da en estos casos, voy a reproducir el
siguiente texto, ya que pienso que se ha convertido en uno de sus mejores
exponentes. Es la proclama de Guerra a muerte contra los españoles
realizada por Simón Bolívar en la lucha por independencia hispanoamericana y
que dice así:
Españoles y canarios contad con la muerte aún
siendo indiferentes, si no obráis activamente en obsequio de la libertad de
América. Americanos, contad con la vida, aun cuando seáis culpables[33].
Otro ejemplo de este furor revolucionario,
correspondiente en este caso a la recreación literaria de un linchamiento
ocurrido en París durante la Revolución Francesa , es el que se narra en el
texto siguiente:
Lo tiraron, lo levantaron y
se le vio de píe en lo alto de las escaleras del edificio, luego, de rodillas; enseguida, de píe;
luego, de espaldas. Lo arrastraron, lo golpearon
y sofocaron con puñados de hierba y de paja que cientos de manos le arrojaban a la cara. Fue arañado y herido
mientras jadeaba y sangraba, sin dejar
por un momento de rogar y pedir clemencia. Unas veces podía moverse él solo, impulsado por una agonía
vehemente, cuando la gente le hacía sitio empujándose
unos a otros para que todos pudieran verlo; otras, fue como un tronco de madera muerta que rodaba a través de
un bosque de piernas. Por fin, llegó
a la esquina más próxima donde colgaba uno de los fatales faroles....[34]
Superado este estado de violencia inicial, las
revoluciones, cuando triunfan, tratan de desarrollar jurídicamente los derechos
más básicos del hombre. Y, pongan mayor o menor énfasis en uno u otro de estos
derechos, en todos los procesos revolucionarios se persigue garantizar a las
personas plebeyas que no van a ocupar
una posición subordinada en la sociedad por una simple cuestión de nacimiento.
Responden por tanto a las inquietudes del ser humano con conciencia de sí, el
cual trata de conseguir que el lugar que cada individuo ocupa en la sociedad
venga determinado del modo más racional posible.
Esta pretensión es la que explica que el pensamiento
racional, como se ha analizado en el capítulo primero, tenga tanta importancia
en la sociedad actual. Ante todo, es dominante en los países más desarrollados,
debido a que en ellos existe un predominio de las clases medias. Sus miembros,
que han perdido ya el miedo a recaer en la pobreza debido a la mayor
prosperidad de las sociedades actuales, si mantienen en cambio la aspiración de
no ser menos que sus semejantes.
El ser humano, por tanto, desde que adquiere conciencia
de sí entra en un terreno nuevo de preocupaciones, que en cierta forma se
pueden llamar racionales. Ya no le basta, como a las clases bajas, integrarse
en un grupo social, sino que quiere que exista una reciprocidad y una
proporcionalidad entre su trabajo a favor del grupo y las recompensas
proporcionadas por éste a cambio de sus servicios.
Si realmente el ser humano pudiera llevar a cabo estos
propósitos de una mayor justicia social realmente de una manera racional
resultaría fácil, llegando a un punto de madurez, encontrar un equilibrio legal
para que todas las personas quedaran contentas. Pero, esta situación de
equilibrio en la práctica resulta irrealizable, porque toda sociedad choca con
un escollo muy importante: la inseguridad en sí mismos de los individuos,
reforzada por la toma de conciencia de sí.
Parece un poco recurrente en estas líneas recurrir una y
otra vez a la misma explicación irracional, la inseguridad o la vulnerabilidad
del hombre, cuando los razonamientos emprendidos llevan a una encrucijada de
difícil solución o salida. Sin embargo, es un factor tan importante que,
involuntariamente, determina todas las conductas humanas.
Acerca de esta inseguridad propia de la especie humana,
uno de los mejores exponentes es la necesidad de muchos niños de aferrarse a
cualquier objeto que les transmita seguridad, como se describe literariamente
en el siguiente caso:
Para ella, únicamente existía su gran muñeca, acostada
a su lado. Se la habían dado una noche para distraerla de sus intolerables
sufrimientos y se negaba a devolverla, defendiéndola con un gesto huraño cuando
intentaban quitársela. La muñeca, con su cabeza de cartón puesta sobre la
almohada, estaba tendida como una persona enferma y cubierta hasta los hombros.
Sin duda la niña la cuidaba, puesto que de vez en cuando, con sus manos
ardientes, palpaba aquellos miembros de piel rosada, desprendidos y vacíos de
serrín. Durante sus ojos no perdían de vista aquellos dientes blancos que no
cesaban de sonreír. Después, en un acceso de ternura, sentían la necesidad de
estrecharla contra el pecho, de apoyar la mejilla en su pequeña peluca, cuya
caricia parecía tranquilizarla. Se refugiaba así en el amor de su gran muñeca... [35]
Otro ejemplo de esta profunda inseguridad del individuo
en sí mismo, en este caso referido a las relaciones de pareja, lo he tomado de
un diálogo de un libro renacentista:
Tullia: sin duda sabéis mejor que yo que innumerables
hombres se han enamorado tanto
en tiempos antiguos como modernos. Entonces, dominados por el miedo o algún otro sentimiento, han
reprimido su amor y abandonado a la mujer
que amaban[36].
Regresando al tema que nos ocupa, es relativamente
sencillo comprobar cómo nunca ha habido una sociedad en que todas las personas
que la componen estuvieran contentas. La inseguridad en sí mismos de los
individuos hace que desconfíen profundamente unos de otros. La creencia en una
sociedad en que la vida transcurra en completa armonía entre sus componentes,
aunque sana resulta un poco ridícula, a no ser para idealistas que viven fuera
de la realidad. Otro caso, que se tratará en el capítulo siguiente, es cuando
esta posibilidad de una sociedad perfecta es defendida por personas
privilegiadas cuyos intereses egoístas se disimulan mejor dentro de
concepciones armónicas de la sociedad.
No puede ser que todas las personas que viven dentro de
una sociedad estén contentas, aunque las leyes sean lo más equitativas y justas
posibles porque el ser humano, cuando adquiere conciencia de sí, en su
pretensión de no ser menos que sus semejantes, sólo se siente seguro si recibe
más de la sociedad que ellos. O, escrito con palabras más entendibles, los
seres humanos, debido a su inseguridad en sí mismos, no pueden renunciar a
recibir un poder a través del cual puedan certificar que son bien tratados por
su sociedad.
Es paradójico el modo en que el ser humano es capaz de la
mayor resignación si no reflexiona sobre su condición, por miserable que sea,
pero, si empieza a hacerlo y adquiere una mayor conciencia de sí, de repente le
entran unas urgencias enormes por transformar por completo su estado. Como dice un escritor
español en uno de sus libros, “la
estrategia contra el statu quo
no puede ser de violencia porque la provoca; pero la otra, la del asedio lento,
tropieza con la impaciencia, con la urgencia”[37]
En el siguiente texto, entresacado de un libro ruso, se
ve el modo en cómo unos campesinos pobres, cuya condición social el propietario
de sus tierras trata de mejorar renunciando a la mayor parte de sus rentas, no
se sienten satisfechos por este cambio, tan ventajoso aparentemente para ellos.
El texto es un extracto de las reflexiones del terrateniente tras su buena
obra:
Al parecer, todo había
resultado bien y, sin embargo, experimentaba constantemente
una especie de vergüenza. A pesar de que algunos campesinos demostraron agradecimiento, veía que no
estaban satisfechos. Después de haberse
privado de mucho, no había conseguido darles lo que esperaban.[38]
Este último texto trae a colación un nuevo derecho que,
tras los de igualdad y libertad, se manifiesta con fuerza en el ser humano en
cuanto éste toma conciencia de sí. Éste es el derecho de propiedad. Los campesinos
del texto anterior no estaban contentos por la simple razón de que, a pesar de
su mejora material, seguían sin ser propietarios de sus tierras.
La explicación de la fuerza con la que irrumpe en la
conciencia humana el derecho de propiedad es bastante sencilla: nacido el deseo
reivindicativo en el ser humano, se produce en su interior una creciente
desconfianza hacia el prójimo. Este
incremento de la susceptibilidad, juntado al deseo de asegurarse de
recibir los máximos beneficios materiales de su sociedad, hacen que el ser
humano se vuelva extraordinariamente celoso de lo suyo.
El aumento de los
recelos entre los seres humanos se debe a que una de las consecuencias de la
mayor conciencia de sí, es que también aparece la percepción del otro
como alguien distinto y, por tanto, con intereses diferentes. Producto de esta
nueva percepción del prójimo, el entendimiento humano genera una necesidad muy fuerte de rivalizar o competir
con él. Este nuevo factor conductual se convierte en un elemento básico de la
mentalidad del hombre que ya no lucha sólo por sobrevivir.
Asumida la
existencia del otro, el ser
humano también repara en una obviedad, que es imposible aprehender los
pensamientos ajenos. Esta circunstancia aumenta aún más su inseguridad, por no
poder leer las intenciones ajenas. Como consecuencia, al no fiarse de la
promesa o palabra ajena, el ser humano refuerza su postura de, ante todo,
tratar de conseguir ventajas materiales concretas de su pertenencia a la
sociedad.
Por una u otra de
estas razones, el sentimiento de propiedad se convierte en un elemento básico
para entender el comportamiento humano a partir de cierto nivel de prosperidad.
Se genera así un progresivo individualismo que incluso llega a ahogar el
carácter colectivo que muchas veces tiene la reivindicación de los derechos de
libertad e igualdad.
Repasando
brevemente aspectos ya vistos anteriormente al referirse a los procesos
revolucionarios contemporáneos, ambos son derechos que persiguen la
transformación social y suelen ser asumidos como bandera por grupos, como los
burgueses en el siglo XVIII o los obreros en el siglo XIX, que buscan, frente a
otros grupos sociales con privilegios, una conformación más justa de la
sociedad.
Sin embargo,
alcanzadas por estos grupos unas reivindicaciones que les permitan mejorar su
posición social, su lucha pasa de colectiva a individual. Sólo la comunión de
intereses permite que se mantenga alguna unión entre sus miembros, aunque ya
sin ningún propósito de reforma social. Los abusos cometidos en su época por
las burguesías europeas decimonónicas sobre sus conciudadanos proletarios son
de sobra conocidas, así como su falta de escrúpulos para negar los derechos de
libertad e igualdad a los pueblos africanos o asiáticos colonizados.
Un ejemplo cualquiera de
la explotación laboral existente en el siglo XIX, entre los muchos testimonios
que existen de las infames condiciones de vida de los obreros de este periodo,
es el siguiente, que relata la degradación física de un niño, obligado a
trabajar desde una edad muy temprana:
A la edad de ocho o nueve años, sus miembros empezaron a
dar síntomas de flaqueza, bajo la excesiva fatiga a la que estaban
sometidos.... Se tomaron todas las
preocupaciones que su madre viuda se podía permitir, para impedir que su único muchacho se convirtiese en un
tullido; pero todo fue en vano. Aceites, vendajes
de franela, emplastes y mezclas reforzantes se le aplicaron incesantemente; se probaron todas las
soluciones una por una, excepto la correcta
(es decir, sacarle del trabajo), y fueron descartadas y abandonadas. A pesar de todos estos remedios, se
convirtió por culpa del trabajo excesivo, en un inveterado tullido de por vida. Sus rodillas no resistieron y
gradualmente se hundieron hacia
adentro hasta que los huesos se tocaron unos con otros[39]
Un libro de Sinclair
Lewis refleja bastante bien en unos de sus pasajes la mentalidad egoísta y
cerrada de los empresarios de estos primeros tiempos de la industrialización:
- ¿Le parecen a usted bien las asociaciones obreras?-
preguntó Carol al señor Elder.
- ¿A mí? ¡Ni mucho menos! Ocurre lo siguiente; a mí no me
importa tratar con mis obreros
sobre cualquier queja que crean tener, aunque Dios sabe adónde van a ir a parar estos obreros el día que no
tengan una buena colocación. Sin embargo
si vienen a mí lealmente de hombre a hombre, no tengo inconveniente en escucharlos. Yo, lo que no puedo
tolerar es a ningún forastero, a ninguno de
esos delegados, o como los llamen, que no son más que obreros ignorantes. ¡No voy a consentir que ninguno de estos
individuos venga a decirme a mí cómo tengo
que dirigir mi negocio![40]
Parecida
acusación de total falta de sensibilidad, aunque con menos responsabilidad
directa, se puede hacer a los obreros de los países desarrollados del siglo XX
que, según fueron mejorando en su bienestar, fueron perdiendo la percepción de
la miserable existencia de los obreros del Tercer Mundo. El internacionalismo
de los primeros tiempos del movimiento obrero poco a poco fue derivando en
cierto autismo donde el marco de las reivindicaciones pasó a ser el estado
nacional. Pero ni siquiera dentro de las fronteras de éste se puede considerar
que la lucha obrera haya sido un proceso de cambio perfecto, ya que devino en
importantes desigualdades entre los mismos obreros.
A este respecto,
en aquellos estados donde la clase obrera llegó al poder, como la Unión Soviética ,
pronto se generó una élite obrera a la que poco le importaban las condiciones
de vida del resto de sus compañeros. Y este hecho sucedió incluso en los
primeros tiempos de la revolución, cuando aún debería haberse perpetuado un
espíritu solidario más puro. En un libro de los años treinta, que refleja la
situación social de la
Unión Soviética en ese momento, se dan el siguiente dato: desde el estajanovismo, la relación de los
salarios entre el obrero ordinario y el obrero privilegiado varía de uno a
diez, y hasta veinte[41].
El libro
anterior, para explicar la desigual distribución salarial existente entre los
obreros rusos, emplea de modo recurrente la expresión aristocracia obrera, que
es de por sí muy significativa. Si incluso en un estado comunista, que tendría
que haber mantenido a rajatabla el principio de igualdad, ya que había sido el
fundamento teórico de la revolución que lo había creado, se había alterado tan
fuertemente este ideal, ¿cómo se puede pretender que en el resto de los
estados, cuya filosofía económica bebe del liberalismo y, por tanto, se
persigue el enriquecimiento individual, no se produzcan fuertes desigualdades?
Este incremento
del egoísmo en el ser humano, este fortalecimiento de su sentimiento de
propiedad según mejora social y económicamente, es un factor que se ha
extendido contemporáneamente a numerosas capas sociales en los países más
desarrollados. En las últimas décadas, las clases medias, estimuladas por un
consumo fácil que ha dejado a un lado a otros valores, han perdido mucho de su
recelo original hacia las clases altas como potenciales contrincantes por los
recursos. Éstos se han vuelto tan abundantes que las sociedades de los países
industrializados actuales han recibido el nombre de sociedades de la abundancia
por la gran cantidad de bienes que son capaces de producir y distribuir.
Gracias al
progreso tecnológico y económico, y a la consiguiente creación paralela de las
también llamadas sociedades de consumo, muchas personas viven con tal grado de
bienestar que nunca hubieran podido imaginar sus abuelos. Esta mayor riqueza y
su extensión por una gran cantidad de miembros de la sociedad ha hecho que, hoy
día, aparte de fortalecer el sentimiento de propiedad, sea bastante corriente
entre las clases medias una conducta tradicionalmente propia de ricos, que
consiste en un pánico cerval a morirse, de la que me ocuparé en el apartado
siguiente.
c) El miedo psicológico a la muerte
De nuevo en estas
líneas se trae a colación un tema ya tratado con anterioridad, como es el temor
a la muerte. Pero, en este caso con una particularidad: si bien todos los seres
humanos tienen miedo a morir, no es lo mismo abandonar la existencia para una
persona colmada de bienes que para una persona que está privada de hasta lo más
necesario.
En las personas
más pobres, el miedo a la muerte puede permanecer larvado si el ser
humano tiene otras preocupaciones más urgentes, como subvenir a sus necesidades
inmediatas o intentar asegurarse un futuro en que su vida tenga unas mínimas
condiciones de bienestar. En esta lucha diaria por adquirir un suficiente o un
digno nivel de vida, muchas veces al ser humano no le queda espacio para
inquietarse por problemas de índole más metafísico.
Pero, cuando el ser humano se
siente a salvo de cualquier contingencia material o, dicho de otra manera, no
teme a un futuro en que pueda pasar necesidad, el
miedo a la muerte resurge con mucha fuerza. En efecto, cuando el ser humano está libre de
incertidumbres económicas, es el momento en que se empieza a preocupar más de
su ser. La razón es sencilla: la persona que objetivamente, debido a la riqueza
propia acumulada, no ve amenazado su bienestar, descubre que su enemigo es ella misma. Su
naturaleza tan vulnerable le hace ser consciente de que la abundancia en la que
vive se puede acabar de golpe y éste es una idea que su mente no soporta.
A
este tipo de temor prefiero denominarle miedo psicológico a la muerte porque la
persona que lo sufre no tiene porque estar en ninguna situación de riesgo.
Simplemente, sabe que, por mucho poder que acumule, su suerte se puede truncar
de golpe y, también, que no puede escapar a ese destino inexorable reservado a
todos los mortales. Es un miedo, por tanto, irracional, que adolece de toda
cura y remedio. El siguiente párrafo, que describe el estado mental de la
esposa del último zar que existió en Rusia,
pienso que expresa la desesperación de las personas aquejadas por este
miedo:
La
emperatriz, por el contrario, vive agitada por una angustia continua. "Me
ha contagiado sus aprensiones-
reconoce, asustada, la
Virubova- ; tiene miedo de algo,
está asustada por alguna cosa, aunque ignora qué cosa pueda ser; todo en ella son presentimientos y temores[42]
Por un trance parecido pasó Unamuno, que lo describió del
siguiente modo:
Allá por febrero y por marzo, no pensaba yo en
otra cosa ni tenía el ánimo lleno más
que de proyectos literarios y otras vanidades por el estilo (...). Pero allá a finales de marzo caí de repente y sin
saber cómo ni por dónde en un estado de inquietud
y angustia por el que había pasado ya hace años (...). La obsesión por la muerte y más que de la muerte del
aniquilamiento de la conciencia me perseguía.
Pasé noches terribles, de insomnios angustiosísimos y vino a añadirse a esto el tormento de darme a cavilar
si sería todo ello principio de trastorno mental...[43]
Este miedo
psicológico a la muerte, antes sólo propio de ricos, se ha popularizado debido al
aumento general del nivel de vida que se ha producido en los países
desarrollados. Esta nueva prosperidad de la que disfrutan gran parte de los
individuos en el llamado Primer Mundo es consecuencia de un proceso histórico
que empieza básicamente a partir de la Segunda Guerra
Mundial. Un grupo de países en que estas mejoras de dieron con gran rapidez fue
los países escandinavos. Ya en los años sesenta, el autor de un libro que
analizaba la sociedad sueca se sorprendía mucho de que, ligado al desarrollo, se
había producido un importante incremento del número de depresiones entre los
suecos:
O
porque las enfermedades mentales aumentan en todas partes (“la nuestra -ha escrito alguien- es una generación de
locos”), o porque esa nueva y controvertida rama
de la Medicina
ejerce una gran atracción, lo cierto es que el sofá del psicoanalista, ingrediente número uno de la curación, corre el
riesgo de convertirse en el
mueble más importante del decorado mental de los escandinavos[44].
No hace falta
profundizar en este fenómeno de las enfermedades mentales para entender que es
un asunto esencialmente característico de las sociedades más desarrolladas. En
los países más pobres, la mayoría de la población tiene problemas más
acuciantes que el hecho de estar o sentirse deprimido. Incluso, a pesar de la
generalización de este tipo de males psicológicos en las sociedades más
avanzadas, todavía gran parte de la población no las acaba de entender y piensa
en ellos antes en términos de picaresca -por ejemplo, como una estrategia para
faltar al trabajo- que como problemas reales.
Estos problemas
mentales surgen cuando la persona puede dedicar mucho tiempo para pensar en sí
misma y en sus problemas estrictamente personales o existenciales. Esta
situación hace que no sea capaz de relativizar sus circunstancias individuales
y tenga tendencia a hacer dramas de cuestiones aparentemente menores. El ser
humano pierde por tanto, debido a esta fijación en sí mismo, una perspectiva
global para abordar sus problemas y la sabiduría de relativizar los asuntos que
afectan a su vida.
La consecuencia
más importante de esta exhaustiva atención a sí misma es que la persona se
vuelve muy competitiva. La obsesión por no ser menos capitaliza todas sus
preocupaciones y le parece estar pasando un examen definitivo en cada decisión
que adopta en su vida, dentro de una búsqueda de la perfección que se convierte
en enfermiza. Esta presión que se autoimpone la persona hace que viva en una
tensión permanente en que antepone siempre sus obsesiones a cualquier juicio
más racional y generoso de la realidad.
Si el ser humano,
por su naturaleza frágil, tiene una tendencia clara a buscar seguridades y a
acudir, por tanto, a vías irracionales de consolación, esta tendencia se
extrema cuando su bienestar se acrecienta. La persona, en vez de la actitud más
lógica de relajarse según va teniendo más bienes, ya que su futuro queda a
salvo de contingencias materiales, propende a luchar por ser cada vez más rico.
El miedo a morir atenaza de tal modo al individuo que se enriquece que sólo
encuentra consuelo en sentirse cada vez más superior a sus semejantes.
En consecuencia,
el ser humano, a partir de cierto grado de prosperidad, se vuelve terriblemente
subjetivo y pierde toda capacidad de sensibilidad con los problemas ajenos.
Llegado a un punto de bienestar importante, en vez de volverse más generoso, el
único interés del hombre pasa a ser todo aquello que ataña a sentirse él mismo
más protegido, aunque sea a costa de un posible perjuicio ajeno. Además, y a
este respecto, un pensamiento propio de la mentalidad contemporánea es que el
individuo no tiene porque sentirse responsable moralmente de la desgracia
ajena, porque el egoísmo aspira al bien de la persona implicada y no
pretende en sí mismo el daño de nadie, aunque en muchas situaciones tiene el
efecto colateral de dañar a otros[45].
Los razonamientos
anteriores no son más que un intento de explicación de porque el ser humano,
cuanto mejor vive, más egoísta se vuelve. Aunque duela admitirla, esta
transformación deshonesta es uno de los rasgos más propios de la especie
humana. El aumento del egoísmo es consustancial al incremento de la riqueza por
parte del ser humano y la mejor prueba de esta afirmación, casi una ley no
escrita, es que nunca ha habido una sociedad donde los más ricos estén
dispuestos que los más pobres participen de sus beneficios.
Es más, como
reflexiona un expresidente español, Azaña, en el contexto de la Guerra Civil
Española, los ricos generan también un gran rencor hacia los más pobres si
éstos intentan obligarles a repartir sus bienes:
Los impulsos ciegos que han
desencadenado sobre España tantos horrores – escribió-
han sido el odio y el miedo. Odio destilado, lentamente, durante años en el corazón de los desposeídos. Odio
de los soberbios, poco dispuestos a soportar
la insolencia de los humildes[46]
Y esta falta de
voluntad de reparto de la riqueza por parte de quienes más tienen no es tanto
un problema moral, como un problema psicológico. No quiero, por tanto, decir
que todos los ricos o, contemporáneamente, los miembros de la clase media
acomodada, sean intrínsecamente malas personas. Pero, si afirmo rotundamente,
porque la considero casi una propiedad de la conducta humana, que, llegado a un
alto nivel de bienestar, el ser humano pierde la capacidad de controlar su
egoísmo.
No encuentro
mejor forma de explicar mi punto de vista sobre esta cuestión que reproduciendo
el siguiente análisis del millonario protagonista de una de las películas más
famosas de la historia del cine, Ciudadano Kane:
Al mismo tiempo,
los malvados de Welles jamás son antipáticos o repelentes en su inhumanidad, porque ésta se produce
inconscientemente, en un irracional impulso
del que nunca guardan memoria. Kane, por ejemplo, no se arrepiente nunca porque no ha podido evitar nada de
lo que ha hecho, añora la infancia en que
fue feliz, pero las fuerzas que operan en su carácter le impiden pensar en ninguna rectificación. Se siente
enojado cuando algo no sale como deseaba, mas desconoce
que la causa reside en él, pues ignora su propio egoísmo[47].
Desde mi punto de
vista, el miedo psicológico a la muerte es una razón muy poderosa para entender
el exagerado afán acaparador del ser humano. Éste se vuelve tan egoísta porque
ansia ser superior a su prójimo como una manera de protegerse de seguir la
misma y fatal suerte que él. El individuo necesita, por tanto, ahogar todo
asomo de lucidez para no sentirse constantemente deprimido, de ahí que se
vuelva tan competitivo. Como afirma una psicóloga norteamericana ya citada:
La fantasía de la liberación actúa aproximadamente de
la siguiente forma: Cuando sea
poderoso, o rico, nadie podrá criticarme ni volver a darme órdenes o tratar de hacerme sentir culpable. Nunca
tendré que volver a soportar que me traten
como a un niño (…)
Por
encima de todo, existe la vaga promesa de que si uno se convierte en amo de su propio destino podrá vencer incluso a
la muerte[48].
Dentro de esta
búsqueda de autoengañarse, aparte de la búsqueda de conseguir mayor poder, otra
particularidad muy extendida entre los individuos acaudalados es intentar crear una nueva realidad en la que no se sientan
amenazados y, para poder vivir inmersos en ella, no reparan en gastos. Con este
fin, muchos ricos buscan rodearse de las sensaciones más exquisitas, para
permanecer siempre en un mundo de plenitud, que les haga olvidar los aspectos
más sórdidos de la existencia, incluido el temible recuerdo de la muerte.
Este
mayor refinamiento de las personas bien provistas de poder y dinero se debe a
que persiguen el alejamiento o la sublimación de su naturaleza animal. De este
modo, intentan verse a sí mismo como seres superiores, a los que no afecten las
leyes de la naturaleza, porque, en su fuero interno, necesitan sentirse imperecederas. De ahí procede, en gran
medida, ese culto a lo bello que se desarrolla en el ser humano en cuanto
alcanza un elevado nivel de vida, entendida la belleza como la selección de
aquellos aspectos que alejan al ser humano del recuerdo de aquellas partes más
abominables de su naturaleza. Esta obsesión estética, tan característica de
muchos individuos adinerados, se encuentra muy bien reflejada en el siguiente
párrafo literario:
No tiene usted más que unos
pocos años para vivir verdaderamente, perfectamente,
plenamente. Cuando su juventud se desvanezca, su belleza se irá con ella, y descubrirá usted de pronto
que ya no le quedan triunfos, o tendrá que contentarse
con esos pequeños éxitos que el recuerdo del pasado hace aún más amargos que derrotas. Casa mes que huye
le llevará hacia algo terrible. El tiempo
está celoso de usted y guerrea contra sus lirios y sus rosas. Palidecerá usted, se hundirán sus mejillas y se
apagarán sus ojos. Palidecerá usted horriblemente....
¡Ah! Dese cuenta de su juventud mientras la tiene. No derroche el oro de sus días escuchando a los
tediosos que intentan detener el desesperado fracaso,
y defienda su vida del ignorante, del adocenado, del vulgar[49].
En este fragmento literario
aparece una peligrosa obsesión por la belleza del cuerpo humano, de la que, hoy
día, al aumentar el nivel de vida, participa gran parte de la población
mediante el denominado culto a la juventud. La importancia que ha adquirido la
cirugía estética en las mujeres es una buena muestra de esta contemporánea
obsesión por el aspecto físico. Como se dice en un libro que refleja este
problema en las mujeres brasileñas, “la importancia que se concede a la
juventud las aterroriza cuando aparece la primera arruga[50].
Toda
esta pretensión, aquí tratada, de huir de la muerte puede sonar a tontería,
pero, cuando se observa el modo en cómo las personas, según van disponiendo de
mayor riqueza, anteponen sus propios caprichos, por extravagantes que sean[51], a las necesidades más
perentorias ajenas, se entiende mejor. Nadie nace ciego y sordo para no saber
cuando su prójimo necesita ayuda, pero este miedo a la muerte condena a las
personas adineradas a mirar para otro lado, porque su prioridad va a ser la
tranquilidad de su espíritu, que pasa, como se ha dicho, por sentirse en todo
momento superior a los demás. Para entender esta actitud nada mejor que seguir
parafraseando a Oscar Wilde:
Coleccionó de todas partes
del mundo los más extraños instrumentos que pudo encontrar, hasta en las tumbas de los pueblos muertos o entre
las escasas tribus salvajes que
han sobrevivido a las civilizaciones occidentales, y gustábale tocarlos y probarlos (...) En una
ocasión se dedicó al estudio de las joyas, y apareció
en un baile disfrazado de Anne, duque de Joyeuse, almirante de Francia, con un traje cubierto de 560 perlas.
Esta afición le dominó durante varios
años, y, realmente, puede decirse que no le abandonó nunca (...) Porque aquellos
tesoros y todo cuanto él coleccionaba en su atractiva casa, le servían como medios para olvidar, como recursos
para evadirse por una temporada del temor
que le parecía a veces casi demasiado grande para ser soportado.[52]
En la misma línea que el
anterior, el siguiente texto literario señala la imposibilidad del ser humano
acaudalado de marcarse un límite que le permita estar en algún momento
satisfecho consigo mismo:
Cuando sale por las tardes, antes de ir al Jockey Club,
no sabe de pasos ni de cuadras.
Se detiene en los mismos anticuarios, todos los días, como si por la noche se engendrara el desprendimiento
entre el objeto y su dueño. Busca lo inhallable,
lo que existe de alguna manera en alguna casa de Buenos Aires. Algún de marfil o de coral, que le falta a
su tetera pompeyana; el Thibon de Libian
aquel, del periodo azul. Después que lo ha conseguido, en el instante mismo en que se produce el acto
carnal entre el objeto y sus manos, después del dificultoso contacto y la ubicación en su casa o en Bagatelle,
vendrá la tristeza de la
realización amorosa. Y como un amante desesperado iniciará la búsqueda de algo que volverá a desear y ansiar con
la misma intensidad[53]
No voy a
profundizar más en esta falta de límites al egoísmo humano. Las inmensas
fortunas que tienen algunas personas particulares hablan por sí mismas.
Personalmente, la razón que he dado para entender este afán acumulador de
riquezas, el miedo psicológico a la muerte, me parece válida. O, al menos, es
un intento de tener una razón para entender el extremado egoísmo humano, sin
limitarse a una condena moral en que parte de la humanidad se pueda sentir pura
y libre de culpa sólo por el hecho de tener menos dinero.
¿Por qué he
dedicado tanto espacio al que he llamado miedo psicológico a la muerte? Porque,
volviendo a recuperar una línea de argumentación anterior, pienso que en el ser
humano el subjetivismo siempre se va a imponer a los juicios racionales. Y,
además, este rasgo tan característico del ser humano se acentúa cuanto mayor es
el nivel de vida de la persona. Por tanto, desde el interior de la mente humana
es muy difícil la construcción de una sociedad equitativa. ¿Es posible creer
que las personas van a tener una visión ecuánime y justa de sus intereses y de
los ajenos, si están dominadas por unos miedos interiores que las convierten en
seres enormemente egoístas?
Con respecto a
cómo están afectando estos comportamientos egocéntricos a las clases medias, es
cierto que éstas no se pueden permitir muchos de los caprichos de los más
ricos, pero tienden a imitar tales comportamientos. La crisis actual responde
en gran medida a un endeudamiento masivo de las familias de clase media, que
han gastado mucho más dinero del que deberían haber hecho si hubieran actuado
con cordura. Una de las industrias más importantes de los países desarrollados
es la del automóvil. Precisamente en este sector es dónde se han cometido
algunos de los mayores excesos, viéndose circular en estos últimos años por las
carreteras una gran cantidad de automóviles de alta gama que, en una gran
cantidad de casos, no concordaban con el nivel económico real de sus
propietarios.
El recuerdo de la
pobreza aparece cada vez más lejano en muchos de los integrantes de las clases
medias actuales. El efecto de este olvido ha hecho que haya prendido en
ellos un espíritu individualista que, si bien nace con el sentimiento de
propiedad, se exacerba cuando aparece el miedo psicológico a la muerte. Muchas
de las personas de clase media, casi sin quererlo, han entrado en esta deriva
mental que ahoga cualquier espíritu colectivo.
Hay que matizar,
no obstante, que, dentro de la locura colectiva que a veces acompaña a sus
componentes, las clases medias, conscientes de su menor poder económico, no
renuncian del todo a la pretensión de organizar una sociedad de un modo
racional. De ahí que aún mantengan esa
mentalidad tan específica suya que defiende que sea el mérito y no el
nacimiento quien determine la posición que ocupa la persona en la sociedad.
Por tanto, no ha
desaparecido entre las personas que no son ni ricas ni pobres el miedo a ser
menos, pero, hoy día, por la casi anulación del miedo a la pobreza, se
encuentra sometido a realidades más interesadas. La persona de clase media está
dispuesta a perder muchas de las garantías legales que protegen su
bienestar si con ello cree que se le
abren nuevos caminos a su ambición. No sé si me estoy explicando bien o estoy
siendo algo confuso al tratar este punto. Pero resulta indudable que, desde
hace unos treinta años, se asiste a una pérdida progresiva de derechos sociales
en las sociedades más avanzadas, retroceso social que es aceptado por las clases
medias sin excesiva alarma.
Las nuevas clases
medias se comportan como si, convencidas de que su posición social está
asentada, no tuvieran ya que preocuparse de cuestiones materiales, sino sólo de
que las leyes no pongan impedimentos a su ascenso social. Muchos de los avances
democratizadores habidos en los dos últimos siglos, que parecen haber alcanzado
su cenit en los movimientos de protesta de los años sesenta, están
desapareciendo sin que exista una gran oposición popular a este cambio.
Con respecto al
punto anterior, el legado de los movimientos sociales de los años sesenta
–feminismo, ecologismo, pacifismo, etc-, que tan positivo parecía, ya que era
una expresión de la consolidación de la democracia y del estado de bienestar,
puede incluso haber tenido un efecto dañino. Aunque no fuera su intención,
estos nuevos movimientos sociales han contribuido a alejar a los miembros de
las clases medias de las preocupaciones sociales tradicionales, por lo que la lucha social por aspectos tales como
el pleno empleo o el aumento salarial parecen anticuados o desfasados.
Es difícil
explicar esta pasividad o esta falta de sentido práctico de las clases medias
actuales. Hoy día predomina un sistema de pensamiento, el neoliberalismo, que,
al igual que el antiguo liberalismo burgués, pone tanto énfasis en la libertad
individual que casi acepta con naturalidad la ley del más fuerte. Y, aunque no
se ha vuelto a corrientes de pensamiento tan abyectas como el socialdarwinismo
del siglo XIX, época de oro del liberalismo burgués o clásico, el aumento de la
brecha social entre ricos y el resto de la sociedad es evidente en las últimas
décadas.
Las clases medias
parece que en la actualidad han perdido la tenencia de un espíritu específico
de su categoría social, al menos en relación con un posible conflicto de
intereses con las clases altas. No se nota entre sus miembros ningún estado de
ánimo que los que impulse a desconfiar de medidas legales que favorecen a
quienes son más poderosos que ellos. Y, lamentablemente, este tipo de medidas
son cada día más corrientes, habiendo un incremento enorme en los últimos años,
por poner un ejemplo, de la diferencia salarial entre ejecutivos y asalariados.
En estos años de
predominio del neoliberalismo, se ha producido, por compartir los mismos miedos
psicológicos, una identificación entre la clase media y la clase alta que no
puede, por menos, de favorecer a esta última, siempre más cercana y con acceso
directo a los círculos donde está el auténtico poder. En uno de los diálogos de
un libro de obligada lectura en la época en que yo asistía al instituto, se
trata con ironía esta identificación de intereses entre las clases sociales:
-
La vida es
una partida, muchacho. La vida es una partida y hay que vivirla de acuerdo con
las reglas del juego.
-
Sí, señor. Ya
lo sé. Ya lo sé.
De
partida, un cuerno. Menuda partida. Si te toca del lado de los que cortan el bacalao, desde luego que es una
partida, eso lo reconozco. Pero si te toca del otro
lado, no veo donde está la partida. En ninguna parte. Lo que es de partida, nada[54].
Por supuesto,
debido a su mayor bienestar actual, es comprensible que las clases medias no
vuelvan a sus orígenes y no se conviertan de nuevo en revolucionarias, o, dicho
de otra manera, es lógico que entre ellas y las clases altas no haya lucha de
clases. Pero, de ahí a padecer una ceguera que las perjudica hay un trecho
importante que se está recorriendo en las últimas décadas. Esta pasividad por
parte de los integrantes de las clases medias no tiene fácil explicación y la
apuntada, la referida a los efectos que causa en el individuo el miedo
psicológico a la muerte, al menos sirve para intentar entender el profundo
individualismo de sus integrantes, que tanto perjudica a cualquier lucha
social.
Esta potenciación
en las clases medias de los miedos humanos, en concreto del miedo a la muerte,
también sirve para intentar explicar el carácter casi religioso que tienen en
la actualidad los dogmas del neoliberalismo. Cuanto mayor es la cantidad de
miedos que no controla la mente humana, mayor es la inseguridad del individuo,
y mayor, por tanto, su anhelo de tener una verdad consoladora. Ésta, por el
carácter racional del pensamiento moderno, no puede ser simplemente una
reedición de una verdad religiosa, así que, en la actualidad, el neoliberalismo
sustituye o complementa a la religión.
En este punto de
la argumentación, cuando se han llegado a parecidas conclusiones que al
finalizar el capítulo anterior, conviene también dar fin a éste. El individuo
de la clase media, como toda persona, necesita encontrar seguridad en la
verdad. Además, aquejado de un mal, el miedo psicológico a la muerte, se ha
vuelto profundamente egoísta. Falto también de un espíritu colectivo por el ya
lejano recuerdo de la pobreza, su ambición le impide ser prudente y acepta un
sistema de pensamiento, el neoliberalismo, que le recorta derechos. Este hecho
es facilitado por el carácter aparentemente racional del neoliberalismo, que
hace que los miembros de las clases medias hayan bajado la guardia y no perciban
las consecuencias negativas que les trae su aplicación.
EL CAMBIO DE MENTALIDAD DE LAS CLASES MEDIAS
El último
apartado del capítulo anterior se ha finalizado intentando resumir una
explicación para que las clases medias hayan aceptado un sistema de
pensamiento, el neoliberalismo, que está afectando negativamente a su nivel de
vida. No es una novedad histórica que las ideologías que sean más interesantes
para las clases dirigentes calen en el resto de la sociedad. La sorpresa que
causa el actual triunfo del neoliberalismo viene, más bien, de que, en la época
inmediatamente anterior, las mentalidades eran por completo opuestas.
a) La regresión social de las mentalidades
En la casa de mis padres existe una colección de
libros, editada a principios de los años setenta, dedicada a la problemática
del hombre del momento. Es un conjunto de cien libros que abordan gran cantidad
de temas, todos ellos concernientes a la actualidad de su tiempo. La primera
vez que me acerqué a leer alguno de estos libros me sorprendí de su tremenda
carga crítica hacia todo tipo de verdades oficiales, ya que esta colección
había sido editada cuando aún pervivía la dictadura del general Franco.
En cualquiera de los libros de esta colección se puede
apreciar su profundo contenido crítico. Por ejemplo, el número nueve, Las noticias y la información, se divide
en dos capítulos, cuyos títulos son Manipulación
de las noticias y La lucha por una
información independiente, que son preocupaciones que hoy día no interesan
a la mayoría de la población..
Aunque de cualquiera de los libros de esta colección
se podrían extraer fragmentos para ilustrar su línea de pensamiento, voy a
poner un ejemplo del que hace el número cincuenta y cinco, ya que se atreve a
hacer una reflexión crítica sobre la democracia, otra preocupación que se ha
perdido entre los ciudadanos del siglo XXI:
El problema de esta democratización estriba en que no
es más que aparente. Para ser real le faltan algunas bases esenciales. Una de
ellas es la capacidad de decisión, de autogobierno, de toma de responsabilidad
y de conciencia del individuo: la sociedad de consumo le entrega determinados
bienes que le eran inaccesibles, pero a cambio exige su sumisión. Más aún, le
crea, mediante esta alienación, la falsa sensación de poder, exalta su
personalidad y deja la insatisfacción de las ansiedades no cubiertas. En este
sentido, esa aparente democratización aparece ya como aliada de la tecnocracia,
que es una de las formas sustitutivas de la verdadera democracia[55].
No sé si es del
todo convincente el radicalismo del discurso del texto anterior, pero, para
vivir en democracia, que el ciudadano tenga una fuerte capacidad de
cuestionamiento de la realidad parece necesaria, ya que tiene el importante
encargo de elegir a los gobiernos. En cambio, actualmente gran parte de la
población ha dejado de pensar de una
forma crítica sobre la democracia, cuestión capital a la que se volverá
repetidas veces a lo largo de este libro.
Por el contrario, hasta los años setenta sí predominó
en las sociedades más desarrolladas una mentalidad profundamente
reivindicativa. Por seguir abundando este asunto, a mí me gusta recordar la Teología de la
liberación, un intento de reforma de la Iglesia católica, cuyos impulsores perseguían que
esta institución estuviera mucho más comprometida socialmente.
Hace unos meses,
en un mercadillo de libros, encontré uno, publicado en aquellos años que tenía el siguiente título, Los
cristianos, la política y la revolución violenta. El título es de por sí
revelador y su contenido más aún, ya que sus textos defienden la implicación
política, incluso con violencia en ocasiones, de los cristianos para remediar
la injusticia que hay en el mundo, aunque sea a costa de soportar la carga del
pecado[56].
Nada mejor para
ilustrar el tono que predomina en este libro que citar unas palabras que
reproduce de Hélder Cámara, obispo brasileño que fue varias veces candidato al
Premio Nóbel de la Paz :
Es obligatoria,
en nombre del Evangelio, hacer conscientes a las masas subdesarrolladas de su dignidad humana y de sus derechos,
porque es imposible elevarlas a
un nivel humano mientras no sean conscientes de que viven a un nivel infrahumano[57].
Estas palabras
suenan anticuadas o pasadas de moda porque, de acuerdo con el cambio de
mentalidad actual que voy a tratar en este capítulo, la Iglesia ya no está en esta
línea de pensamiento tan atrevida y ha vuelto a preocupaciones morales y
pastorales más tradicionales. En este sentido, es un fenómeno digno de
resaltarse cómo son los religiosos de mayor edad los que, hoy día, son más
críticos con la sociedad actual, mientras que los curas jóvenes son
profundamente conservadores, justo la situación contrario de los años sesenta.
Esta inversión de
la lógica, que apunta a que es siempre en las personas más jóvenes donde se
capitalizada la rebeldía al orden social, no es un fenómeno aislado que ocurra
únicamente dentro de la Iglesia. Recientemente , y sólo por poner un
ejemplo, habiendo acudido a una manifestación convocada contra
una ley recién promulgada por el gobierno español que retrasa la edad de la
jubilación de los sesenta y cinco a los sesenta y siete años, me encontré con
que la mayoría de los asistentes eran gente mayor, a la que no le afecta la
medida, y, en cambio, prácticamente no había gente joven, a la que sí le
afecta.
Incluso, aunque ha tenido unos
efectos alentadores en mi país, no deja de ser un poco triste que la voz que ha
llamado a la rebelión de los jóvenes contra un sistema económico que los acabará empobreciendo,
proceda de una persona, Stéphane Hessel, combatiente en la Segunda Guerra
Mundial. Además, para aumentar esta amargura,
el libro escrito por Hessel, ¡Indignaos!,
viene prologado por otra persona, José Luis Sampedro, que también supera los
noventa años.
Se pueden poner otros ejemplos de
esta anestesia política que sufre la juventud actual. Uno de los rasgos más
definitorios de los jóvenes es su nulo entusiasmo por participar en los
procesos electorales. Esta escasa afición a ejercer su derecho a voto se debe,
parece, a que ninguno de los partidos políticos les consigue enganchar. Sin
duda, por lo menos en mi país, esta actitud es entendible porque la política la
monopolizan sólo dos partidos, y tan escaso número de partidos es lógico que no
cubran las expectativas de todo el electorado.
Sin embargo, el problema viene de que los jóvenes
parece que asumen con naturalidad que si no se vota a estos dos partidos, no
merece la pena perder el tiempo en ir a un colegio electoral a depositar su
voto. En este sentido, los jóvenes viven tranquilos, como si la conquista
democrática de poder elegir un gobierno que defienda tus intereses no fuera
importante para ellos.
La actitud de los jóvenes, y de parte de los que ya no
son tan jóvenes, demuestra poca memoria histórica. Este olvido, de no saber que
en el pasado los gobiernos defendían en exclusiva los intereses de las élites,
revela una peligrosa ingenuidad. Las nuevas generaciones parece como si
vivieran convencidas de que sus derechos están garantizados para siempre, como
si tales derechos fueran una emanación de sus personas y no producto de una
penosa y larga lucha social.
b) La pasividad política de las nuevas generaciones
Los avances sociales conseguidos en los dos últimos
siglos, por su magnitud, no se pueden revertir de golpe, pero como decía el
filósofo inglés Stuart Mill, refiriéndose a las masas trabajadoras, decía que “si se conforman con disfrutar de un mayor
nivel de vida mientras dure, pero no aprenden a reclamarlo, retrocederán a su
viejo nivel de vida[58].
Los jóvenes, como principales exponentes del conformismo de las clases medias
actuales, están en esta misma tesitura: disponer de un buen nivel de vida
presente, pero poder perderlo en un futuro cercano.
La actitud pasiva de la población no quiere decir que
no haya descontento en su seno e, incluso, que no haya percepción de los
cambios negativos que se están produciendo. Hoy día entre los integrantes de las clases medias
de los países desarrollados hay una conciencia general de que se está
retrocediendo en el nivel de vida, “los
padres hoy en día ya no piensan que sus hijos alcanzarán condiciones de vida
mejores que las suyas, lo que es una situación desconocida desde hace un siglo[59]”
Y esta impresión
de ir a peor de las personas de clase
media se ve corroborada por los datos objetivos. Mientras escribo estas líneas,
tengo enfrente de mis ojos el recorte de un periódico del año 2009, que da las siguientes cifras sobre la
evolución salarial española:
El sueldo medio en España, en 2006, era de 19680 euros
al año. Cuatro años antes, en 2002, era de 19802 euros. Es decir, que en el
periodo de mayor bonanza de la economía española, los sueldos no sólo
crecieron, sino que cayeron, más aún si se tiene en cuenta la inflación[60].
Aunque cada día mayor, la preocupación existente por
el futuro no provoca una respuesta importante en las clases medias. Es como si
no acabaran de creerse que su bienestar está amenazado. Han aprendido a
interiorizar de un modo tan intenso que en su sociedad sólo se puede mejorar,
que no asimilan que sea ya una realidad irrefutable que se está retrocediendo a
pasos agigantados en las conquistas sociales alcanzadas con anterioridad. Los
integrantes de las clases medias siguen confiados en las optimistas promesas de
los políticos, pero no porque se fíen de éstos, sino porque no se atreven a
admitir la realidad.
Aunque no sé si es una comparación oportuna, como en
este momento estoy leyendo un libro sobre la vida de una prostituta de lujo que
engaña a sus clientes haciéndoles creerse enamorada de ellos, no puedo, por
menos, de reproducir uno de los diálogos más cínicos de dicho libro para
intentar expresar la simpleza actual de los componentes de las clases medias:
Oye, Dolores. No voy a hablarte de mí, ni voy a
decirte, una vez más, que te quiero, aunque seas la única preocupación de mi
vida. Por desgracia, me parece que nada de esto, nada de lo que a mí se
refiere, te interesa- siguió el hombre, adivinando la verdad, pero sin
creérsela, como sucede con frecuencia en estos casos[61].
La actitud de las clases medias actuales es de una
ceguera enorme porque sus miembros, en líneas generales, confían de un modo
absoluto en el actual sistema económico. La mejor prueba de este aserto es la
manera en que aquellas que durante el siglo XX fueron las tan temidas llamadas
masas por algunos intelectuales de renombre como Ortega y Gasset, Sigmund Freud
o Elías Canetti, han bajado la guardia por completo ante los comportamientos de
los representantes de los poderes políticos y económicos.
Esta falta de reacción ante los abusos de poder es el
mejor exponente de la pérdida de conciencia democrática del que también es
llamado pueblo en muchas ocasiones. Me acuerdo, a este respecto, del escándalo
público que se montó en la época en que disfruté de mi adolescencia cuando el
que era vicepresidente del gobierno español en los años ochenta, Alfonso
Guerra, usó un helicóptero público para evitar un atasco. Hoy día, este tipo de
dispendios, bastante habituales, pasan casi desapercibidos, como si la gente
asumiera con naturalidad que los políticos tienen derecho a tales gastos
extraordinarios a cuenta del erario público. Lo que podría haber sido un pecado
hasta cierto punto perdonable en su momento de un político de una democracia
inmadura, no tiene sentido que se haya convertido en un comportamiento habitual
y cotidiano en los políticos de una democracia madura.
Esta pérdida de vigilancia por parte de la opinión
pública de los excesos de los que detentan el poder es muy peligrosa para el
estado del bienestar. La conciencia democrática se nutre de perseguir reforzar
los derechos comunes e intentar limitar los privilegios de las élites. Si, por
el contrario, la mentalidad existente entre la mayoría de la población,
entiende la igualdad meramente como un proceso de identificación con dichas élites,
se puede retroceder a enfoques tan retrógrados como el descrito en el texto
siguiente:
Todavía en el siglo XIX, en el reinado
de Isabel II, Balmes afirmaba que no había otro país en el mundo en donde las
clases estuvieran más niveladas que en España, pues un hombre de la clase
social más humilde podía detener en un camino al más
alto magnate de su tierra. Esta
familiaridad entre las clases significaba que los más inferiores aceptaban los
ideales de sus superiores: la nobleza, la práctica de la caballería y el
concepto de honor que surgía de ello, hallaron campo abonado en la imaginación
de los campesinos y artesanos. A partir del siglo XVI, los comentaristas han
sido virtualmente unánimes al considerar el creciente desdén que en España se
sentía hacia las labores manuales, como resultado del infortunado anhelo de
nobleza entre amplios sectores de la población[62].
No quiero, al reproducir el
texto anterior, insultar la inteligencia de los integrantes de las clases
medias del siglo XXI. Ninguno de ellos aceptaría, sin poner múltiples
objeciones, la equivocada y simplista visión de la realidad transmitida por el
texto de Balmes. Pero, como había empezado este capítulo haciendo alusión a
cómo las clases dirigentes siempre a lo largo de la historia se han arreglado
para imponer ideologías acordes a sus intereses, conviene abordar esta
importante cuestión.
Tradicionalmente, el objeto de la mayoría de las
ideologías ha sido reforzar el orden existente bajo el paraguas de una supuesta
armonía entre todas las clases sociales. Este fin autoritario se consigue gracias a que, debido a esta visión armoniosa de la
sociedad, cualquier intento de protesta al orden instituido aparece socialmente
como una muestra de incivismo absoluta, al estar ya arbitrados cauces pacíficos
para lograr la concordia. O, por decirlo de otra manera, en una sociedad
perfecta, no hay lugar para la protesta, porque rompe con la imagen de
colaboración necesaria entre los miembros de esa sociedad.
Esta clase de construcciones mentales o cosmovisiones
tienen generalmente un carácter artificial y utópico, bebiendo de un trasfondo
imaginario en el que los hombres aceptan un reparto de tareas equilibrado en
beneficio de la sociedad, donde tanto subordinados como jefes están conformes,
y todos se tratan entre sí con respeto y corrección. Una transposición perfecta
de este ideal es el siguiente fragmento de un libro de Saramago, en el que un
oficinista agradece unas palabras amables de su jefe:
... pero en el mismo momento en que iba a abrir la
boca para pronunciar la frase consabida, No sé cómo he de agradecerle, el jefe
se volvió de espaldas, al mismo tiempo que pronunciaba una palabra, una simple
palabra, Cuídese, fue lo que dijo en un tono que tenía tanto de condescendiente
como de imperativo, sólo los mejores jefes son capaces de unir de forma
armoniosa sentimientos tan contrarios, por eso cuentan con la veneración de los
subordinados[63].
A lo largo de la historia, muchas, por no decir todas,
de las cosmovisiones sociales han tenido este carácter armónico: el feudalismo,
con su organización de la sociedad en tres órdenes, o el confucianismo, con su
gobierno de letrados, están entre las más conocidas. Todas ellas se basaban en
la posición subordinada, dentro de la estructura de la sociedad, de un gran número
de seres humanos. Por ejemplo, el siguiente texto reproduce el irrelevante
papel social que un pensador del siglo XVI, Fray Antonio de Guevara, otorgaba a
las mujeres:
Qué placer es ver a
una mujer levantarse por la mañana, andar revuelta, la toca desprendida, las
faldas prendidas, las mangas alzadas, sin chapines en los píes, riñendo a las
mozas, despertando a los mozos y vistiendo a sus hijos! ¡Qué placer es verla
hacer su colada, cocer su pan, barrer su casa, encender su lumbre, poner su
olla, y después de haber comido tomar su almohadilla para labrar o su rueda
para hilar![64]
A este respecto de la obligada sumisión femenina en
las sociedades antiguas, los individuos que forman parte de las clases medias
actuales no son tan inocentes para aceptar sin más visiones sociales que los
condenen a la pobreza o a un lugar secundario en la sociedad. La fuerte
conciencia de sí de estas personas, de su intrínseca valía, haría inviable este
intento de engaño. Y de ahí que estén dispuestos a defender con firmeza las
conquistas democráticas.
De hecho, en la actualidad, la democracia no se pone
en duda como el mejor sistema de gobierno. Sin embargo, este hecho, que debería
ser un factor muy positivo, no lo es tanto cuando condicionantes irracionales
de armonía social se anteponen a los principios racionales en que debe estar
fundamentada toda democracia. Y, como se verá en el apartado siguiente, en las
últimas décadas se ha producido una evolución divergente entre la teoría
democrática, que ensalza su carácter perfecto como modelo de gobierno, y la
práctica democrática, que debería conseguir un fortalecimiento permanente de
los derechos de los ciudadanos.
c) La
democracia y la armonía social
La democracia se ha idealizado de tal manera, que sólo
por vivir en ella, las personas tienen que considerarse satisfechos y felices.
Ha pasado a ser un sistema de gobierno tan perfecto, que no puede ser objeto de
crítica, aunque sea para señalar aquellos aspectos detestables que contiene.
Por ejemplo, por citar posiblemente el más negativo, el imperialismo occidental
que, en ocasiones, esconde, y que hace que en el Tercer Mundo desconfíen de la
santidad de la democracia como modelo de gobierno. Este recelo viene bien
expresado en el texto siguiente, procedente de un libro que trata de buscar
razones al auge reciente de los fundamentalismos en el mundo islámico:
La cultura dominante prácticamente ha ilegalizado la
historia y, de esta suerte, ha reducido el proceso democrático a una farsa. El
resultado es una mezcla de cinismo, desesperación y escapismo. El entorno más
adecuado para que surjan irracionalismos de toda índole. Los movimientos
religiosos han florecido en los últimos cincuenta años en culturas muy
diversas. Y el proceso aún no ha terminado. El motivo básico es que las vías de
escape han quedado bloqueadas por el padre de todos los fundamentalismos: el
imperialismo estadounidense[65].
El párrafo anterior procede de un
libro que denuncia, entre otras cosas, la utilización del ideal democrático
para justificar la invasión militar estadounidense de Iraq. A este respecto, la
excusa del gobierno estadounidense para invadir Iraq fue llevar la libertad a
sus habitantes. Este punto me sirve para introducir la cuestión que
personalmente más me interesa, el modo en que la democracia se ha identificado
durante la época contemporánea con el liberalismo y, en las últimas décadas,
con su derivado, el neoliberalismo.
Un sistema económico que busca el
máximo enriquecimiento de unos pocos debería entrar en contradicción con un
sistema político que busca el bienestar de una mayoría. Sin embargo, hay una
aceptación generalizada de que conforman una misma unidad aunque algunas veces,
la contradicción resulte demasiado evidente, como en la Rusia de los años noventa,
que sufrió un proceso de liberalismo salvaje al que alude el siguiente texto,
que es también una reflexión sobre la democracia:
Entre las condiciones necesarias para que un sistema
de gobierno posea legitimidad en la época contemporánea están la seguridad
frente a la anarquía (y la conquista por parte de otros Estados), un nivel de
subsistencia aceptable para la mayoría de la población (junto a unas
perspectivas de prosperidad creciente), y unas instituciones que respeten y
reflejen las identidades del conjunto de los gobernados. La democracia liberal
suele satisfacerlas mejor que las alternativas disponibles, pero no existe una
regla universal al respecto. Cuando no son capaces de garantizar unos niveles
de vida tolerables para la mayoría, los regímenes democráticos liberales pueden
ser rechazados, como así sucedió cuando el electorado ruso retiró su apoyo a
Yeltsin para prestárselo a Putin[66].
No estoy poniendo en duda el sistema democrático como
una gran conquista de la humanidad, sino que, como todo lo que atañe al ser
humano, no hay nada que se pueda considerar absoluto o perfecto. Los conflictos
de intereses entre los hombres no desaparecen porque vivan en democracia sino
que, sencillamente, tienen unos cauces más civilizados de expresarse que una
revolución o una guerra que, en todo caso, deben saber emplear apropiadamente.
El neoliberalismo no ayuda a que estos conflictos de
intereses desaparezcan. Un sistema económico que favorece e incentiva el
egoísmo no parece la mejor base moral para crear una sociedad igualitaria. El
siguiente texto, de un historiador español, no deja lugar a dudas de que las
diferencias entre los individuos siguen siendo enormes en las democracias
contemporáneas:
Las imponentes manifestaciones de la clase
obrera desde finales del XIX o los tremendistas despliegues fascistas de los
años veinte y treinta, las participativas elecciones posteriores a 1945,
incluso las muchedumbres de los últimos decenios reunidas alrededor del deporte
o del rock, han divulgado la idea de que una relevante colectividad había sustituido
al héroe individual. A pesar de todo, un análisis más profundo, y más
decepcionante, nos dejaría con la desagradable sensación de que el poder sigue
siendo cosa de muy pocos[67].
De esta obviedad, de que el poder sigue siendo coto
vedado de una minoría, se hace eco el siguiente fragmento literario,
perteneciente a un género, la novela negra, que suele contemplar a la sociedad
con bastante cinismo:
Todos los ricos pertenecen al mismo
club. Cierto, existe la competencia; competencia dura, sin contemplaciones, en
materia de circulación, fuentes de noticias, relatos exclusivos. Siempre que no
perjudique el prestigio, los privilegios y la posición de los propietarios. De
lo contrario, desciende la tapadera[68].
A veces, sería necesario que los miembros las clases
medias tuvieran la lucidez de alguno de los protagonistas de los libros de
novela negra para que tuvieran más claro el papel social que les corresponde.
La democracia les da la creencia de que en sociedad todos somos iguales y el
neoliberalismo les da la esperanza de que resulta fácil volverse rico. De este
modo, desaparecido ya el miedo a la pobreza por su mayor bienestar, encuentran
respuestas a sus dos miedos interiores más importantes, el miedo a ser menos y
el miedo psicológico a la muerte. De ahí que la democracia liberal haya sido
aceptada por las clases medias como el sistema de gobierno perfecto, sin que
medie por el medio ninguna imposición de los gobiernos para aceptarla.
En consecuencia, aunque la democracia tiene un base
racional muy importante, como es el
derecho de los gobernantes a elegir a los gobernados, en la actualidad los
componentes irracionales son tan importantes o más que los racionales. Y estos
últimos sería bueno recuperarlos de nuevo para que el sentido igualitario de la
democracia no se desvirtúe.
Haciendo memoria histórica, hubo un periodo, todavía
reciente, en que la democracia tuvo un carácter nivelador mucho mayor que en la
actualidad. Fue una época en que se produjeron una serie de cambios
estructurales en la sociedad, que afectaron sobre todo a una serie de países
situados en Europa occidental. En ellos, la democracia convivió a partir de la Segunda Guerra
Mundial con un liberalismo reformado, el keynesianismo, que perseguía fomentar
el consumo para que no se reprodujera la crisis de 1929.
Las políticas de este periodo dieron lugar al llamado
estado del bienestar, con una serie de características fundamentales: la
consolidación de una sociedad de clases medias, la consecución del pleno
empleo, la creación de un sistema de protección social con carácter universal y
la generalización de la sociedad de consumo y de ocio de masas[69].
Aunque limitado a una pequeña parte del planeta, este
sistema económico fue bastante eficaz a la hora de repartir la riqueza entre
los ciudadanos de los países que tuvieron la suerte de disfrutarlo. La base de
la prosperidad actual de los ciudadanos de clase media viene de aquellos años,
en que hubo un fortísimo aumento de vida de gran parte de la población.
Este modelo de liberalismo entró en quiebra con la
crisis económica de los años setenta, ya que las políticas económicas basadas
en él fallaron a lo largo de esta década. Sin embargo, había dado una
enseñanza, de que es posible crear una sociedad democrática que vaya acompañada
de un efectivo reparto de la riqueza. Por vez primera vez en la historia
existió una asociación entre igualdad teórica e igualdad real en los
planteamientos políticos, como se ve en el siguiente texto:
Importa destacar, en cualquier caso que la ciudadanía
política se amplia extensamente, en la versión del Estado de Bienestar que
corresponde a Suecia, con una avanzada cobertura de derechos sociales. Así, el
derecho de ciudadanía contendría el derecho universal a unos ingresos y unos
servicios que, soslayando el valor de mercado del sujeto, se hacían extensivos
por igual a todos[70].
No sé si es posible volver a un keynesianismo en la
actualidad. Algunos gobiernos han intentado sin éxito volver a este modelo como
salida a la crisis actual. No sé si las razones de este fracaso son la mala
aplicación de las soluciones keynesianas o que, sin más, éstas no son ya útiles
para solucionar los problemas económicos. Pero, si no es válido este modelo
económico, habría que intentar aplicar otro que también conjugara igualdad
económica y racionalidad política para que la democracia no resulte falseada.
d)
Las divisiones en la clase media
Ya que he hecho un breve repaso histórico del
keynesianismo, conviene recordar a los ciudadanos de los países donde existe el
estado de bienestar, que éste es un fenómeno muy reciente. Todavía hoy día es
posible encontrar a personas ancianas que recuerdan la profunda pobreza en la
que vivieron sus primeros años, miseria que afectaba a la mayoría de las
familias de hace setenta u ochenta años.
Pero la mayoría de la población ya no tiene estos
recuerdos, porque ya ha disfrutado de un nivel de vida superior. Más bien lo
corriente en los países desarrollados es que se produzca la existencia de una
generación de personas mayores o maduras, que ya no conocieron la pobreza
extrema de sus padres, y cuyo grado de prosperidad actual es muy elevado.
Esta generación normalmente disfruta de un nivel de
vida alto, generalmente superior al que tienen sus hijos. Es una generación con
cierta cohesión porque sus miembros pasaron en su mayor parte por una fase
rebelde en su juventud, por coincidir este periodo de su vida con una época,
los años sesenta, de fuertes cambios sociales. Sin embargo, su actual posición
social determina que sean bastante conservadores en sus elecciones políticas,
aunque les guste recordar su pasado más reivindicativo.
Es una generación en que muchos de sus integrantes
mantienen un ideario claramente progresista, pero acompañado de un temor muy
elevado a perder su nivel de vida. En este sentido, sus miembros están más
preparados para hacer una lectura crítica de la realidad que las generaciones
más jóvenes, porque en su juventud aún estaban vivas muchas de las propuestas
del movimiento obrero, pero no se movilizan a no ser que les afecte a su bienestar
propio, lo de que, de momento, raras veces ocurre.
En cierta forma, es una generación que sigue
disfrutando del keynesianismo anterior, mientras que las generaciones
siguientes ya viven afectadas de lleno por el impacto del neoliberalismo. A
nivel familiar sus miembros se implican grandemente en la ayuda de sus hijos,
pero ya no exigen a sus gobiernos que mantengan los cambios estructurales de
que se beneficiaron ellos. Un libro, que analiza el fenómeno actual de la caída
de sueldos, denomina a esta generación, nacida entre 1946 y 1964, los Baby
Boomers, y la considera una generación
sorprendentemente opresora, si se tiene en cuenta sus orígenes liberales[71].
Para mantener su status, los Baby Boomers, han
inundado de una serie de valores a la sociedad, que han servido para reforzar
la consideración del sistema democrático actual como el más perfecto de los
posibles. Se llega a una situación en que cualquier clase de protesta por parte
de las nuevas generaciones está desvirtuada de raíz porque se considera una
agresión injustificada al orden existente.
Si no era ya suficiente el interés de las élites
económicas y sociales por pintar la democracia liberal como el sistema perfecto
de gobierno, el refuerzo que reciben de gran parte de las clases medias en este
sentido, prácticamente bloquea todo intento de revisión del orden existente. En
España, para comprobar este aserto, basta con comprobar el diferente grado de
intensidad existente entre las protestas callejeras
que hubo durante los últimos años de la dictadura de Franco y lo primeros
tiempos de la democracia, y las que hay en la actualidad en plena crisis. Si
con el anterior régimen se simpatizaba con aquellos que se atrevían a
manifestarse contra el orden impuesto, aunque provocaran destrozos, con el nuevo
sistema político el recurso a métodos violentos de queja contra el sistema se
ve con evidente desagrado por una amplia mayoría de los ciudadanos.
No voy a defender en estas páginas los métodos
violentos de protesta, porque es sabido que pueden derivar por caminos tan
peligrosos como los que auparon al poder a alguno de los movimientos
totalitarios de masas del siglo XX. Pero no deja de ser paradójico que muchas
personas mayores, que se escudan en su lucha pasada para justificar que no se
les toque su nivel de vida actual, sean completamente contrarios a que se
reemprendan los conflictos sociales por parte de las nuevas generaciones.
Los valores sociales que han desarrollado la
generación de los Baby Boomers están
basados, precisamente, en primer lugar, en el rechazo a todo tipo de violencia
y, en segundo lugar, en una serie de
valores heredados de los movimientos sociales de los años sesenta. Según esta
generación, la democracia, con la asimilación de estos valores se ha convertido
en un sistema perfecto, y lo único que tienen que hacer las nuevas generaciones
es aprenderlos a conciencia para no estropear la convivencia.
Estos valores, basados sobre todo en una igualdad real
de la mujer, en una aceptación de la diferencia entre las distintas razas humanas
y en una preocupación por el medio ambiente, deben ser enseñados en las
escuelas para que ya desde pequeños las personas se impregnen de ellos y no
tengan que pensar por sí mismas. En efecto, a las nuevas generaciones se les ha
enseñado a pensar cuáles tienen que ser sus preocupaciones y ninguna de ellas
está ligada a cuestiones salariales o laborales.
Abordo este tema porque soy profesor de enseñanza
secundaria y una de mis funciones es, precisamente, ejercer este adoctrinamiento. Además, este atípico lavado
de cerebro viene acompañado de una sobreprotección a los más jóvenes, de tal
forma que tanto en la escuela como dentro de sus familias, se les exalta sus
potencialidades y no se les pinta nunca el mundo real.
Parece como si con esta sobrevaloración artificial del
talento y la capacidad de las nuevas generaciones, se las quisiera recordar
constantemente que tienen la suerte de vivir en una sociedad mucho mejor que la
que conocieron sus mayores y, por tanto, tienen que limitarse a estar
agradecidos a éstos. Esta actitud hacia los jóvenes, de permitir que vivan de
espaldas al mundo real, hasta que llegue el momento en que tengan que buscarse la vida me recuerda un episodio
de la vida de Buda. Su padre, un
poderoso rey, trató de ocultarle a su hijo la cara amarga de la vida humana,
creando en torno a Buda unas condiciones artificiales durante su juventud “para que no conociera nada que le hiciera
pensar en la desgracia, en la vejez, en la enfermedad o en la muerte”[72]
Por tanto, la complicidad involuntaria de la
generación más acomodada de las clases medias con los intereses de las élites
ha favorecido mucho la conversión de la democracia en un sistema en el que
crecen las desigualdades. Los jóvenes, a los que se les ha hipertrofiado su
vanidad, son demasiado individualistas y confían demasiado en hacerse ricos
como para tener sentido social, aparte de que les faltan las herramientas
mentales para canalizar su descontento. Mientras que, por su parte, la
generación de los Baby Boomers ha
vivido tantos años con un alto nivel de vida que también piensan de una manera
muy conservadora, sintiéndose e identificándose con los más ricos.
De este acercamiento entre los modos de pensar de la
clase alta y media se pueden poner muchos ejemplos. Uno de ellos es la
tolerancia hacia el fraude impositivo. Hace poco, quien escribe entró en un
foro de Internet donde una chica había planteado la pregunta de que en qué país
pagaba impuestos el famoso piloto de Fórmula 1 español Fernando Alonso. A esta
muchacha le llegaron respuestas airadas de todas partes, basadas en el
argumento de que Fernando Alonso era un campeón del que teníamos que sentirnos
orgullosos todos los españoles y que no había porque ser mezquinos con él. Al
final, me quedé sin saber la verdad sobre la situación fiscal de este
deportista de élite español.
Otro ejemplo en el mismo sentido que el anterior es la
nula reacción social cuando el gobierno socialista español decidió quitar un
impuesto, el del patrimonio, que en su origen estaba destinado sólo a los más
pudientes. Parece como si la clase media hubiera olvidado que el estado del
bienestar se sostiene con impuestos y que no deja de tener cierta lógica que
aquellos que más bienes tienen y que, por tanto, más beneficios sacan de
pertenecer a la sociedad, contribuyan con mayor porcentaje de su riqueza al
bien común.
Ya que soy profesor de la enseñanza pública y algunas
comunidades están empezando, debido a la crisis, a suprimir recursos destinados
a la educación estatal, también me choca la indiferencia con el que se asume
este recorte, una conquista social tan duramente peleada en ese momento. Muchos
individuos de clase media prefieren enviar sus hijos a colegios privados,
pasando a tener, como consecuencia de ello, una visión del problema parecida a
la existente entre las élites sociales, de que porque van ellos a tener que
pagar impuestos para sostener una educación a la que ya no asisten sus hijos.
Esta falta de sentido social de las clases medias,
especialmente entre las nuevas generaciones, ha hecho que recaigan en un
consumismo exacerbado, cuando éste había sido demonizado por los movimientos
sociales de los años sesenta. Las nuevas tecnologías y el bienestar artificial
generado por los créditos fáciles de los años anteriores a esta última crisis
económica también han reforzado una mentalidad en que, a través del consumo, la
persona que cuenta con cierto nivel económico se identifica plenamente con los
más poderosos de la sociedad y, como consecuencia, la democracia se resienta en
su calidad.
Esta asociación entre clase media y alta es la que
explica que el recorte social haya podido ser tan acelerado en los últimos
años. Este cambio de tendencia es especialmente destacado en Europa. De ser el
continente donde mayores conquistas sociales se habían producido en el pasado,
ha pasado a ser la parte del mundo donde el neoliberalismo ganó mayor
predicamento en los últimos años. En parte, este hecho es debido al propio
carácter supranacional de la
Unión Europea , ya que en ella, “actualmente los ciudadanos europeos no pueden alabar ni culpar a nadie
por una ley comunitaria buena o mala[73]”
Incluso en el caso de que haya una resistencia popular
a los cambios como ocurrió con el rechazo a la Constitución Europea
por los ciudadanos de Francia y Holanda
cuando se les consultó en referéndum, los dirigentes comunitarios se arreglan
para orillar esta oposición popular sin que tal desprecio a los ciudadanos
provoque disturbios. El Tratado de Lisboa, que sustituyó a la fracasada
Constitución Europea, y cuya aprobación por los países comunitarios ya no se
votó en referéndum, es la mejor manifestación de la pérdida de control popular
de las acciones de los gobernantes en las democracias actuales europeas.
Una reciente propuesta comunitaria, consistente en
ampliar la jornada laboral a sesenta horas, representa el mejor exponente del
triunfo del neoliberalismo en la escena política actual de la Unión Europea. Esta
propuesta, que seguramente hace cuarenta años hubiera provocado manifestados
masivas y un nivel de agitación social insoportable para cualquier estado, no
ha conseguido tampoco estimular a la rebeldía a los integrantes de las clases
medias europeas.
Éstos asisten resignados al triunfo del
neoliberalismo, impregnados de su espíritu por las razones ya vistas en
capítulos anteriores. Sólo queda esperar que los Baby Boomers, si empiezan a ver amenazado también su nivel de vida
por los cambios legislativos actuales, olviden su paternalismo hacia las nuevas
generaciones y, si además conservan algo de la llamada conciencia de clase, ayuden
a dar forma a un nuevo sentimiento de protesta y rebelión.
Pero se está muy lejos de que se pueda dar este
proceso, porque las mentalidades han cambiado enormemente en las clases medias,
y, con pocas excepciones, sus componentes prefieren anteponer sus ambiciones a
realizar un análisis lúcido de su situación social futura. El señuelo de llegar
a ser rico y poderoso es demasiado fuerte entre los miembros de una clase
social que ya ha olvidado, por unos u otros motivos, que a lo largo de la
historia la mayoría de los hombres han sido pobres, padeciendo existencias
donde el grado de placer y de satisfacción personal eran muy escasos.
Entre los jóvenes, este alejamiento de la realidad
está tan marcado que, aunque sean los más afectados por los cambios sociales
que está trayendo el neoliberalismo, siguen sin percibir sus efectos sobre su
vida futura. Y produce una enorme lástima esta ceguera en la que están inmersos
porque su futuro se presenta muy triste, si no cambian las cosas en los
próximos años.
Si el ser humano a lo largo de su vida disfruta de un
progresivo aumento de su nivel de vida, como les ha ocurrido a los Baby
Boomers, previsiblemente será más feliz.
Pese al tópico de que el dinero no da la felicidad, es obvio que ésta es
un estado de ánimo que necesita del acompañamiento de unas dignas condiciones
de existencia. Como afirma Delibes, comparando en los años cincuenta el modo de
vida de un español, aún tan parco en placeres, y de un suizo, mucho más
próspero, en cualquier caso, el suizo, si no es un hombre feliz, sí es un
hombre satisfecho, y esto, sin duda, el el primer peldaño para escalar la
felicidad[74].
Pero en lo que no cabe ninguna duda es en que si el
camino es el inverso, de la riqueza hacia la pobreza, con toda seguridad la
persona afectada sufrirá mucho. Los jóvenes, sin ser conscientes aún de ello,
están abocados a este segundo recorrido, descrito del modo siguiente por un
economista español, Santiago Niño Becerra, especialmente crítico con el modelo
de crecimiento económico actual:
Ir a más es muy
fácil; estar mejor, disfrutar de unas buenas o muy buenas condiciones de vida
es muy sencillo; lo duro es retroceder, empeorar el estándar de vida, decrecer,
ir a peor; y ésto va a suceder porque el modo en que se ha estado
creciendo durante estos años pasados es insostenible[75].
LA PROBLEMÁTICA DE LA JUVENTUD
a) El
retroceso en el bienestar alcanzado
El capítulo anterior se ha cerrado haciendo referencia
a un más que probable descenso del nivel de vida de las generaciones más
jóvenes de los países desarrollados. En este texto, esta involución social se
ha ligado al neoliberalismo y, a su vez, el triunfo de este sistema de
pensamiento económico se ha ligado principalmente a una cuestión de
mentalidades.
El cambio de mentalidades no es la única razón, sin
duda, que explica la crisis del estado del bienestar. Otros motivos destacados
pueden ser la pérdida de poder y prestigio de los sindicatos, como consecuencia
de que la globalización desborda los tradicionales marcos laborales nacionales;
la caída del mundo comunista que eliminó el contrapeso más importante al
capitalismo, o el incremento de la productividad en la industria que determina
que este sector necesite cada vez menos trabajadores. Todas estas causas
conllevan una pérdida de calidad de los trabajos y que cada vez quede más
lejana la posibilidad del pleno empleo.
En una democracia, y dentro de una economía bien
estructurada, el procedimiento más lógico para repartir la riqueza generada por
una sociedad entre todos sus componentes debería a través del factor del
trabajo. Éste es principal reproche que se puede realizar al neoliberalismo,
porque, si bien a lo largo de las últimas décadas ha conseguido aumentar
grandemente el total de la riqueza de los países desarrollados, ha fracasado en
su reparto. Generalmente, el aumento del PIB de estos países no ha supuesto que
las nuevas generaciones encontraran mejores empleos.
La tendencia actual es que los trabajos sigan
reduciéndose tanto en calidad como en número, por lo que los jóvenes parecen
condenados a sufrir la situación frustrante de no poder emplearse de una manera
digna, problema que ya tan duramente afectó a la generación precedente, los
denominados mileuristas en mi país. De ahí que su calidad de vida se va a ver
seriamente afectada en el futuro, ya que los mileuristas pudieron tener el
apoyo económico de sus padres, respaldo que ya no podrán brindar a sus hijos.
Los mileuristas, en efecto, pudieron mantener un
status artificial de vida y de ilusiones gracias al dinero prestado por las
personas mayores de su familia, que muchas veces avalaron sus pisos o sus
coches. No va a ser éste el caso de los jóvenes, que sufrirán la pérdida
definitiva de los miembros en mejor situación económica de su familia, debido a
que generalmente son los de mayor edad.
En el futuro, cuando se acabe la actual cobertura
económica facilitada por las familias, posiblemente se asista a la
proliferación de muchas situaciones vitales difíciles para los que ahora son
jóvenes o niños. No quiero, en todo caso, ser catastrofista, ya que tanta
riqueza como la que hay ahora en los países desarrollados, no se puede disipar
de golpe. No concibo, o al menos no quiero hacerlo, que las generaciones
futuras lleguen a sufrir permanentemente hambre o padezcan de falta de vivienda
o vestido, males que sí tuvieron que sobrellevar sus abuelos o bisabuelos en
algún momento de sus vidas.
Por tanto, no
deseo pintar un escenario apocalíptico para la mayoría de los jóvenes o de los
niños actuales. Pero un descenso general del nivel de vida sí puede provocar
que, en determinados casos individuales, en el futuro algunas personas no
acostumbradas a las privaciones se deslicen de nuevo hacia la pobreza. Y, si
estas situaciones se repiten con frecuencia, se habrán convertido tanto en un
fracaso social sin precedentes en la historia del hombre, como en un drama
individual inmerecido para muchos jóvenes, las víctimas más probables de tal
calamidad.
He empleado el
término víctimas para referirme a los jóvenes. No es, precisamente, la
consideración que habitualmente tienen para el resto de la sociedad, que tiende
a demonizarlos. Los motivos de crítica a los jóvenes son variados, pero vienen
a resumirse en que, desde que nacieron, se lo han dado todo hecho y que, debido
a esta circunstancia, están resabiados.
Es obvio que los
jóvenes actuales han tenido la existencia más cómoda que cualquier juventud
haya tenido jamás. Las causas de este buen
pasar de los jóvenes son dos: el nivel de vida aún se mantiene en las
familias de las clases medias por la buena situación económica de los más
mayores, y el neoliberalismo es un sistema con una capacidad de producción de
bienes asombrosa. Así que los jóvenes actuales han sido los más favorecidos de
una sociedad con una asombrosa tendencia al despilfarro.
Sin embargo, no
se les puede culpabilizar de vivir bien a no se que se vuelva a exaltar una
mentalidad religiosa basada en el sacrificio y en la austeridad. Y también es
una actitud peligrosa, pero muy frecuente en la práctica por parte de las
personas mayores, el rechazo de las reclamaciones de los jóvenes, por
considerarlas poco dignas de crédito. Si sus padres, o sus abuelos, quieren a
los jóvenes actuales, más valdría que, en vez de pagarles sus gastos,
empatizaran más con ellos y les enseñaran a pelear por sus derechos sociales.
Pero, aunque sea
deseable este mayor compromiso de los mayores en forma de educación social, no
hay que llamarse a engaño. Para transmitir cualquier conocimiento se necesitan
dos factores: una firme voluntad de enseñar y un deseo sincero de aprender. La
generación más antigua no tiene ningún propósito de enseñar esta clase de
saberes contestatarios porque, al vivir bien, no le interesa la subversión del
orden, prefiriendo adoptar el paternalismo ya visto en el capítulo anterior.
Los jóvenes, por su parte, no tienen deseo de aprender cuestiones que les
parecen anticuadas.
Llegados a este punto de incomprensión mutua, volvamos
a la importancia del cambio de las mentalidades como la causa principal del
retroceso social. Si ésta no fuera la razón más importante, los jóvenes, a
pesar del poco apoyo de sus mayores, se organizarían para perpetuar esta
situación edénica en la que viven. En otras palabras, siendo ciudadanos que han
nacido dentro de sistemas democráticos, si tuvieran algún tipo de conciencia
social se movilizarían para conseguir leyes que les permitieran conservar su
poder adquisitivo en el futuro.
Los jóvenes viven en la actualidad una situación
privilegiada, sin darse cuenta que su posición real es débil, porque su
bienestar choca con los intereses de otros integrantes de la sociedad que son
más poderosos que ellos. Sería bueno que los
jóvenes supieran lo más pronto posible, y no tuvieran que pasar por el trago
amargo de aprenderlo en carne propia, que "toda valoración moral es
convencional, la ley se funda siempre, y únicamente, en el interés. Unas veces
los poderosos convierten su voluntad en ley, otras veces los débiles elaboran
las leyes para protegerse de los fuertes[76]”.
Los seres humanos somos inteligentes, pero los jóvenes
no se están comportando con inteligencia. Los cambios que están socavando el
estado del bienestar, enumerados al principio de este capítulo, podrían haber
cogido de sorpresa a los mileuristas, ya que éstos últimos aún tenían demasiado
cercano el progreso realizado por sus padres. Pero los jóvenes tienen ya la
referencia negativa de los mileuristas y ésta tendría que ser razón suficiente
para no seguir este camino descendente.
b) La rigidez
mental de los jóvenes
Los jóvenes no se comportan con inteligencia porque
una serie de factores les incapacitan para ello. El vivir en un sistema
democrático perfecto, idea reforzada
por sus mayores, hace que crean que su única responsabilidad social para vivir
bien en el futuro es ser muy competitivos. Esta competitividad refuerza su
individualismo, tan ligado al miedo psicológico a la muerte. Por último, creen
en el neoliberalismo, ya éste puede probar racionalmente que es un sistema
económico de éxito porque genera mucha riqueza.
Todas estas vendas que se ponen en los ojos los
jóvenes confluyen en una idea clave para entender el pensamiento contemporáneo,
la idea de voluntad, cuyo culto, para muchos estudiosos, es la base de la
cultura moderna[77].
Esta idea, por un lado, mantiene la confianza en que el sistema no es cerrado
políticamente, base de la democracia, y que, por tanto, nadie va a tener una
posición de mando en la sociedad por motivo hereditario. En segundo lugar,
alienta la iniciativa personal e impulsa la creación de riqueza dentro de la
sociedad, para que ésta se fortalezca y se beneficien todos sus miembros.
La contrapartida es que la persona corriente queda
anulada si no consigue dar publicidad a sus problemas. El éxito o fracaso en la
vida se vincula únicamente a la capacidad humana, con una paralela pérdida de
percepción de los obstáculos de la realidad, y, por consiguiente, provoca en la
persona tanto una falta de sensibilidad hacia los problemas de sus semejantes
como una excesiva confianza en sí misma para resolver los problemas propios.
La democracia, contrariamente a lo que propone esta
idea de voluntad, debería favorecer un aumento de la racionalidad entre los
ciudadanos, ya que la persona, al revés que en una dictadura, ya no debe sólo
obedecer, sino pensar por sí misma el gobierno que más le interesa. Sin
embargo, el individualismo actual, producto de la creencia ciega en que los
derechos propios están asegurados, hace que en los sistemas democráticos las
mentalidades se fundamenten en una idea tan elitista como la de voluntad.
Para explicar mejor cómo opera este concepto de
voluntad en las mentes jóvenes actuales, voy a poner el siguiente ejemplo. Mi
mujer ha vuelto a estudiar en la universidad y, por lo tanto, convive con
alumnos, generalmente de sexo femenino, que ahora tienen entre dieciocho y
veinte años. Los estudios que está realizando son los concernientes a la
historia del arte. La salida profesional más viable de estos estudios
universitarios es la enseñanza. Dentro de la enseñanza, las mejores condiciones
de trabajo, por el momento, las ofrece la educación pública.
Hace un año aproximadamente, el gobierno actual
español sacó un decreto por el que reducía de una forma significativa los
sueldos de los funcionarios debido a la crisis. La reacción de las compañeras
de clase de mi mujer fue la de alegrarse por esta medida porque, a su parecer,
los funcionarios estaban muy bien pagados para la poco que trabajan. Aunque soy
funcionario, no voy a discutir este tópico tan asentado en la sociedad porque
no lleva a ninguna parte. Como decía Stuart Mill refiriéndose a los prejuicios
contra las mujeres existentes en el siglo XIX, cuanto más arraigada está en el sentimiento una
opinión, más vano es que la opongamos argumentos decisivos; parece como que
esos mismos argumentos le prestan fuerza en lugar de debilitarla[78].
Desde mi punto de
vista, lo más significativo de la reacción de estas universitarias es que
ninguna de estas chicas aspiraba el día de mañana a ser funcionaria, sino que
sus sueños eran superiores. Por tanto, no veían una contradicción en desear una
bajada de los ingresos de los asalariados de un tipo de trabajo que,
previsiblemente, sea su única salida laboral digna en el futuro.
Pongo el ejemplo de estas universitarias porque el
alto grado de formación actual de la población debería impedir que las
democracias degeneraran, como ya ocurrió en su momento con los demagogos que
existieron y proliferaron en la democracia ateniense, o con las elecciones
democráticas que llevaron al poder a Napoleón III o a Hitler. Sin embargo, no
tengo tan claro la eficacia de este freno ilustrado, ya que es tal la confianza
actual de la gente en esta idea de voluntad, claramente de corte irracional,
que la salida a la crisis económica actual puede conducir perfectamente a una
solución autoritaria o de ideario extremista.
A este respecto, que las propuestas actuales para
solucionar la crisis sean un refuerzo de la idea de voluntad, ya apunta
claramente que hay una peligrosa deriva a la irracionalidad. Los partidos
políticos actuales, en vez de proponer mejoras concretas de las condiciones de
vida de la gente, están incidiendo en una idea, la de los emprendedores, que no
parece tener mucho sentido común. Montar una empresa en pleno periodo de
crisis, cuando el consumo cae, no parece la mejor idea, aparte de que es
necesario un dinero del que la mayoría de las personas carecen. En una sociedad
tan competitiva como la actual, para que un negocio prospere se necesitan
importantes inversiones, y sólo los menos pueden asumir este riesgo sin la
perspectiva de arruinarse si fracasa el proyecto.
El éxito, como
escribió Winston Churchill, reside en la capacidad de ir de fracaso en fracaso
sin perder el entusiasmo[79].
Es una frase muy bonita, pero sólo para el que
tiene bastante dinero o mucha capacidad de financiación propia, como era el
caso del propio Churchill. Para la mayoría de los integrantes de la sociedad,
el recurso a ser empresario no es tan sencillo en la práctica, porque el sueño
de llegar a rico puede tener la contrapartida de la pérdida del bienestar si la
persona empeña todos sus bienes en una aventura fallida.
Sin embargo, las dificultades objetivas no son vistas
como tales, porque las personas viven absorbidas por esta idea de voluntad, al
identificarse en su forma de pensar los individuos de clase media con los
millonarios. Es una forma de pensar análoga a la que ya estuvo en la raíz de
otra importante crisis económica, la del año 1929.
En dicha fecha, recordada en todos los libros de
historia por ser la crisis económica del capitalismo más profunda hasta llegar
a la actual, se hundió la economía mundial. Este hundimiento fue en parte
causado por los riesgos económicos indebidos que asumieron muchas personas
humildes al invertir en la bolsa, pensando que para ellos también resultaría
sencillo hacer dinero fácil. A este comportamiento imprudente,
tan extendido en los años anteriores a la crisis de 1929, hace referencia el
siguiente texto:
Por tercera vez en lo
que iba de mañana, Giannini suscitó la cuestión de los pequeños inversores.
Preguntó a García si especulaba.
- No, señor.
- ¿Por qué?
- Muy sencillo. Si un fulano con
mucha pasta le vienen mal dadas, puede soportarlo. Pero uno como yo se quedaría
arruinado para toda la vida. Si quiero jugar, voy a las carreras.
- ¿Qué harías respecto a las
personas modestas que están jugando en Bolsa?
García
respondió en seguida.
- Les diría que son idiotas. Pero a mí
no me escucharían[80]
De momento nadie recuerda las lecciones de la crisis
de 1929 y pervive en la sociedad una confianza en que el sueño de hacerse ricos
es posible. Es una ilusión que fue mantenida estos años pasados con una
facilidad para el crédito desconocida hasta el momento. La crisis económica
actual ha destruido este sistema nocivo en que las personas podían endeudarse
muy por encima de sus posibilidades, de una forma muy inconsciente pero
promovida por los gobiernos.
Los políticos proponen actualmente que la salida de la
crisis sea por un camino más insensato aún, el citado de los emprendedores. Por
esta vía va a ser muy difícil abandonar la crisis, pero se va a seguir
fortaleciendo la irracionalidad de las personas. De ahí que, cuando al cabo de
un tiempo más o menos largo, la frustración de la gente se destape, existe el
peligro político ya citado de que los votos se encaminen hacia partidos
extremistas. Esta amenaza no resulta tan lejana porque la crisis ya dura tres
años y la gente se va progresivamente desengañando de que se regresará a la
artificial prosperidad precedente.
c) El
incremento de la irracionalidad
La irracionalidad, que hasta ahora, con los créditos
fáciles, ofrecía su versión positiva, poco a poca va mostrando su lado
negativo. Ambas versiones están encadenadas: la gente no sabe renunciar a sus
sueños, y en vez de hacer un ejercicio de autocrítica, busca culpabilizar a los
demás de sus males. Del modo en que va prendiendo este peligroso irracionalismo
quiero reproducir una serie de párrafos de un escrito, que con muchas ínfulas
se autodenominaba Carta de un joven
universitario, que circuló por Internet el año pasado. Su contenido hace
reflexionar sobre la fragilidad de muchos de los valores democráticos actuales:
Zapatero ha
anunciado que dará un portátil con pantalla táctil a cada alumno de primaria.
Así, sin importarle el coste, ni que estemos en crisis, ni que para qué coño
usa un crío de 10 años un portátil con internet en clase, si no es para estar
en el tuenti, o si el profesor estará preparado para usar ese chisme o la
asignatura, para poder impartirla de forma informática. Porque en mi
universidad, de Ingeniería Industrial, tenemos suerte si el profesor tiene las
transparencias de la asignatura en el ordenador.
Hoy me tiene
hasta los cojones la banca, que nos ha metido en una crisis dando hipotecas de
200.000 euros a gente con un sueldo de 600 y presentando como aval un chupa
chups, y ahora cierran el grifo cuando ya se han hecho de oro. Y me los tocan
los gilipollas que se lo compraron, sin preocuparse de si algún día lo podrían
pagar. Y el PP y la patronal proponen como medida abaratar el despido y reducir
el paro. Y nadie les dice que se reduzca el sueldo su puta madre, que ellos
tienen el sueldo seguro, y los otros cuando se hicieron de oro no se quejaban,
pero ahora quieren que el despido les salga gratis.
Resulta que el criminal soy yo, por usar internet, por poner el emule, por usarlo para decir lo que me da la gana y para buscar más información que la que me dan mascada en las noticias de las tres, que la mitad del telediario es deporte y la otra mitad el tiempo, con un par de anuncios en medio, del jefe de la cadena, camuflados como noticias. Soy un delincuente por intentar pensar por mí mismo. Porque me quejo de que nos roben y nos toreen, y aun encima nos dejemos.
Cansado, de que
lo que vivimos en España ya no pueda llamarse inmigración. Es una PUTA
INVASIÓN, donde si ves por la calle a otro español, casi te sorprendes, porque
no hay más que negros, moros, sudacas y rumanos. Y les damos subvenciones y
ayudas, mientras sus hijos se organizan en bandas, se adueñan de los parques, piden dinero por jugar en una pista
de baloncesto, que es de todos, y mientras se pasean, buscan marrones. Ahora
les daremos un ordenador de pantalla táctil, y tu hijo, al que has tenido que
meter a un colegio privado para que no se junte con esa gente y hasta aprenda
algo, el ordenador ni lo verá.
Todo ello sin que la televisión diga absolutamente nada, sin que nadie haga nada. Eso sí, el fútbol y los toros que no falten, y el programa de marujeo, donde si se pegan, mejor. Un programa de callejeros o todos los que lo imitan, donde se vea gente drogándose y yéndose de fiesta, que eso da audiencia, y la audiencia es publicidad, y vende. Y siempre es lo mismo, todo por dinero.
El escrito anterior persigue claramente llegar a la
parte emocional del lector porque, aunque denuncia algunos aspectos de la
realidad que son reformables, no propone soluciones, sino que se limita a
criminalizar a colectivos perjudiciales
para la sociedad. Pero, con una distinción, mientras los reproches a los más
ricos son de tipo moral, existe el desprecio más absoluto por los derechos de los
más débiles, “porque no hay más que
negros, moros, sudacas y rumanos. Y les damos subvenciones y ayudas”.
Un aspecto del último párrafo del escrito me interesa
enormemente. Me sorprende el modo en que, tras los años de triunfo de la
liberación de las costumbres promovida por los movimientos sociales de los años
sesenta, se vuelve a una posición moral más tradicional. Esa referencia a “donde se vea gente drogándose y yéndose de
fiesta” la aprobaría cualquier censor de pensamiento retrógrado.
Este retorno a la
decencia parece una reacción casi hasta natural en una mentalidad muy
competitiva, como es la actual. Si el ser humano sólo se valora en términos de
comparación con sus semejantes, se puede dar el caso en que si el individuo
llega a una situación en que vea que le resulta difícil mejorar, se sentirá
tentado de denigrar a quienes compiten con él. Este cambio moral es visible
especialmente en el campo de la política estadounidense, con la aparición de
una corriente neoconservadora, encarnada en la figura del presidente anterior,
George Bush, y en el denominado Tea Party.
También en Europa
se asiste a un retorno a una moral tradicional, penalizadora de los
comportamientos instintivos y sensuales. A este respecto, en un apartado
anterior de este libro, se ha hecho mención del regreso de la Iglesia Católica
a posturas morales conservadoras. Cuando las personas avalan, sin pensar en sus
implicaciones, cualquier clase de condena moral deben tener en cuenta que,
aunque su actitud responda a un sentimiento competitivo extremo, esta reacción
es muy peligrosa para la conservación de los derechos sociales. En efecto, esta
vuelta a una moral conservadora permite el renacimiento de una estrategia de
control social que históricamente han utilizado los poderosos para rebajar los
derechos del resto de la población: aprovecharse del miedo humano a verse
identificado con los animales.
Por la misma esencia de su naturaleza, el ser humano
tiene un lado animal del que tiene vergüenza y al que trata de esconder. El
logro más destacado de los movimientos sociales de los años sesenta fue que,
por primera vez en la historia, se había conseguido que esta faceta animal del
hombre se viera con cierta normalidad. En cambio, actualmente el cambio de
mentalidad permite que las morales tradicionales recuperen terreno,
favoreciendo a los más poderosos, que siempre tienen mayores posibilidades de
ocultar sus vicios a la opinión pública. El resto de la población, en cambio,
al ser sus diversiones más públicas, está más expuesta a la censura.
No sé si me estoy explicando, pero, para entender los
mecanismos morales de presión hacia la población, basta recordar el concepto de
pecado, que en una sociedad como la española tuvo mucho peso, debido a la
tradicional importancia de la Iglesia Católica. De la manera en que esta
institución incidía en el lado animal del ser humano para mantener su situación
de privilegio, voy a reproducir la siguiente opinión del Papa medieval
Inocencio III acerca de la composición del hombre: El horror al hombre, formado de
asquerosísimo semen; concebido con desazón de la carne, nutrido con sangre
menstrual, que se dice es tan detestable e inmunda, que con su contacto no
germinan los frutos de la tierra y sécanse los arbustos[81].
En concreto, la mujer ha sido la
principal perjudicada de esta represión, como se ve en siguiente escrito de
Odón de Cluny, otro religioso medieval, la belleza del cuerpo sólo consiste en la piel. Si
los hombres viéramos lo que hay debajo, la visión de las mujeres nos daría
náuseas. Si no toleraríamos tocar con la punta de los dedos un escupitajo o un
excremento, ¿cómo podemos desear abrazar ese saco de heces?[82].
Casi todas las religiones importantes han
abusado de manera interesada de este mecanismo de presión social. Los
siguientes párrafos literarios, cuyo trasfondo es la religión zoroástrica,
muestran la estrecha relación que existe entre una posición de primacía social
y una actividad de denuncia de los vicios y vergüenzas ajenas:
Por un mago que se sacrifica hay cuarenta que
sólo sueñan con el poder y que no viven más que para conspiraciones e intrigas.
Dictan a todo el mundo cómo vestir, comer, beber, toser, eructar, llorar,
estornudar, qué formula farfullar en cada circunstancia, qué mujer desposar, en
qué momento evitarla o abrazarla, y de qué manera. Hacen que grandes y chicos
vivan en el terror de la impureza y de la impiedad.
Se han apropiado de las mejores tierras de cada
región, han amasado riquezas, sus templos rebosan de oro, de esclavos y de
grano; cuando el hambre hace estragos, son los únicos que no la sufren.[83]
Normalmente,
como generaliza un estudioso de esta cuestión, la religión ha actuado y actúa como clave en los
mecanismos de sustentación de privilegios de todo tipo[84]. Por desgracia, aunque sus fines sean elevados, las religiones
proveen de un tipo de moral a las personas más poderosas que nada tiene que ver
con una moral social y que, incluso, puede llegar a ser contraria a ésta.
Pero no sólo son
las religiones quienes acuden a este tipo de estrategia de control social. Cuando
no existe religión por el medio, tampoco es inusual que aquellos que dirigen la
sociedad traten de generar algún tipo de moral que ponga en duda la condición
humana de las personas. Este tipo de políticas represoras son propias, sobre
todo, de regímenes autoritarios, que les interesa que sus ciudadanos se sientan
inseguros y, de este modo, duden a la hora de reclamar sus derechos.
La moral, bien
utilizada, es un arma muy poderosa para recortar derechos. En regímenes tan
laicos como fueron los comunistas, una de las primeras medidas que tomó Lenin
tras la toma de poder por parte de los bolcheviques fue la de rechazar las
teorías del amor libre defendidas previamente por la primera mujer que fue
comisaria de su partido, Alexandra Kollontái[85]. O, qué decir de la
China maoísta, donde las parejas jóvenes podían sufrir hasta
tres años de cárcel en una granja penal si las descubrían haciendo el amor[86].
Las sociedades democráticas, para
defender mejor los derechos de todos sus ciudadanos, habían hecho un esfuerzo enorme
en los años sesenta para eliminar o rebajar todo tipo de censura moral: la censura es un fenómeno universal, que en
los años 1970 desapareció o se atenuó hasta casi la total extinción en la
mayoría de los países democráticos[87].
La tradicional moral represora pareció durante estos años que por fin se iba a
sustituir por una moral social que juzgara al ser humano en función de su
situación socioeconómica y no de una inclinación natural al bien o al mal según
el grado de sus vicios:
Un estudio que se llevó a cabo en Chicago mostró que
podía dividirse la ciudad en sucesivos cinturones a partir del centro y que el
nivel de delincuencia decrecía de modo regular en dirección al exterior. Esta
relación se ha mantenido constante a través de una serie de años, mientras que
la población de las distintas zonas se cambiaba constantemente. Dicho de otra
manera, eran siempre los nuevos inmigrantes los que aceptaban los empleos
inferiores y tenían que vivir en los barrios miserables donde abundaba la
delincuencia. Sus hijos conseguían una situación mejor y se desplazaban
gradualmente hacia la periferia. Pero si llevaran las tendencias criminales en
la sangre, la tasa de delincuencia se habría desplazado con ellos[88].
Este espíritu progresista sobre la llamada en el siglo
XIX cuestión social ha durado breves
años. Recientemente ha habido una serie de importantes disturbios callejeros en
varias ciudades británicas. El análisis del primer ministro inglés, David
Cameron, es que el vandalismo no estalló debido a la pobreza en la que viven
determinados sectores sociales, sino por la "pura indiferencia hacia lo correcto y lo incorrecto[89]".
Los jóvenes están siendo los más perjudicados por esta
nueva vitalidad de una moral rancia porque los medios de comunicación están
especializándose en denunciar sus actividades lúdicas. El fenómeno del botellón se magnifica de tal manera que
parece que es la primera vez en la historia que los más jóvenes se emborrachan.
De nuevo, aunque suene extraño que esté ocurriendo en sociedades democráticas
avanzadas, se retoma por parte de quienes detentan el poder una estrategia de
tipo moral contra un colectivo del que se teme una sublevación en defensa de
sus derechos.
Aunque no sé si es un caso extrapolable al de los
jóvenes, porque las condiciones de vida de los obreros del siglo XIX eran mucho
peores y sus reivindicaciones más urgentes, sí hay ciertas analogías entre el
tratamiento informativo del botellón y la visión oficial deformada que
se dio en su momento de las diversiones del proletariado. A este respecto
resulta aclarador la visión que tenía Clarín de una taberna cuya clientela
mayoritaria estaba formada por mineros:
Paula padeció mucho en esta época; la ganancia
era segura y muy superior a lo que podían pensar los que no la veían a ella
explotar los brutales apetitos, ciegos y
nada escogidos de aquella turba de las minas; pero su oficio tenía los peligros
del domador de fieras; todos los días, todas las noches había en la taberna
pendencias, brillaban las navajas, volaban por el aire los bancos. La energía
de Paula se ejercitaba en calmar aquel oleaje de pasiones brutales (...)
La llamaban la muerta por su blancura
pálida; y creyendo fácil aquella conquista, muchos borrachos se arrojaban sobre
ella como sobre una presa; pero Paula los recibía a puñaladas, a patadas, a
palos; más de un vaso rompió en la cabeza de una fiera de las cuevas y tuvo el
valor de cobrárselo[90].
Procedente de un escritor de posición acomodada que
posiblemente no hubiera pisado en su vida una taberna minera, la descripción
anterior está llena de prejuicios, de igual modo que, casi con toda seguridad,
quienes hoy día denuncian los botellones,
posiblemente nunca hayan participado en uno. Esta vuelta a posturas de condena
moral del prójimo demuestra cuanta fragilidad tenían los avances democráticos
ocurridos en los años sesenta. La irracionalidad en el terreno moral vuelve a
triunfar y retornan creencias de que los seres que son buenos socialmente no
son los que son justos sino los que son puros.
d) Los
problemas reales de los jóvenes
No parece que el renacimiento de una moral
conservadora sea la mejor manera de analizar la problemática social actual de
la juventud. Personalmente, como soy profesor y convivo con ellos, la
generación actual de jóvenes me parece bastante sana. Tienen vicios, como
siempre han tenido los seres humanos, pero tampoco parecen exagerados. Por
ejemplo, el consumo alcohólico en España ha descendido en los últimos años, en
parte porque los hábitos de las generaciones anteriores incluían consumos
exagerados.
Sobre la costumbre de los jóvenes de reunirse y
emborracharse, si no conlleva una alteración del orden público, hay que
intentar verla con el grado de sensatez que en el siglo XVIII Jovellanos veía
las fiestas populares, cuando por parte de las autoridades del momento hubo un
intento de prohibición:
“¿Por qué privar a la gente modesta de una
expansión inocente y legítima? El pueblo sencillo no puede tener acceso a los
costosos espectáculos.... Una tarde serena, un campo abierto y libre, la
compañía de dos amigos, una botella y un trozo de queso, es toda su recreación.
Por lograrla ha trabajado, ha sudado, se ha consumido seis días enteros... ¿y
se quiere privarla de ella?, y ¿podrá la humanidad mirar con serenidad este
inconsiderado rigorismo?[91]”
No pienso que el mayor problema de la juventud
actual radique en el terreno moral, ya que, en líneas generales, en este
aspecto los jóvenes son sanos. Pero al resto de la sociedad le resulta más cómodo incidir en esta
cuestión para que no se les ocurra a los jóvenes discutir el trato respectivo
que cada miembro de la sociedad recibe de ésta. Ahora mismo, ellos son los que
menor beneficio sacan de su inclusión en la sociedad, ya que están destinados
en el futuro a los peores trabajos.
No es ésta una problemática de la que sean
conscientes, siquiera, la mayoría de los jóvenes. Como la generación
sobreprotegida que son, los jóvenes no son conscientes de sus problemas más que
de un modo muy superficial. Es más, tienen tal confianza en sí mismos, por la
anteriormente citada idea de voluntad, que piensan que es cuestión de tiempo
que ellos también salgan adelante y consigan un bienestar alto.
Pero la evolución social actual indica que en el
futuro muchos jóvenes, no sólo no van a ganar en calidad de vida, sino que van
a empezar a vivir mucho peor de lo que están acostumbrados. Esta circunstancia,
que no tiene nada que ver con la moral, es el verdadero problema que la
sociedad tiene que resolver con respecto a los jóvenes. Si en el futuro aumenta
la frustración en la juventud, es muy difícil calibrar su reacción, y se corre
el riesgo de un estallido social, de forma directa, si apoyan una revolución, o
indirecta, si dirigen su voto a partidos políticos radicales.
El neoliberalismo ha fomentado el irracionalismo
dentro de las sociedades democráticas. Un sistema económico que ha sabido crear
un nivel de riqueza material como el que jamás ha tenido la humanidad ha
fracasado en su reparto porque, desde que se ha impuesto, han aumentado las
desigualdades sociales. Este hecho altera el principio racional igualitario que
está en la base del pensamiento democrático, de ahí que la mentalidad social
que se ha gestado actualmente tiene fundamentos irracionales.
De nuevo, como ha pasado en otras épocas históricas,
el sueño de la razón está produciendo monstruos. Uno de los últimos ejemplos de
estos falsos racionalismos es el modo en cómo la creencia optimista en el
progreso de la Belle
Époque desembocó en la
Primera Guerra Mundial. Este conflicto bélico se produjo en
gran medida a consecuencia de que el liberalismo burgués de la época también
fomentaba las desigualdades y, con ello, las tensiones internas dentro de las
sociedades. A este respecto, sólo hay que ver el siguiente apunte procedente de
una biografía de Chaplin:
Por esta época Londres era, sin duda, la ciudad más
importante del mundo, e Inglaterra, la dueña de un imperio colosal. Pero nada
de eso se reflejaba en los barrios pobres del East End, la orilla este del río
Támesis. Este es un barrio pobre, de trabajadores que van sobreviviendo en unas
condiciones de vida insalubres que merman su salud y sus fuerzas[92].
Si el liberalismo burgués demostró su capacidad para
perpetuar la pobreza de muchos habitantes de países ricos, el neoliberalismo
puede conseguir que una parte de las clases medias, sobre todo aquellos
miembros más jóvenes, retornen a la pobreza. El racionalismo neoliberal se
mueve en un plano ideal que, en el momento de su aplicación, se transforma en
una ideología beneficiosa para unos y perniciosa para otros. A estos últimos, y
aquí se entra en el terreno irracional, se les engaña con el expediente de que
tengan fe en sí mismos, porque, momentáneamente, están teniendo mala suerte,
pero, si se lo proponen, su éxito está asegurado.
Como la generación joven actual ha vivido bien y ya no
tiene el recuerdo de la pobreza, tiene una vanidad muy grande y no se imagina siendo menos que su prójimo. Además,
como sus integrantes aspiran a ser ricos, su único anhelo estriba en el ascenso
social, sin reflexionar que la sola voluntad
a veces no basta si compites con alguien más poderoso.
Mientras el engaño perdure, la juventud estará pasiva,
pero, ¿qué ocurrirá cuando despierte?
Ojala se limite a pedir la recuperación de leyes que favorezcan una igualdad
real entre las personas. Pero mucho me temo que para entonces haya ya perdido
su capacidad de raciocinio y se convierta en una amenaza al orden social. En
este sentido, cuanto más tiempo se tarde en atender la progresiva conversión de
los jóvenes en una clase media-baja, más peligro habrá de una explosión social
futura.
Los jóvenes en la actualidad están confundidos y
habría que empezar por enseñarles a ser menos competitivos. Para ello, nada
mejor que el resto de los miembros de las clases medias, especialmente la que
se llama generación de los Baby Boomers, empiecen a ser más compresivos con los
problemas de los jóvenes y les permitan tener, sin denominarles vagos o
acomodados, la reacción siguiente de un joven sirio:
Esta vez Mahmud no ha querido ocultar nada en
casa, a pesar de que le ofrecí dinero.
No, tiene que saberlo. Me da igual que se enfade
o no.
El padre se puso a vociferar, pero Mahmud le
gritó a su vez que no había perdido el trabajo porque él fuera malo, sino
porque el país era malo[93].
El título de este capítulo remite a una cuestión
importante para frenar la destrucción actual de las clases medias. Éstas,
debido a su bienestar presente, tienden a olvidar sus orígenes e identificarse
con los ricos. De este modo, para estos últimos es más sencillo hacer
prevalecer sus intereses que, como es obvio, no siempre son coincidentes con
los de los individuos de clase media. Por tanto, sería deseable que las
personas que forman parte de las clases medias crearan un sentimiento de
orgullo propio de su estado de no ser ni ricas ni pobres, y supieran, de este
modo, saber defender sus propios intereses.
a) El
miedo a comprometerse
Sin embargo, esta creación de una identidad común
entre los miembros de las clases medias se encuentra con un serio problema. En
la actualidad existe un fuerte problema generacional entre los integrantes de
las clases medias, ya que los mayores tienen un situación socioeconómica mucho
mejor que los jóvenes. Este factor, de por sí, no hace insalvable una posible
unión de unos y otros, ya que, aunque sea una afirmación un poco radical,
tienen un enemigo común, que son las
clases altas, cada día más reforzadas. La deriva neoliberal de las últimas
décadas de nuevo ha generado unas élites extraordinariamente poderosas.
Pero, incluso si son capaces de identificar a este enemigo, los miembros de las clases
medias se enfrentan a un problema de confianza. Si los valores de los
movimientos sociales de los años sesenta, que tendrían que haber consolidado la
democracia, han dado lugar a una generación tan egoísta como la de los Baby
Boomers, ¿qué esperanza puede haber de que unos renacidos valores sociales no
conlleven nuevas traiciones?
En ocasiones, algunos artistas musicales han
denunciado a través de sus canciones este acomodamiento de la generación que,
en su momento, encarnó la rebeldía juvenil. En concreto me acuerdo de una
canción de Joaquín Sabina, titulada El
muro de Berlín, y de otra canción de Carlos Cano, llamada La metamorfosis. La letra de esta última
la reproduzco a continuación, ya que en pocas líneas transmite un mensaje
contundente:
¿Dónde va ese muchacho con el triunfo en la cara subiendo
como un gamo la invisible montaña?
¿Qué gloria se reparte? ¿Qué será lo que dan que hace
perder el culo? Señor, ¡qué barbaridad!
¿Y ese chico de barba? De todo se ha olvidado, tiró por la
ventana los sueños del pasado.
El mismo que decía: ¡compañero a
luchar! en la gastronomía encontró su, ideal.
¿Qué queda de aquel tiempo? ¿Qué fue de la ilusión? ¿Dónde
está la esperanza de nuestra generación?
Entera a su servicio. No hay problema zeñó, para lo que
usted guste, dispuesta, en posición.
Tiempo de los enanos, de los liliputienses, de títeres,
caretas, de horteras y parientes,
de la metamorfosis y la mediocridad
que de birlibirloque te saca una autoridad.
Con respecto a la letra de esta canción, no es la
primera vez, ni será la última a lo largo de la historia, que unos ideales
sirven como pretexto para disimular actitudes muy egoístas. Dentro de los
movimientos de izquierda, es conocido el modo en que el triunfo de la
revolución bolchevique dio lugar a la
constitución de un élite comunista que vivía mucho mejor que el resto de la
población y, en el otro extremo ideológico, si se analiza una institución como la Iglesia Católica ,
de tan hermosos principios, también se puede apreciar como la jerarquía ha
vivido tradicionalmente mucho mejor que el conjunto de los fieles. Como se
afirma en un libro decimonónico, “la
Iglesia Católica es
la única culpable de que haya herejes e incrédulos- solía decir-, pues si sólo
un día nos comportáramos como se nos ha enseñado, todo el mundo se convertiría
antes de caer la noche[94]”.
En el ser humano existe una tendencia casi inevitable
a confundir derechos y privilegios. Sin duda, si hay una razón poderosa que dificultad la
construcción de una sociedad justa para todos los seres humanos, es la
interpretación interesada que éstos hacen de sus derechos. La visión que las
personas tienen de sus derechos es egoísta y nada generosa, ya que, si viven
mal, les sirven para reivindicar una mejora en sus condiciones de vida, y si
viven bien, les sirven para que nadie intente frenar su afán de lucro o de
poder.
Esta desconfianza de base en las intenciones ajenas es
la mayor dificultad para organizar movimientos colectivos que reclamen una
mejora de derechos sociales. A los seres humanos les cuesta confiar en su
prójimo porque, como no pueden leer dentro de la cabeza ajena, no pueden saber
si las promesas de su vecino son sinceras o, llegado el momento de tomar una decisión,
preferirá su interés individual al interés colectivo. A este respecto, la traición de los Baby Boomers no es más
que la última de una larga lista a lo largo de la historia.
Por la causa anterior, muchas veces las personas
acaban confiando más en los principios de orden que en los de justicia. Pero
mal camino es éste si sigue demasiado a menudo porque también es cierto que la
justicia resulta necesaria para que las sociedades no se conviertan en un campo
de batalla donde predomine la ley del más fuerte. A este respecto, la justicia
perfecta es imposible, pero la democracia es un sistema que permite que los
diferentes grupos sociales negocien entre sí, para lograr un equilibrio en que
ninguno de ellos consiga imponer sus intereses.
Con el neoliberalismo no existe este equilibrio porque
un único grupo social, las clases altas, está imponiendo sus puntos de vista.
Y, si de verdad quieren aprovechar las ventajas que tiene el sistema
democrático, el resto de los grupos sociales, en especial las clases medias,
tienen que organizarse para defender su bienestar. Y organizarse significa
participar en política y arriesgarse a ser traicionados
por personas que, pretextando defender valores sociales, persigan un
interés egoísta.
A no ser que se quiera hacer una apuesta tan
arriesgada como supone una revolución, creo que el único camino posible para
transformar un sistema social injusto es modificando las leyes y este cambio
sólo se puede hacer interviniendo en política. La postura de muchos de los
movimientos sociales actuales consiste en intentar el cambio desde fuera del
sistema, para no verse contaminados con la política. Es la actitud, por
ejemplo, del llamado 15-M, un movimiento de protesta social surgido en mi país
a raíz de la crisis y que ha calado en la sociedad española.
Pero, aunque de este modo se mantengan puros,
los miembros del 15-M pierden así toda capacidad de cambiar la sociedad en una
dirección más justa. Su actitud ética, aunque alabable en sus principios, les
priva de la mayor parte de su eficacia social y, en el fondo, sigue
contribuyendo a que las clases medias no asuman una mayor responsabilidad
política que, a día de hoy, se ha convertido en una urgente necesidad en todos
los países desarrollados.
Esta asunción de responsabilidad por parte de las
clases medias es necesaria porque la Historia demuestra cómo, en su afán egoísta
desmedido, muchas veces las élites han llevado al desastre a las sociedades en
que se integraban. Un ejemplo, dentro de la historia española, es el que se
expone a continuación:
En efecto, doblado el recodo del Califato, la
aristocracia andalusí buscó la preservación de su estatus -como lo hizo en su
día la imperial romana- a través de la única fórmula que jamás debió haber
ensayado: la salvación particular mediante la segmentación territorial, la
constitución de reinos de taifas que, sin tardar, se convertirían en pasto de
los guerreros y monarcas cristianos más agresivos y aprovechados[95].
Los más ricos, en su afán de conservar su posición
social, a veces adoptan políticas suicidas. A mi me gusta recordar el modo en
cómo algunos banqueros judíos financiaron a Hitler[96],
creyendo que iba a ser garante de un orden más favorables a sus negocios. O
como, con una inconsciencia similar, la nobleza rusa exultaba de alegría cuando
su país entró en la
Primera Guerra Mundial, conflicto que supuso un verdadero
desastre para este colectivo, al traer aparejada la Revolución Rusa.
De este insensato estado de ánimo de la aristocracia rusa se hace eco el
siguiente texto:
Por orden suya se traslada al Palacio de Invierno la
imagen milagrosa de la Virgen
de Kazan, ante la cual oró el mariscal Kutusov antes de emprender la batalla
contra Napoleón, y en la galería de San Jorge se celebra un oficio solemne al
que asisten miles de oficiales y nobles.
Después del oficio divino, el sacerdote lee el
manifiesto, y el Zar pronuncia despacio, solemnemente, con voz conmovida, el
juramento de Alejandro I: no aceptará la paz mientras quede un enemigo en el
santo suelo de Rusia.
A pesar de que todavía no hay ningún
enemigo en el suelo de Rusia, el juramento entusiasma a los oficiales. Sus
vibrantes vivas se transmiten a la plaza de Palacio…[97].
El neoliberalismo parece que es una reedición de este
egoísmo estrecho de las élites. Así lo demuestra, por ejemplo, las escandalosas
indemnizaciones millonarias que han recibido los ejecutivos de algunas
entidades financieras que han quebrado en estos últimos años. Esta clase de
recompensas a individuos responsables de dañar la economía de sus países son un
excelente botón de muestra de la escasa altura de miras de los millonarios
actuales.
En cambio, en los años previos al triunfo del
neoliberalismo, se había creado un sistema económico, el keynesianismo, que, si
bien no del todo justo, repartía la riqueza entre los componentes de la
sociedad de una manera mucho más evidente. El neoliberalismo, en su insensatez,
está destruyendo las clases medias creadas durante la época en que predominó el
keynesianismo.
No me gusta creer en teorías de la conspiración y me
imagino que detrás de la crisis económica de los años setenta, que supuso el
fin de la confianza en el keynesianismo como un eficaz sistema económico, no
hubo ninguna mano oculta de los poderosos. Pero, sin duda, el cambio de modelo
económico, con su consecuencia directa de la destrucción del poder adquisitivo
de las clases medias, aunque beneficia a unos pocos a corto plazo, resulta una
peligrosa política económica a largo plazo. El neoliberalismo pone en peligro
la viabilidad de las sociedades de consumo actuales que, posiblemente, queden
condenadas a estar constantemente en crisis.
b) La
responsabilidad política de las clases medias
Las clases medias están en un momento histórico donde,
ante la estrechez de mira de las élites, ellas tienen que defender el bien
común de la sociedad, encarnado precisamente en su propia conservación dentro
de las sociedades democráticas. Sus componentes tienen que tomar conciencia de
su importancia en la sociedad y tener clara la necesidad de adoptar una
política con unos valores adaptados a las necesidades de su clase social.
La creación de una conciencia política específica
entre los integrantes de la clase media supone que deben realizar un esfuerzo
importante porque, tradicionalmente, no han sabido bien qué orientación social
tomar, si unirse a las reivindicaciones de los que son más pobres que ellos o
identificarse con los que son más ricos. El siguiente texto hace alusión a esta
histórica indecisión de las clases medias:
La sociedad española de 1900 en la que va a actuar la Guardia Civil ofrece
un esquema bastante sencillo. Por un lado, la oligarquía y sus cómplices, que
dominan al otro sector, la mayoría de nuestro pueblo, los campesinos y los
obreros. Y en medio de ambos, unas clases medias duditativas, que unas veces
apoyarán, por miedo a la revolución popular, a la oligarquía, y otras a las
masas, para evitar la dictadura oligárquica de la derecha[98].
Varios pasos son necesarios para que las personas de
clase media asimilen unos valores propios de su condición social. En primer
lugar, aparcar la mentalidad tan tremendamente competitiva que existe entre
ellas. La conciencia de sí que tienen, que tan unida va al temor de ser menos, provoca una rivalidad fortísima
de estas personas con sus semejantes. Esta circunstancia, sumada a las consecuencias
mentales del miedo psicológico a la muerte, el cual provoca el aumento del
egoísmo y el deseo de ser rico o millonario, hace que no haya ningún tipo de
solidaridad entre los integrantes de las clases medias.
A este respecto, es de notar la fuerte envidia que hay
entre ellos, ya que uno de los rasgos más negativos de las sociedades actuales
consiste en que los individuos de clase media que están en una situación peor,
generalmente desean que su suerte sea compartida. En este sentido, la crisis actual
ha hecho aflorar un rencor importante hacia las personas que aún conservan
buenos trabajos, llegando a haber un deseo social mayoritario de que también
estos privilegiados pierdan sus empleos.
Es más que habitual, a este
respecto, que los políticos consigan canalizar este descontento irracional
hacia determinados colectivos laborales, como ocurrió en mi país el año pasado
con una clase de trabajadores, los controladores aéreos, que durante varios
meses parecieron para la opinión pública la encarnación del diablo. También,
muy a su pesar, normalmente los funcionarios arrastran una muy mala prensa, de
la que son incapaces de liberarse.
Sin embargo, es curioso el modo en
que, como los componentes de las clases medias ansían ser ricos, no hay ningún
tipo de envidia o rencor hacia los que realmente son privilegiados. Un famoso
escritor austriaco resume en pocas palabras este injusto sentimiento, tan
habitual en las clases medias:
No hay envidia más grosera que la que sienten las
naturalezas subalternas cuando ven a alguien arrancado como por un golpe de
varita mágica a la condición servil a que ellas están condenadas. Las almas
bajas perdonarán con más gusto a un príncipe la fortuna más extravagante, que
la libertad más modesta a alguien que hubiese estado remachado a las mismas
cadenas que ellas[99].
No hace falta ser muy inteligente para darse cuenta de
que este tipo de envidias favorecen la pérdida de calidad de vida dentro de las
clases medias, porque parte de sus miembros aplauden cuando se toman medidas
que perjudican a otros de su misma condición social sin que, por ello, los
primeros salgan favorecidos. Es complicado acabar con estos comportamientos
mezquinos, ya que su trasfondo es irracional. En estos casos, sería conveniente
obligar a una reflexión tan sencilla como que, cuanta mayor cantidad de malos
trabajos existan dentro de una sociedad, mayores posibilidades existen para el
ciudadano de clase media de volver a la pobreza.
Este último apunte es fundamental. Las clases medias
se tienen que concienciar que pensar en el horizonte de regresar a pobres ya no resulta descabellado. Deben de tratar de
recuperar el miedo a la pobreza que siempre ha sido característico de las
clases bajas, pero sin la actitud pasiva característica de éstas, ya que los
integrantes de las clases medias sí tienen un bienestar que defender.
Sin embargo, por no querer admitir esta posibilidad de
un duro retroceso en las condiciones de vida, las clases medias están adoptando
una postura que empieza a parecerse a la habitual de resignación de las clases
bajas. El fenómeno de cómo, durante estos años, en el peor momento posible, los
integrantes de las clases medias han vuelto a
atreverse a tener hijos es, cuando menos, sorprendente.
Durante los años noventa, en mi país, España, hubo uno
de los índices más bajos de natalidad del mundo, porque en aquel periodo,
caracterizado por altos índices de paro, la juventud no veía el futuro nada
claro. A lo largo de la década siguiente, en que existió una prosperidad
artificial debido a la facilidad del crédito, renació el afán de tener
descendencia, pese a que, en líneas generales, la calidad de los trabajos
siguió descendiendo. En cierta manera, el futuro dejó de preocupar y se regresó
un poco a la creencia en que Dios
proveerá.
Para un observador sensato de las mentalidades
predominantes actuales, es terrible observar la unión de dos fenómenos
sociales, el vivir a crédito y la imprevisión por el futuro, que actúan a la
par. Si durante los primeros años de la década del nuevo milenio, las clases
medias se acostumbraron a endeudarse de una manera imprudente, ahora, en
momentos de crisis, parece que no quieren volver a la realidad. Es más, por una
especie de mecanismo psicológico inconsciente, las personas de clase media han
borrado de sus mentes la futura opción de ser pobres como si no fuera una
posibilidad real. Ni siquiera con la crisis actual, que ya está dando ejemplos
de retrocesos claros del nivel de vida en países de la Unión Europea como
Grecia, los miembros de la clase media quieren sentirse aludidos por la
incierta situación presente.
La consecuencia de estos comportamientos es que, en un
momento de fuerte crisis, cuando el neoliberalismo ha demostrado su fracaso
como sistema económico, en cambio, la gente confía en él para sacar de nuevo
los países adelante. La contradicción no puede ser más evidente, pero las
clases medias necesitan mantener sus ilusiones, aunque sea a costa de negar la
evidencia.
Se necesita una madurez asombrosa, cuando una persona
ha vivido bien y se la ha educado en que todos sus sueños son posibles si pone
el empeño necesario en ellos, para poder ver la otra cara de la realidad. De
este bloqueo mental una buena muestra es cómo los individuos de clase media
actual siguen identificando los trabajos peor pagados con gente de menor
talento, cuando ya hace bastantes años, desde la generación de los mileuristas,
que esta correspondencia ya no se da.
En torno a esta última cuestión, el aumento de los
malos trabajos durante las dos últimas décadas, también sería importante para
las clases medias priorizar una moral social por encima de la ética individual
que actualmente se vuelve a imponer. En este sentido, hace treinta o cuarenta
años existía entre la mayoría de la población casi una identificación
conceptual entre los términos empresario y explotador que, aunque en muchas
ocasiones era injusta, limitaba mucho el crédito moral de los dueños de las
empresas a la hora de rebajar salarios o despedir personal. Este espíritu queda
reflejado, con mucha ironía, en el siguiente texto:
Y Marcelino reunió a los letrados asesores
laboralistas del P.C.E., quienes realizaron un profundo estudio en el que se
demostraba que la huelga ha de carecer de todo freno legal; jamás cabe admitir,
en cambio, el despido y los trabajadores deben estar representados en un 55 por
ciento en los Consejos de Administración de las Empresas[100].
En una sociedad democrática, donde hay vías
conciliatorias abiertas para resolver los conflictos laborales, posiblemente no
sea necesario demonizar al empresariado, pero, pasar al extremo contrario, como
ocurre actualmente, de considerar a los empresarios benefactores sociales,
tampoco parece una solución. Hoy día, ya no entra en la moral una cuestión
social tan elemental de que, si una empresa genera fuertes beneficios, éstos
tengan que ser repartidos también con los trabajadores, que son parte
importante del proceso productivo. Los sueldos se dejan a la lógica del mercado
de trabajo y, como las tasas de paro son importantes, su caída es inevitable,
sin que tal hecho deba generar remordimientos en los responsables de las
empresas.
En los últimos años se ha vuelto a revalorizar una
moral en que, por encima de sensibilidades sociales, se da sólo importancia a
un autocontrol de los vicios y de las pasiones. Es una moral que favorece a los
que son más poderosos, por dos razones: la primera, que se pueden sentir buenas
personas aunque cometan abusos sociales, como el citado de rebajar salarios
hasta los mínimos posibles, y la segunda, que es más fácil privar de derechos a
colectivos que ocupan una posición social inferior, aspecto este último ya
tratado en el capítulo anterior.
Sobre este último apartado, entre los miembros de la
clase media sería deseable que no entraran al juego que más interesa a las
élites, y no ayudaran a criminalizar a grupos humanos, como los jóvenes, cuando
se divierten. A este respecto, las clases altas siempre han tenido los mismos o
más vicios que el resto de la población, pero con una mayor habilidad para
ocultarlos. En el texto siguiente, que analiza la sociedad del siglo XIX, se
refleja esta falsedad moral tan habitual entre las clases rectoras:
La explicación de este contraste entre la regresión
política y el florecimiento de la cultura libertina se encuentra en la fuerte
dosis de hipocresía que impregnaba a la clase gobernante y a su entorno (…).
Reyes, prelados, ministros, legisladores, magistrados, aristócratas, y miembros
de la incipiente burguesía, compatibilizaban sus códigos morales implacables y
sus compromisos públicos con la virtud, por lado, con la secreta afición a las
lecturas y los actos morbosos, por otro. Las queridas y las prostitutas fueron
testigos y protagonistas de este auge de la doble moral[101].
La recuperación de una moral social es algo
completamente deseable si las clases medias quieren sobrevivir como tales.
Porque generalmente los valores sociales predominantes son los que impregnan la
legislación y, si los integrantes de las clases medias quieren mantener su
bienestar, deben ser conscientes de que tiene que ser a través de leyes y no
magnificando su fuerza de voluntad.
El camino para esta recuperación de una moral social
tiene que partir de que los miembros de las clases medias olviden sus recelos
mutuos. Y debe ser una recuperación sin idealismos de ningún tipo, porque el fracaso
de las utopías de izquierda, tanto las marxistas como las de los movimientos
sociales de los años sesenta, ha demostrado que las sociedades perfectas no
existen. Además, a la larga, estas utopías sociales generan desconfianza en la
población a la hora de emprender nuevas luchas sociales porque en ella anida el
temor de que puedan favorecer los intereses egoístas de unos pocos.
La democracia es una buen sistema de gobierno si sus
ciudadanos son lo bastante inteligentes para, aprovechando sus ventajas,
defender sus derechos. Esto último es lo que no están haciendo las clases
medias desde hace bastantes años, engañadas con la promesa de que también ellas
están predestinadas al éxito.
Con su voto, los ciudadanos tienen la posibilidad de
revertir el proceso de pérdida de derechos actual. Han dejado, durante todos
estos años, que existiera una imbricación entre las élites políticas y las
económicas. La democracia da la posibilidad
de ejercer un control de las primeras, ya que los ciudadanos las pueden
descabalgar del poder. Y, ahora, parece llegado el momento de que lo hagan.
No votar a los partidos políticos que sistemáticamente
han ganado las elecciones, pero que han gobernado en contra de los intereses de
los ciudadanos, tiene que ser la salida democrática a la crisis. Existen otros
partidos políticos a los que los ciudadanos tienen que orientar su voto,
siempre que, por supuesto, no sean opciones radicales de ultraderecha o de
extrema izquierda.
Dentro de esta hipótesis de que un partido político
diferente llegara al poder, tendría que
responder al deseo ciudadano de un cambio de política económica y social y,
dentro de los límites que impone una sociedad globalizada como la actual,
gobernaría en esta nueva dirección para mantenerse en el gobierno. Y si alguno de los partidos históricamente
ganadores de las elecciones recuperase el poder, estaría obligado a tener más
en cuenta las necesidades de los ciudadanos
De otra manera, si se siguen desaprovechando las
opciones de la democracia, llegará un momento en que la situación
socioeconómica se vuelva crítica, y se corra de nuevo el peligro de fractura
social que a tantas revoluciones ha dado lugar en los dos últimos siglos.
Porque, aunque retornen progresivamente a la pobreza,
es difícil pensar que las clases medias van a llevar este cambio con la misma
resignación a la que están acostumbradas las clases bajas. Para los integrantes
de estas últimas sólo importa la protección que les da el grupo y no se atreven
ir contra él, pero las personas de clase media, con mayor conciencia de sí, no
aceptaran sin lucha este cambio a peor. Sólo cabe esperar a que esta situación
no se produzca y que tanto clases medias como clases altas se comporten con
cordura en los próximos años.
Hago esta última llamada a las clases altas, porque,
si las clases medias son incapaces de madurar y reclamar una mayor moral
social, ahora que todavía están a tiempo de hacerlo de una forma civilizada,
espero que sean las élites las que se den cuenta del peligro y no continúen en
la inconsciente deriva neoliberal actual. Sin embargo, no tengo mucha confianza
en esto último porque, como refleja el texto con el que finaliza este ensayo,
en la sabiduría de los más ricos no suele entrar poner límites a su egoísmo:
Cuando
hice que la conversación versara de nuevo sobre Egipto, me confió con voz
serena:
-
Los monarcas,
afortunadamente, se exceden a veces; si no fuera por eso, no caerían nunca.
Y luego añadió,
chispeándole los ojos:
-
La locura de los príncipes es
la sabiduría del Destino.
Yo creía haberlo
entendido:
Pronto habrá una insurrección, ¿no es cierto?[102]
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ZWEIG, Stefan, La piedad peligrosa, Barcelona, Ediciones G. P., 1956.
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Carta de un
joven universitario.
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REVISTAS:
Nº 1 y Nº 2 de Muy Interesante.
CANCIONES:
El muro de Berlín, de Joaquín Sabina.
La metamorfosis, de Carlos Cano.
PERIÓDICOS:
Ramón Muñoz, Adiós,
clase media, adiós, en El País, 21 de marzo de 2009.
OTRAS REFERENCIAS:
Capítulo Rosebud, de los Simpson.
INDICE
INTRODUCCIÓN p. 2
CAPÍTULO PRIMERO: LA RACIONALIDAD LIMITADA
DEL SER HUMANO
CAPÍTULO SEGUNDO: LA IRRACIONALIDAD TRIUNFANTE
EL MIEDO AL RECHAZO p.
22
EL MIEDO A SER MENOS p.
30
EL MIEDO PSICOLÓGICO A LA MUERTE p.
43
CAPÍTULO TERCERO: EL CAMBIO DE MENTALIDAD DE LAS CLASES MEDIAS
LAS DIVISIONES EN LA CLASE MEDIA p. 74
CAPÍTULO CUARTO: LA PROBLEMÁTICA DE LA JUVENTUD
EL RETROCESO EN EL BIENESTAR ALCANZADO p. 82
EL INCREMENTO DE LA IRRACIONALIDAD p. 91
LOS PROBLEMAS REALES DE LOS JÓVENES p. 100
CAPÍTULO QUINTO: LA CONSTRUCCIÓN DE
UNA NUEVA MENTALIDAD
EL MIEDO A COMPROMETERSE p.
104
BIBLIOGRAFÍA p.
120
INDICE p.
128
[1] Roberto Petrini, Proceso a los economistas, Madrid,
Alianza Editorial, 2010, p. 66.
[2] Acerca de esta cuestión, recientemente se ha publicado un libro
dedicado al análisis del último golpe de estado en España, en el que el primer
presidente de la actual democracia, Adolfo Suárez, queda retratado en la
siguiente frase: “como todos los
políticos puros, se acababa creyendo lo que decía”, en Javier Cercas, Anatomía
de un instante, Barcelona, Círculo de lectores, 2009, p. 131
[3] Brigitte Friang, La primera retirada
del general De Gaulle, en AAVV, Los grandes enigmas de la Guerra Fría. III,
Madrid, Artes Gráficas Mateu-Cromo, 1969, p. 21.
[4] Tim Madge, Polvo blanco. Historia cultural de la cocaína, Barcelona, Ediciones
Península, 2002, p. 261.
[5] Amin Maalouf, León el Africano, Madrid, Alianza Editorial,
2006, p. 162.
[6] Como se afirma en un conocidísimo libro de literatura inglesa, “la
realidad, por utópica que sea, es algo de lo cual la gente siente la necesidad
de tomarse unas vacaciones”, en Aldous Huxley, Un mundo feliz, Barcelona, Plaza&Janes, 1976, p. 16.
[8] Julio Llamazares, La lluvia amarilla,
Barcelona, Editorial Seix Barral, 1993, p.. 76.
[9] Juan Benet, Volverás a Región,
Barcelona, Editorial Planeta, 1998, p. 113.
[11] Esta clase de reducciones a veces lleva a conclusiones absurdas y
descabelladas. Los propios científicos se ríen de sus disparates a través de
unos premios bastante conocidos, los IG Nóbel.
[12] Ana Jáuregui, Von Braun,
Madrid, Ediciones Urbión, 1984, p. 79.
[13] AAVV, La Biblia , Tomo III,
Madrid, Editorial Miñón, 1970, pag. 1106.
[14] Para la idealizada imagen que tenía Lorca de la URSS , ver Javier Tusell, El directorio y la Segunda República ,
en Historia de España, Tomo XVI, Madrid, España Calpe, 2004, p. 676;
para esta cuestión en general, véase Francisco Calvo Serraller, Una cultura de desolación y combate, en La Cultura de Entreguerras, Madrid, Historia
Universal del siglo XX, Historia 16, 1998, pp. 36 y ss.
[16] Juan Maestre Alfonso, La
pobreza en las grandes ciudades, Barcelona, Biblioteca Salvat, 1973, pp.
136 y 137
[17] Por poner otro ejemplo extraído de mi experiencia personal,
mientras escribo estas líneas acabo de terminar de leer un viejo libro dedicado
al comportamiento animal cuyo texto finaliza así: Y, como toda investigación
científica, cuanto más se descubre más queda por descubrir, en J. D.
Carthy, La conducta de los animales, Barcelona, Salvat, 1969, p. 176.
[18] José Sánchez Jiménez, La sociedad postindustrial, Madrid,
Historia 16, 1995, p. 29.
[20] Luis Martín-Santos, Tiempo
de silencio, Madrid, El País. Clásicos del siglo XX, 2003, p. 63.
[21] Christiane Bird, Mil
suspiros, mil rebeliones, Barcelona, Ediciones B, 2005, p. 413.
[22] http://ec.aciprensa.com/b/bienaventuranzas.htm.
[23] Amin Maalouf, Los retos de
la interculturalidad en el Mediterráneo, en Cuadernos del
Mediterráneo, Nº: 1, Institut Catalá de la Mediterránea , 2000, p. 43.
[24] George Duby, La época de las catedrales, Madrid, Cátedra,
2008, p. 249.
[26] Lucy Mair, Introducción a la antropología histórica,
Madrid, Alianza Editorial, 1986, p. 253.
[27] V. S. Naipaul, India,
Barcelona, Editorial Mondadori, 2003, pp. 28 y 29.
[28] Indro Montanelli, Dante y su siglo, Barcelona, Plaza&Janes,
1964, p. 113.
[30] Rómulo Gallegos, Doña Bárbara, Buenos Aires, Colección Austral,
1968, p. 82.
[31] Julio Valdeón, Los
orígenes históricos de Castilla y León, Valladolid, Editorial Ámbito, 2009,
p. 94
[32] Antonio Palomino, Vidas, Madrid, Alianza Editorial, 1986,
p. 57.
[33] Manuel Fernández Avello, Bobes,
Oviedo, ALSA, 1982, p. 75.
[34] Charles Dickens, Historia de dos ciudades, Madríd, Cátedra, 2004,
p. 325.
[35] Emile Zola, Una página de amor, Barcelona, Salvat, 1971,
p. 217. La idea de reproducir este párrafo de Zola en este ensayo se me ocurrió
visionando un famoso capítulo de Los Simpson, serie estadounidense de dibujos
animados, en que uno de los protagonistas, un millonario avaro y exageradamente
egoísta, se humaniza y se enternece ante
la posibilidad de recuperar su peluche de la infancia. El capítulo se llama Rosebud en Estados Unidos y Ciudadano Burns en España.
[36] Tullia d´Aragona, Diálogo sobre la infinitud del amor, en
http://artflx.uchicago.edu/cgi-bin/philologic/getobject.pl?c.5:2.iww.
[37] Gonzalo Torrente Ballester, Cuadernos de la romana, Barcelona,
Ediciones Destino, 1987, p. 246.
[39] John Rule, Clase obrera e industrialización, Barcelona, Editorial
Crítica, 1990, p.. 214.
[40] Sinclair Lewis, Calle mayor, Barcelona, Ediciones GP, 1965, p.
52.
[41] Víctor Serge, El destino de
una revolución, Barcelona, Los libros de la frontera, 2010, p. 46.
[42] Gilbert Marie, El asesinato de Rasputín, Barcelona, Ediciones
Urbión, 1983, p. 32.
[45] D. Daiches Raphael, Darwinismo y ética, en AAVV, Un siglo
después de Darwin, Madrid, Alianza Editorial, 1969, p. 219.
[46] Tomado de Javier Tusell, Guerra y
dictadura. La guerra civil, la posguerra y el fin del aislamiento internacional
(1936-1951), en Historia de España,
Tomo XVI, Madrid, El Mundo, 2004, p. 84.
[47] Luis Pérez Bastías, Welles.
El absurdo del poder, Barcelona, Royal Books, 1994, p. 58.
[49] Oscar Wilde, El retrato de Dorian Gray, Barcelona, Salvat, 1970,
p. 31.
[51] En la siguiente página de internet, por ejemplo, se reproducen algunas
de las extravagancias de los millonarios:
www.el universal.com/estampas/anteriores/030405/encuentros3.shtml.
[52] Oscar Wilde, op cit., pp. 127 y 132.
[55] Eduardo Haro Tecglen, La
sociedad de consumo, Barcelona, Salvat, 1974, pp. 66 y 67.
[56] J. G. Davies, Los cristianos, la política y la revolución
violenta, Santander, Editorial Sal Terrae, 1977, p. 203.
[57] J. G. Davies, Ibid. Ibid., p. 141.
[58] E. A.
Wrigley, Cambio, continuidad y azar.
Carácter de la
Revolución Industrial inglesa, Barcelona, Editorial
Crítica, 1992, p. 37.
[60] Ramón Muñoz, Adiós, clase
media, adiós, en El País, 21 de marzo de 2009.
[61] Darío Fernández-Flórez, Lola,
espejo oscuro, Barcelona, Ediciones GP, 1966, p. 147.
[63] José Saramago, Todos los
nombres, Madrid, Punto de lectura, 2000, pp. 160 y 161.
[64] Ricardo García Cárcel, Las
culturas del Siglo de Oro, Madrid, Historia 16, 1999, p. 217.
[65] Tariq Alí, El choque de los
fundamentalismos. Cruzadas, yihads y modernidad, Madrid, Alianza Editorial,
2002, p. 369.
[66] John Gray, Misa negra. La religión apocalíptica y la muerte de
la utopía, Barcelona, Paidós, 2008, pp. 170 y 171.
[67] Fernando García de
Cortázar, Breve historia del siglo XX,
Barcelona, Galaxia Gutenberg, 1999, pp. 17 y 18.
[68] Raymond Chandler, El largo
adiós, Madrid, El País, 2002, p. 96.
[69] Estas características están tomadas de Virgilio Fernández Bulete,
Gutmaro Gómez Bravo y Luis Enrique Otero Carvajal, Historia del Mundo Contemporáneo, Madrid, SM, 2008, p. 255.
[70] José María Faraldo y Elena Hernández Sandoica, Olof Palme y la
socialdemocracia sueca, Madrid, Hª16, 1994, p. 12.
[71] Espido Freire, Mileuristas.
Retrato de una generación, Barcelona, Editorial Ariel, 2006, p. 20.
[72] Th. Van Baaren, Las religiones de Asia, Barcelona,
Enciclopedia Esencial, 1967, p. 122.
[73] Marcel Scotto, Las
instituciones europeas. Le Monde, Barcelona, Salvat, 1995, pag. IX
[76] Alejandro Díez
Blanco, Los grandes problemas filosóficos, Valladolid, Editorial Casa
Martín, 1954., p. 21.
[77] Stanley G. Paine, El
fascismo, Madrid, Alianza Editorial, 2001, p. 108.
[79] Jaime Izquierdo, Manual para
Agentes de Desarrollo Rural, Mundi-Prensa Libros, Madrid, 2001, p. 202
[80] Gordon Thomas y Max
Morgan-Witts, El día en que se hundió la bolsa, Barcelona,
Plaza&Janes, 1983, pp. 150 y 151.
[81] Johan Huizinga, El otoño de la Edad Media , Madrid,
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[82] Paul Tournier, El factor
femenino, Barcelona, Ediciones Robinbook, 2007, p. 73
[83] Amin Maalouf, Los jardines de la luz, Madrid, Alianza
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[84] Francisco Diez de Velasco, Breve
historia de las religiones, Madrid, Alianza Editorial, 2006, p. 13
[85] AAVV, La
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[86] Roy MacGregor-Hastie, Mao Tse-tung, Barcelona, Labor,
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[87] Rubén Solís Krause, La
cultura de Eros, Barcelona, Ediciones Robinbook, 2007, p. 178.
[88] Lucy Mair, op. cit., p. 292.
[89]
http://www.dw-world.de/dw/article/0,,15318115,00.html.
[90] Leopoldo Alas "Clarín", La regenta, Madrid,
Colección Austral, 2004, pag. 456.
[91] Inmaculada Urzainqui, Aportación
asturiana a la prensa ilustrada, en Asturias
y la Ilustración ,
Oviedo, Consejería de Cultura, 1996, pp. 228 y ss
[92] Manuel Matji, Charles Chaplin, Barcelona, Ediciones
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[94] Charles Kingsley, Hipatia
de Alejandría, Madrid, Ediciones Edhasa,
2009, p.. 688.
[95] Juan José García González, en la introducción del libro de F.
Javier Peña Pérez, El Cid. Historia, leyenda y mito, Burgos, Editorial
Dossoles, 2000, pp. 11 y 12
[96] Nicholson Baker, Humo
humano, Barcelona, Ediciones Mondadori, 2009, p. 34 y Fabrice
D´Almeida, El pecado de los dioses. La alta sociedad y el nazismo,
Madrid, Santillana, 2007, p. 14.
[97] Michel Prawdin, Rasputín y
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[98] Josep Carles Clemente, Ejército y conflictos civiles en la España contemporánea,
Madrid, Editorial Fundamentos, 1995, p. 10.
[99] Stefan Zweig, La piedad
peligrosa, Barcelona, Ediciones G. P., 1956, p. 102.
[100] Fernando Vizcaino Casas, ...Y al tercer año, resucitó,
Madrid, Editorial Planeta, 1984, p. 20.
[101] Rubén Solís Krause, op. cit.., p. 108.
[102] Amin Maalouf, León el Africano, op. cit.., p. 313.
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